Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Las bisagras de la puerta empezaron a chirriar.

Hubo un momento de tensión cuando los clavos de las bisagras saltaron y se estrellaron contra la pared tras la niña. Las tablas empezaron a combarse a medida que la puerta trataba de abrirse, pese a la fuerza de…, de lo que fuera que la mantenía cerrada.

La madera se hinchó.

Rayos de luz azul salieron al pasillo, moviéndose y bailando mientras formas indefinidas se cruzaban en el brillo de la habitación. La luz era nebulosa y actínica, ese tipo de luz que hace que Steven Spielberg llame a los abogados para defender sus derechos.

El pelo de Esk se erizó hasta que la niña pareció un geranio con patas. Gusanillos de fuego mágico le recorrieron la piel cuando cruzó la puerta.

Fuera, los estudiantes la miraron con horror mientras desaparecía hacia la luz.

La luz se apagó con una explosión silenciosa.

Cuando por fin reunieron el valor necesario como para echar un vistazo hacia el interior, no vieron más que el cuerpo dormido de Simón. Y a Esk, silenciosa y fría en el suelo, respirando con lentitud. Los tablones del suelo estaban cubiertos de una fina capa de arena plateada.

* * *

Esk flotaba entre las nieblas del mundo, advirtiendo con una curiosa sensación impersonal la manera precisa en que atravesaba la materia sólida.

No estaba sola. Oía su parloteo.

Se enfureció. Se volvió y echó a andar tras el ruido, luchando contra las seductoras fuerzas que no dejaban de decirle lo agradable que sería relajar su mente y hundirse en un cálido mar de nada. Estar furiosa, ése era el truco. Sabía que lo más importante era seguir realmente furiosa.

El Mundodisco quedó tras ella, muy abajo, como el día en que se convirtió en águila. Pero, esta vez, bajo ella estaba el Mar Circular —exactamente circular, como si Dios se hubiera quedado sin ideas— y más allá estaban los brazos del continente, y la larga hilera de las Montañas del Carnero en su desfile hacia el Eje. También había otros continentes de los que nunca había oído hablar, y pequeños grupos de islas.

La perspectiva cambió, alcanzó a ver la Periferia. Era de noche, puesto que el sol del Disco se encontraba debajo del mundo e iluminaba la larga catarata que ribeteaba el Borde.

También iluminaba a Gran A’Tuin, la Tortuga del Mundo. Esk se había preguntado a menudo si la Tortuga no sería en realidad un mito. Le parecía que ningún ser inteligente se tomaría la molestia de pasear un mundo por ahí. Pero allí estaba, casi tan grande como el Disco que transportaba, glaseada de polvo estelar y llena de cráteres de meteoritos.

Su cabeza pasó delante de la niña, que miró directamente hacia un ojo tan grande que por él podrían navegar todos los barcos del mundo. Había oído decir que, si pudieras ver a lo lejos en la dirección hacia la que miraba Gran A’Tuin, verías el final del universo. Quizá fuera sólo por la forma de su pico, pero Gran A’Tuin parecía vagamente esperanzada, incluso optimista. Quizá el final de todas las cosas no fuera tan malo, al fin y al cabo.

Como en sueños, trató de tomar en Préstamo la mente más grande del universo.

Se detuvo justo a tiempo, como un niño con un tobogán de juguete que esperase una suave pendiente y se encontrase de pronto ante inmensas montañas cubiertas de nieve en un infinito gélido. Nadie podía tomar Prestada aquella mente, sería como intentar beberse todo el mar. Los pensamientos que se movían por ella eran grandes y lentos como glaciares.

Más allá del Disco estaban las estrellas, y parecía que les sucedía algo malo. Giraban como copos de nieve. De cuando en cuando, se posaban y quedaban tan inmóviles como siempre, pero luego volvían a bailar como locas.

Las estrellas de verdad no debían de hacer eso, supuso Esk. Así que no estaba viendo estrellas de verdad. Así que no estaba exactamente en un lugar de verdad. Pero el sonido cerquísima de ella le recordó que, casi con certeza, moriría de verdad si llegaba a perderles la pista a esos ruidos. Se volvió y los persiguió a través de la tormenta de nieve estelar.

Y las estrellas saltaban, se paraban, saltaban, se paraban…

A medida que ascendía, Esk trató de concentrarse en cosas cotidianas, porque sabía que, si dejaba que su mente se detuviese en lo que iba delante de ella, daría media vuelta, y no estaba segura de conocer el camino. Trató de recordar las dieciocho hierbas que curan el dolor de oídos, cosa que la mantuvo ocupada un rato, ya que nunca conseguía acordarse de las cuatro últimas.

Una estrella pasó velozmente, y luego se desvió de pronto: tendría unos seis metros de diámetro.

Cuando se le acabaron las hierbas, empezó con las enfermedades de las cabras, cosa que la mantuvo ocupada bastante tiempo, porque las cabras pueden atrapar un montón de las cosas que padecen las vacas, junto con otro montón de las que padecen las ovejas, junto con otro montón de horribles dolencias exclusivas. Cuando terminó con la xeroftalmía, trató de recordar todo el código de puntos y rayas que había en los árboles alrededor de Culo de Mal Asiento para que la gente que se perdía pudiera encontrar el camino de vuelta en las noches de nieve.

Ya había llegado a punto punto punto raya punto raya («A kilómetro y medio del pueblo en dirección Eje, gira a la derecha»), cuando el universo que la rodeaba desapareció con un tenue «pop». Esk cayó hacia adelante, se golpeó contra algo duro y arenoso, y rodó hasta que consiguió detenerse.

La cosa arenosa era arena. Arena fina, seca, fría. Daba la sensación de que, aunque excavaras muchos metros, seguiría igual de fría, igual de seca.

Esk se quedó un momento tendida de bruces, reuniendo todo su valor para alzar la vista. A poca distancia por delante de ella vio el ribete de un vestido perteneciente a alguien. Perteneciente a algo, se corrigió. A no ser que fuera un ala. Podía ser un ala, un ala de cuero.

La recorrió hacia arriba con los ojos hasta dar con una cara, más alta que una casa, recortada contra el cielo estrellado. Obviamente, su propietario trataba de parecer como salido de una pesadilla, pero se había pasado. En general, tenía el aspecto de un pollo que llevara dos meses muerto, pero el efecto de repugnancia quedaba bastante mitigado por los colmillos de jabalí, las antenas de polilla, las orejas de lobo y el cuerno de unicornio. Parecía que se hubiera construido a sí mismo, como si el propietario hubiera oído hablar de la anatomía, pero sin ver ilustraciones.

La cara miraba en dirección a algo que no era Esk. Algo situado tras la niña ocupaba toda su atención. Esk volvió la cabeza muy despacio.

Simón estaba sentado, con las piernas cruzadas, en el centro de un círculo de Cosas. Había cientos de ellas, tan quietas y silenciosas como estatuas, mirando al chico con paciencia de reptiles.

Éste sostenía en las manos algo pequeño y anguloso. Emitía una borrosa luz azulada que daba un aspecto extraño a su rostro.

Otras formas yacían en el suelo junto a él, cada una envuelta en su suave brillo dorado. Eran esas formas regulares a las que Yaya denominaba despectivamente «jometría»: cubos, diamantes de muchas caras, conos, incluso un globo. Todos eran transparentes, y dentro había…

Esk se acercó más. Nadie se fijaba en ella.

Dentro de una esfera de cristal que yacía sobre la arena, flotaba una bola color azul verdoso, surcada por nubéculas blancas y cosas que casi habrían parecido continentes si alguien fuera tan idiota como para vivir en una bola. Quizá fuera una maqueta, pero su brillo tenía algo que dijo a Esk que era real, probablemente muy grande y que, además, no estaba dentro de la esfera, al menos no en todos los sentidos.

Volvió a dejarla con todo cuidado y examinó un bloque de diez caras en el cual flotaba un mundo mucho más aceptable. Tenía la forma de disco acostumbrada, pero en vez de Catarata Periférica había un muro de hielo, y en vez de Eje había un árbol gigantesco, tan grande que sus raíces formaban cadenas montañosas.

Junto a él, un prisma contenía otro disco que giraba lentamente, rodeado de diminutas estrellas. Éste no tenía muros de hielo, sino un hilo rojo y dorado que, visto desde más cerca, resultaba ser una serpiente…, una serpiente tan grande como para rodear todo un mundo. Por razones que ella sabría, se estaba mordiendo su propia cola.

Con curiosidad, Esk dio vueltas y más vueltas al prisma, advirtiendo que el disquito del interior permanecía estable.

Simón dejó escapar una risita. Esk depositó el disco-serpiente en el suelo y miró cautelosamente por encima de su hombro.

El chico tenía en la mano una pequeña pirámide de cristal. Dentro había estrellas y, de vez en cuando, la agitaba para que se movieran como copos de nieve al viento, antes de volver a sus lugares correspondientes. Entonces, dejaba escapar una risita.

Y más allá de las estrellas…

Era el Mundodisco. Una Gran A’Tuin no mayor que un platito avanzaba cargada con un mundo que más bien parecía obra de un joyero enloquecido.

Reír, agitar. Reír, agitar, reír. El cristal ya presentaba finísimas grietas.

Esk miró los ojos inexpresivos de Simón, y luego los rostros hambrientos de las Cosas más cercanas. Avanzó unos pasos, le arrebató la pirámide de las manos y echó a correr.

Las Cosas no se inmutaron cuando corrió hacia ellas, casi doblada por la mitad, abrazando la pirámide contra su pecho. Pero, de repente, sus pies ya no corrían sobre la arena, y se elevaba en el aire gélido, y una Cosa con cara de conejo ahogado se volvió lentamente hacia ella extendiendo una garra.

«No estás aquí —se dijo Esk—. Sólo es una especie de sueño, una de esas analogerías que dice Yaya. No te puede pasar nada. Todo son imaginaciones. No te puede pasar absolutamente nada, lo que ves está dentro de tu mente.»

Se preguntó si la Cosa lo sabría.

La garra la había atrapado en el aire, y la cara de conejo se abrió como una piel de plátano. No tenía boca, sólo un agujero oscuro, como si la Cosa no fuera en realidad más que una abertura a una dimensión todavía peor, un lugar en el que la arena gélida y la luz de luna sin luna parecerían una alegre tarde en la playa por comparación.

Esk se aferró a la pirámide del Disco y, con la mano libre, golpeó la garra que la rodeaba. No surtió el menor efecto. La oscuridad se cernió sobre ella, una puerta hacia el fin.

La niña le dio una patada con todas sus fuerzas.

Que no fue muy fuerte, dadas las circunstancias. Pero cuando su pie asestó el golpe, hubo una explosión de chispas blancas y una especie de «pop»… que habría sido una explosión mucho más satisfactoria si el escaso aire del lugar no hubiera absorbido el sonido.

La Cosa chirrió como una sierra que acabara de encontrarse con un clavo viejo y olvidado en el interior de un tablón. Las demás dejaron escapar un zumbido como un eco.

Esk le propinó otra patada, y la Cosa chilló y la dejó caer en la arena. La niña tuvo la inteligencia necesaria para rodar sobre sí misma, protegiendo el pequeño mundo contra ella, porque hasta en sueños un tobillo roto es muy doloroso.

La Cosa se irguió insegura sobre ella. Esk entrecerró los ojos. Con mucho cuidado, dejó el mundo en el suelo, golpeó a la Cosa con todas sus fuerzas más o menos en el lugar donde estarían sus espinillas en el caso de que hubiera espinillas bajo aquella capa, y volvió a coger el mundo con un movimiento rápido.

La criatura aulló, se dobló por la mitad y luego se derrumbó como un saco de perchas. Cuando chocó contra el suelo, se desparramó como una masa de miembros desencajados. La cabeza rodó un cierto trecho antes de detenerse.

«¿Ya está? —pensó Esk—. ¿Casi no pueden ni andar? ¿Cuando los golpeas, se derrumban?»

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