Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Esk había descubierto demasiado tarde que la mente da forma al cuerpo, que un Préstamo es una cosa, y que el sueño de adoptar otra encarnación llevaba incluido su propia penitencia.

Yaya se sentó y se meció. Sabía que no sabía qué hacer. Desenmarañar las mentes enredadas estaba fuera del alcance de su poder, fuera del alcance del poder de cualquier residente en las Montañas del Carnero, fuera del alcance incluso…

No hubo sonido alguno, quizá fue un cambio en la textura del aire. Alzó la vista hacia el cayado, que se había resignado a volver a la casa.

—No —dijo Yaya con firmeza.

¿Para quién lo he dicho? —pensó—. ¿Para mí? Ahí dentro hay poder, pero no mi tipo de poder. Pero no tengo ningún otro a mano. Y quizá sea ya demasiado tarde. Puede que siempre haya sido demasiado tarde.

Volvió a entrar en la cabeza del pájaro para disipar el terror del animal. Éste se dejó coger y reposó en la muñeca de la anciana, con las garras tan apretadas como para hacerle sangre.

Yaya cogió el cayado y subió al piso de arriba, donde Esk yacía en la pequeña cama del dormitorio.

Hizo que el pájaro se posara en la cabecera, y se concentró en el cayado. Las tallas volvieron a cambiar ante sus ojos, sin permitirle ver su auténtica forma.

Yaya sabía utilizar el poder, pero también sabía que para ello dependía de presiones sutiles con las que hacer maniobrar las cosas. Ella no lo habría dicho así, por supuesto…, habría dicho que siempre había una palanca si sabías dónde buscarla. El poder del cayado era rudo, salvaje, magia pura destilada a partir de las fuerzas que movían el universo.

No sería gratis. Y Yaya conocía la magia de magos lo suficiente como para estar segura de que el precio sería alto. Pero, si te preocupa el precio, ¿para qué entras en la tienda?

Carraspeó, preguntándose qué demonios tenía que hacer a continuación. Quizá si…

El poder la golpeó como un ladrillo lanzado con buena puntería. Tan clara fue la sensación de que la dominaba y la elevaba, que se sorprendió al mirar hacia abajo y descubrir sus pies firmemente apoyados en el suelo. Trató de dar un paso hacia adelante, y las descargas de magia hicieron crepitar el aire a su alrededor. Se apoyó en la pared, y al instante los viejos tablones se estremecieron y florecieron. Un ciclón de magia recorrió la habitación, levantando el polvo y dándole por un instante formas aterradoras. La jarra y la jofaina con los dibujos de rosas se hicieron pedazos. Bajo la cama, el tradicional tercer miembro del trío de porcelana se convirtió en algo horrible que escapó a toda velocidad.

Yaya abrió la boca para lanzar un juramento, pero se lo pensó mejor cuando las palabras brotaron de su boca convertidas en nubéculas multicolores.

Bajó la vista hacia Esk y el águila, que parecían ajenas a todo aquel jaleo, e intentó concentrarse. Se deslizó dentro de la cabeza del animal, y vio de nuevo las hebras de mente, los hilos plateados tan densamente tejidos en torno a los purpúreos que ambos formaban una sola cosa. Pero ahora veía también los extremos de las hebras, y el punto exacto en el que un tirón juicioso empezaría a desenmarañarlas. Era tan obvio que se oyó a sí misma reír, antes de que el sonido adoptara matices anaranjados y rojos, y desapareciera en el techo.

Pasó el tiempo. Pese al poder que palpitaba en su cabeza, era un trabajo dolorosamente arduo, como hacer punto a la luz de la luna. Pero, al final, consiguió hacerse con un puñado de plata. En el mundo lento y pesado en que parecía encontrarse ahora, lanzó la madeja pausadamente hacia Esk. Se convirtió en una nube, giró como un remolino, y desapareció.

Era consciente de un sonido agudo, y atisbo sombras por el rabillo del ojo. Bueno, a todo el mundo le sucedía, tarde o temprano.

Habían llegado, atraídas como siempre por una descarga de magia. Sólo había que aprender a no hacerles caso.

* * *

Yaya despertó cuando la brillante luz del sol le dio en los ojos. Estaba derrumbada junto a la puerta, y todo su cuerpo se sentía como si le dolieran las muelas.

Extendió una mano a ciegas, dio con el borde del pedestal de la jofaina, y consiguió sentarse. No se sorprendió demasiado al ver que tanto la jarra como la jofaina estaban exactamente igual que siempre. Pero la curiosidad se sobrepuso al dolor, y echó un rápido vistazo bajo la cama para asegurarse de que, sí, nada había cambiado.

El águila seguía posada en la cabecera de la cama. Sobre el colchón, Esk dormía, y Yaya vio que era un sueño auténtico, no la quietud de un cuerpo vacío.

Ahora, sólo cabía esperar que la niña no despertara con un deseo irresistible de cazar ratones.

Llevó al dócil pájaro al piso de abajo y lo liberó ante la puerta trasera. Voló pesadamente hasta el árbol más cercano, donde se posó para descansar. El pájaro tenía la sensación de que alguien le había jugado una mala pasada, pero no podría recordar por qué ni aunque lo matasen.

* * *

Esk abrió los ojos y contempló el techo durante largo rato. A lo largo de los meses, se había ido familiarizando con cada bulto y grieta del yeso, que creaban un paisaje fantástico en el que ella había hecho residir a una compleja civilización.

Los sueños le zumbaban en la mente. Sacó un brazo de entre las sábanas, y se preguntó por qué no estaría cubierto de plumas. Era muy extraño.

Apartó las mantas, sacó las piernas por el borde de la cama, extendió las alas al viento y planeó sobre el mundo…

El golpe contra el suelo del dormitorio hizo subir a Yaya, quien la tomó en sus brazos y la estrechó cuando el terror la invadió. Yaya se meció adelante y atrás sobre los talones, emitiendo ruiditos tranquilizadores.

Esk alzó la vista para mirarla. Su rostro era una máscara de terror.

—¡Sentí como yo misma desaparecía!

—Sí, sí. Ya estás bien —murmuró la anciana.

—¡No lo entiendes! ¡Ni siquiera recordaba mi nombre! —gritó Esk.

—Pero ahora sí lo recuerdas.

La niña titubeó.

—Sí —dijo al final—. Sí, claro. Ahora, sí.

—Entonces, no pasa nada.

—Pero…

Yaya suspiró.

—Has aprendido algo —dijo.Le pareció conveniente poner voz más dura—. Dicen que un poco de conocimiento es peligroso, pero no tanto como mucha ignorancia.

—Pero ¿qué sucedió?

—Te pareció que un Préstamo no era suficiente. Pensaste que estaría bien robarle el cuerpo a alguien. Pero tienes que saber que un cuerpo es como…, como un molde para gelatina. Da forma a su contenido, ¿entiendes? No puedes tener mente de niña en un cuerpo de águila. Al menos, no por mucho tiempo.

—¿Me convertí en águila?

—Sí.

—¿No era yo en absoluto?

Yaya lo meditó un momento. Siempre tenía que hacer una pausa cuando las conversaciones con Esk la llevaban más allá de los límites del vocabulario propio de una persona decente.

—No —respondió al final—. Al menos, no en el sentido que tú quieres decir. Sólo eras un águila que quizá a veces tenía sueños extraños. Como cuando tú sueñas que vuelas…, quizá ella recordaría que caminaba y hablaba.

—Urgh.

—Pero, ahora, todo ha terminado —dijo Yaya, obsequiándola con una breve sonrisa—. Vuelves a ser tú misma, y el águila ha recuperado su mente. Está posada en el haya grande, junto al excusado. Quiero que le lleves algo de comer.

Esk hizo girar los talones, mirando hacia un punto indefinido detrás de la cabeza de la anciana.

—Había algunas cosas raras —dijo con tono tranquilo.

Yaya se dio media vuelta.

—Quiero decir…, en una especie de sueño, vi cosas —siguió Esk.

La conmoción de la anciana era tan evidente que titubeó, temerosa de haber dicho algo malo.

—¿Qué clase de cosas? —se limitó a preguntar Yaya.

—Una especie de criaturas grandes, de toda clase de formas. Estaban sentadas, no hacían nada.

—¿Estaba oscuro? O sea, esas Cosas ¿estaban en la oscuridad?

—Me parece que había estrellas. ¿Yaya?

Yaya Ceravieja miraba fijamente la pared.

—¿Yaya? —repitió Esk.

—¿Mmm? ¿Sí? Ah. —Yaya se recuperó de la conmoción—. Sí. Ya veo. Bueno, baja y coge la panceta que hay en la despensa, quiero que se la pongas al águila, ¿entiendes? Tampoco estará de más que le des las gracias. Nunca se sabe.

Cuando Esk volvió, Yaya estaba untando mantequilla en grandes rebanadas de pan. La niña acercó un taburete a la mesa, pero la anciana le hizo una señal con el cuchillo.

—Lo primero es lo primero. Levántate. Mírame.

Esk obedeció, asombrada. Yaya colgó el cuchillo de la tabla y sacudió la cabeza.

—Rayos —dijo al mundo en general—. No sé cómo lo hacen. Debe de haber alguna clase de ceremonia. Conozco a los magos, seguro que hacen cosas complicadas…

—¿A qué te refieres?

Yaya pareció no escucharla, y se dirigió al rincón oscuro junto al aparador.

—Seguramente deberías meter un pie en un cubo de gachas frías, ponerte un guante y hacer ese tipo de cosas —siguió—. Yo no quería hacer esto, pero Ellos me obligan.

—¿De qué hablas, Yaya?

La anciana bruja sacó el cayado de entre las sombras, y lo agitó vagamente ante Esk.

—Ten. Es tuyo. Cógelo. Sólo espero estar haciendo lo correcto.

En realidad, la entrega del cayado a un aprendiz de mago suele ser una ceremonia impresionante, sobre todo si el cayado había pertenecido a un mago viejo. La tradición impone una prueba larga y aterradora llena de máscaras, capuchas, espadas y juramentos terribles sobre gente cuya lengua será arrancada, cuyas entrañas serán devoradas por pájaros salvajes, cuyas cenizas serán lanzadas a los ocho vientos, etcétera. Y, tras unas horas de cosas así, el aprendiz entra en la hermandad de los Sabios e Iluminados.

También suele haber un discurso muy largo. Por pura casualidad, Yaya repitió lo esencial en dos palabras.

Esk cogió el cayado y lo examinó.

—Es muy bonito —dijo, insegura—. Las tallas son preciosas. ¿Para qué sirve?

—Siéntate. Y, por una vez, escucha bien. El día en que naciste…

* * *

—…y, más o menos, eso es todo.

Esk miró atentamente el cayado, y luego clavó la vista en Yaya.

—¿Tengo que ser mago?

—Sí. No. No lo sé.

—Eso no es respuesta, Yaya —le reprochó Esk—. ¿Sí o no?

—Las mujeres no pueden ser magos —se limitó a responder Yaya—. Va contra la naturaleza. Es como si una mujer fuera herrero.

—La verdad es que he visto a papá trabajando, y no veo por qué…

—Mira —se apresuró a interrumpirla Yaya—, no puede haber mujeres mago igual que no puede haber hombres bruja, porque…

—He oído hablar de brujos —insistió Esk.

—¡Hechiceros!

—Me parece que sí.

—No hay hombres brujos, sólo hombres idiotas —se acaloró la anciana—. Si los hombres fueran brujos, no serían magos. Es cuestión de… —Se palmeó la frente—. Cabezología. De cómo funciona tu mente. La mente de un hombre no es como la nuestra. Su magia está llena de números, ángulos, filos y lo que hacen las estrellas, como si tuviera importancia. Es todo poder, es todo… —Yaya se detuvo y saboreó su palabra favorita para describir todo lo que detestaba de los magos—. Jometría.

—Entonces, perfecto —dijo Esk, aliviada—. Me quedaré aquí y aprenderé brujería.

—Se dice fácil —replicó Yaya, sombría—. No creo que puedas.

—¡Pero si acabas de decir que las mujeres no pueden ser magos, ni al revés!

—Es cierto.

—Entonces —zanjó Esk con tono triunfal—, todo resuelto, ¿no? Tengo que ser bruja.

Yaya señaló el cayado. Esk se encogió de hombros.

—No es más que un palo viejo.

Yaya sacudió la cabeza. Esk parpadeó.

—¿No?

—No.

—¿Y no podré ser bruja?

—No sé qué podrás ser. Coge el cayado.

—¿Qué?

—Que cojas el cayado. Mira, he puesto leña en la chimenea. Enciéndela.

—La yesca está… —empezó Esk.

—En cierta ocasión, me dijiste que había mejores maneras de encender fuego. Demuéstramelo.

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