Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Amschat la miró, pensativo. Esk pensó que quería que continuara.

—A Yaya no le gusta que la gente se quede de brazos cruzados —explicó—. Dice que a una niña que sabe hacer cosas nunca le faltará una manera de ganarse la vida.

—O de ganarse un marido —asintió Amschat débilmente.

—La verdad es que Yaya tiene algunas opiniones al respecto…

—Me lo imaginaba.

El hombre miró a su esposa mayor, quien asintió de manera casi imperceptible.

—Muy bien —dijo—, si haces algo útil, puedes quedarte. ¿Sabes tocar algún instrumento musical?

Esk le devolvió la mirada sin pestañear.

—Probablemente.

* * *

Y así fue como Esk, con mínimas dificultades y sólo un poco de nostalgia, abandonó las Montañas del Carnero y su clima, y se unió a los zoones en su gran expedición comercial Ankh abajo.

Había por lo menos treinta barcazas, en cada una de las cuales residía como mínimo una numerosa familia zoon, y no había dos botes que llevaran el mismo cargamento. Muchos de ellos estaban unidos mediante cuerdas, de manera que los zoones sólo tenían que tirar de las sogas y pasar caminando a la cubierta contigua si querían compañía.

Esk se instaló entre los vellones. Eran cálidos y olían casi como la casa de Yaya. Y, mucho más importante, allí nadie la molestaba.

Empezaba a estar un poco preocupada por la magia.

Apenas podía controlarla. Ella no hacía magia, la magia tenía lugar a su alrededor. Y tenía la sensación de que a la gente no le gustaría.

Aquello significaba que, si fregaba, se veía obligada a hacer un poco de ruido y chapotear para ocultar el hecho de que los platos se estaban lavando solos. Si remendaba algo, tenía que hacerlo en algún lugar recóndito de la cubierta, para que nadie viera que los bordes del agujero se juntaban como por…, como por arte de magia. La noche de su segunda jomada de viaje, se despertó y se dio cuenta de que la lana en torno al lugar donde había escondido su cayado se había hilado, cardado y enroscado por sí misma, para formar pulcras madejas.

Se quitó de la cabeza cualquier intención de encender fuegos.

Pero también había compensaciones. Cada perezoso recodo del gran río lodoso traía nuevos paisajes. Había tramos sombríos que pasaban por lo más profundo de los bosques, y en ellos las barcazas viajaban por el mismo centro del río, con todos los hombres armados y las mujeres escondidas…, menos Esk, que escuchaba con toda atención los bufidos y risitas despectivas que les llegaban de entre los arbustos de las orillas. Otros tramos del río pasaban por terrenos cultivados. Vieron ciudades mucho más grandes que Ohulan. Hasta vieron algunas montañas, aunque eran viejas y pulidas, no jóvenes y abruptas como las suyas. No era que tuviera nostalgia, al menos no exactamente, pero a veces se sentía como si ella misma fuera un bote, parte de una caravana infinita, pero siempre anclado.

Las barcazas se detuvieron en algunas ciudades. Por tradición, los únicos que bajaban a la orilla eran los hombres, y sólo Amschat, con su sombrero ceremonial de Mentir, hablaba con los no zoones. Esk solía ir con él. El hombre trató de indicarle sutilmente que debería obedecer las leyes no escritas de la vida zoon y quedarse a bordo, pero para Esk una indicación sutil era como un picotazo de mosquito para un rinoceronte: ya estaba aprendiendo que, si no haces caso de las leyes, la mitad de las veces la gente las reescribe para que no se apliquen a ti.

Además, a Amschat le parecía que, cuando Esk estaba con él, siempre conseguía buenos precios. Aquella niñita mirando con decisión desde detrás de sus piernas tenía un algo que hacía que hasta a los mercaderes más curtidos les entrara prisa por cerrar los tratos. De hecho, empezaba a preocuparse. Cuando un cambista de la ciudad amurallada de Zemfis le ofreció una bolsa de gemas ultramarinas a cambio de un centenar de vellones, una vocecita resonó a la altura de sus bolsillos.

—No son gemas ultramarinas.

—¡Escucha lo que dice la niña! —sonrió el cambista.

Con solemnidad, Amschat examinó una de las piedras.

—Ya estoy escuchando —dijo—. Y parecen gemas ultramarinas. Tienen el brillo y la vibración adecuados.

Esk sacudió la cabeza.

—No son más que espirclos —dijo.

Había hablado sin pensar, y se arrepintió al momento. Los dos hombres la miraron.

Amschat hizo girar la gema en la palma de su mano. Conocía el truco tradicional de colocar unos cuantos espirclos camaleónicos en una caja con algunas gemas auténticas para que parecieran cambiar de color, pero aquéllas tenían el auténtico fuego azul en su interior. Miró atentamente al cambista. Amschat había recibido un buen entrenamiento en el arte de Mentir. Ahora que se paraba a pensar, percibía en él los sutiles signos.

—Parece que hay ciertas dudas —dijo—, pero podemos resolverlas fácilmente, sólo tenemos que llevarlas al aquilatador de la calle del Pino, porque todo el mundo sabe que los espirclos se disuelven en el fluido hipáctico, ¿eh sí?

El cambista vaciló. Amschat había cambiado de postura ligeramente, y sus músculos le sugirieron que cualquier movimiento brusco tendría como resultado un buen golpe contra el suelo. Y la condenada niña le seguía mirando como si pudiera ver el fondo de su mente. Le fallaron los nervios.

—Lamento esta desafortunada discusión —dijo—. Yo he aceptado las gemas ultramarinas de buena fe, pero, antes de causar más desacuerdos entre nosotros, te ruego que las aceptes como…, como regalo. En cuanto a los vellones, ¿puedo ofrecerte a cambio esta rosetona de primera calidad?

Sacó una piedrecita roja de una pequeña bolsa de terciopelo. Amschat apenas la miró: sin apartar los ojos del hombre, se la entregó a Esk, quien asintió.

Cuando el mercader se marchó apresuradamente, Amschat cogió a Esk por la mano y casi la arrastró hasta el tenderete del aquilatador, que era poco más que un nicho en la pared. El anciano escuchó la explicación apresurada de Amschat, cogió la más pequeña de las piedras azules y la sumergió en una fuente llena de fluido hipáctico. La gema desapareció.

—Muy interesante —dijo.

Cogió otra de las piedras con unas pinzas y la examinó bajo un cristal.

—Son espirclos, desde luego, pero unos espirclos excelentes —afirmó—. Tienen cierto valor, yo mismo podría ofrecerte…, ¿qué le pasa a esa niña en los ojos?

Amschat dio un codazo a Esk, quien dejó de intentar otra Mirada.

—Podría ofrecerte… ¿digamos dos zats de plata?

—Digamos mejor cinco —respondió Amschat en tono amable.

—Y yo quiero quedarme con una de las piedras —intervino Esk.

El anciano se llevó las manos a la cabeza.

—¡Pero si no son más que objetos raros! —exclamó—. ¡Sólo tienen valor para un coleccionista!

—Un coleccionista podría venderlos a algún crédulo como rosetonas o ultramarinas —indicó Amschat—. Sobre todo si es el único aquilatador de la ciudad.

El aquilatador gruñó un poco, pero por último acordaron un precio de tres zats, junto con uno de los espirclos colgado de una cadenita de plata para Esk.

Cuando se hubieron alejado, Amschat le tendió las pequeñas monedas de plata.

—Son tuyas —dijo—. Te las has ganado. Pero… —Se agachó hasta que sus ojos estuvieron a la altura de los de la niña—. Pero tienes que decirme cómo supiste que las gemas eran falsas.

Parecía preocupado, y Esk presintió que no le gustaría saber la verdad. La magia hacía que la gente se sintiera incómoda. A Amschat no le gustaría que dijera: los espirclos son espirclos, las ultramarinas son ultramarinas, y aunque creas que son iguales no lo son, lo que pasa es que la gente no sabe usar los ojos. Nada puede disfrazar del todo su auténtica naturaleza.

—Los enanos tienen minas de espirclos cerca del pueblo donde nací —dijo en vez de eso—, allí aprendemos pronto a ver esa manera rara en que reflejan la luz.

Amschat la miró a los ojos. Luego, se encogió de hombros.

—Muy bien —dijo—. De acuerdo. Bueno, tengo más cosas que hacer. ¿Por qué no vas a comprarte ropa nueva, o algo así? Te aconsejaría que tuvieras cuidado con los vendedores tramposos, pero me parece que no te causarán problemas.

Esk asintió. Amschat se alejó a zancadas por el mercado. Fue a doblar la esquina, se volvió para mirarla pensativo, y luego desapareció entre la multitud.

«Bueno, así que se ha acabado la navegación —pensó Esk—. No está del todo seguro, pero a partir de ahora me vigilará, y antes de que me dé cuenta me habrán quitado el cayado y habrá montones de problemas. ¿Por qué la gente se molesta tanto por la magia?»

Dejó escapar un filosófico suspiro y se dedicó a explorar las posibilidades de la ciudad.

Pero quedaba la cuestión del cayado. Esk lo había escondido entre los vellones, dado que aún no iban a descargarlos. Si volvía a por él, empezarían a hacerle preguntas, y no sabía las respuestas.

Encontró un callejón adecuado y se coló por él hasta llegar a un portal que le proporcionó la intimidad necesaria.

Si no podía volver, sólo quedaba una posibilidad. Extendió una mano y cerró los ojos.

Sabía exactamente lo que quería hacer, lo veía con toda claridad. El cayado no debía acudir volando por los aires, destrozando la barcaza y llamando la atención. Lo que deseaba, se dijo, era un pequeño cambio en la organización del mundo. Que no fuera un mundo en el que el cayado se encontrara entre los vellones, sino en su mano. Un pequeño cambio, una alteración infinitesimal en el Estado de las Cosas.

Si Esk hubiera aprendido magia de manera apropiada, habría sabido que era imposible. Cualquier mago sabía mover las cosas, jugar con los protones y de ahí para arriba, pero lo más importante de mover algo de A a Z, según la física elemental, era que en un momento u otro tenía que pasar por el resto del abecedario. La única manera de hacer que algo desapareciera en A y reapareciera en Z, sería dar de lado a toda la realidad. Los problemas que provocaría esto serían inimaginables.

Pero claro, Esk no había aprendido magia, y todo el mundo sabe que un ingrediente vital del éxito es no saber que lo que intentas es imposible.

Mientras Esk intentaba mover el cayado, las ondas concéntricas se dispersaron en el éter mágico, cambiando el Mundodisco en miles de detalles. La mayoría pasaron desapercibidos. Quizá unos cuantos granos cambiaron de posición en las playas, o alguna que otra hoja colgó de su árbol de manera diferente que hasta entonces. Pero cuando la primera oleada de probabilidad chocó contra los límites de la Realidad y rebotó contra las que le seguían, provocó remolinos pequeños, pero importantes, en el tejido mismo de la existencia. El tejido de la existencia puede tener remolinos, porque es un tejido bien extraño.

Esk no sabía nada de todo esto, por supuesto, pero quedó satisfecha cuando el cayado apareció de la nada en su mano.

Estaba caliente.

Lo miró durante un rato. Tenía la sensación de que debería hacer algo al respecto: era demasiado grande, demasiado evidente, demasiado molesto. Llamaba la atención.

—Si quiero llevarte a Ankh-Morpork —dijo, pensativa—, tendré que disfrazarte.

Las últimas chispas de magia revolotearon en torno al cayado, que luego quedó oscuro.

Esk resolvió el problema más inmediato cuando dio con un tenderete en el centro de Zemfis donde se vendían escobas. Compró la más grande, la llevó al portal que tan bien la había acogido antes, quitó el palo y clavó el cayado entre las cerdas. No le parecía bien tratar de aquella manera a tan noble objeto, y le dirigió una muda disculpa.

Pero cumplió su objetivo: nadie se paraba a mirar a una niñita con una escoba.

Se compró una empanada muy especiada para comer mientras exploraba. El vendedor se equivocó descuidadamente, en su propio beneficio, al darle el cambio, y sólo más adelante se dio cuenta de que le había dado sin querer dos monedas de plata de más. Por añadidura, durante la noche las ratas se comieron todas sus provisiones, y a su abuela le cayó un rayo encima.

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