Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Llegó a la parte trasera de su casa en la penumbra de la noche. Al menos, su cuerpo estaba descansado tras haber echado un sueñecito en el heno, y Yaya tenía la esperanza de pasar unas cuantas horas en la mecedora, ordenando sus pensamientos. Era el momento adecuado, cuando la noche aún no había terminado pero el día no había empezado realmente, para que los pensamientos brotaran claros, nítidos y sin disfraz. Era…

El cayado estaba apoyado contra la pared, junto al aparador.

Yaya se quedó rígida.

—Ya veo —dijo al fin—. Así están las cosas, ¿eh? ¡Y en mi propia casa!

Moviéndose con toda lentitud, se dirigió hacia el rincón de la chimenea, puso un par de troncos sobre las brasas y bombeó con el fuelle hasta que las llamas rugieron en la chimenea.

Cuando quedó satisfecha, se dio la vuelta, murmuró entre dientes unos cuantos hechizos de protección por si acaso, y agarró el cayado. El cayado no se resistió, y la anciana casi cayó de espaldas. Pero ahora lo tenía en las manos, sentía su cosquilleo, el crepitar de la magia en su interior, y se echó a reír.

Así de sencillo. El trasto no pensaba pelear.

Murmurando una maldición contra los magos y contra todo lo que hacían, levantó el cayado por encima de su cabeza y lo golpeó con todas sus fuerzas contra los troncos ardientes, en la parte más caliente del fuego.

Esk gritó. El sonido retumbó a través del suelo del dormitorio, y taladró toda la casa.

Yaya estaba vieja, cansada, y no muy segura de nada después de un largo día, pero para sobrevivir una bruja necesita la habilidad de sacar conclusiones a toda velocidad, y para cuando miró el cayado y oyó el grito sus manos estaban cogiendo la gran tetera negra. La vació sobre el fuego, sacó el cayado de la nube de vapor, y corrió escalera arriba, aterrada con sólo pensar en lo que podía encontrarse.

Esk estaba sentada en la estrecha cama, ilesa, pero gritando. Yaya cogió a la niña en sus brazos y trató de consolarla. No estaba muy segura de cómo se hacía, pero un palmeo distraído en la espalda y sonidos vagamente tranquilizadores parecieron surtir efecto: los gritos se convirtieron en gemidos, y luego en sollozos. De cuando en cuando, Yaya captaba palabras como «fuego» o «quema», y apretó los labios.

Por último, dejó a la niña en la cama, la arropó y bajó silenciosamente por la escalera.

El cayado volvía a estar apoyado contra la pared. No se sorprendió al advertir que el fuego no le había dejado la menor marca.

Yaya giró la mecedora para sentarse frente a él, y se sentó con la barbilla apoyada en la mano y un gesto de sombría decisión.

Al momento, la silla empezó a mecerse por su propio impulso. Fue el único sonido en un silencio que se espesó e invadió la habitación como una niebla terrible y oscura.

A la mañana siguiente, antes de que Esk se levantara, Yaya escondió el cayado en la techumbre de paja, donde no pudiera hacer daño.

Esk devoró su desayuno y bebió una jarra de leche de cabra, sin el menor atisbo de los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas. Era la primera vez que estaba en casa de Yaya durante más tiempo que el de una visita breve y, mientras la anciana lavaba los platos y ordeñaba a las cabras, aprovechó al máximo el permiso implícito para explorar.

Descubrió que, en aquella casa, las cosas no iban del todo bien. Por ejemplo, estaba el asunto de los nombres de las cabras.

—¡Pero tienen que tener nombres! —dijo—. ¡Todo tiene un nombre!

Yaya la miró desde detrás de la cabra, mientras la leche caía en la cubeta.

—Supongo que tienen nombre en cabra —aventuró—. ¿Para qué quieren otro en humano?

—Bueno… —empezó Esk. Se detuvo y meditó un momento—. Entonces, ¿cómo consigues que hagan lo que quieres?

—Hacen lo que quieren ellas, y cuando me necesitan, balan.

Con gesto serio, Esk dio a la cabra una brizna de heno. Yaya la miró, pensativa. Las cabras tenían nombres cuando hablaban entre ellas, como bien sabía: estaba la «cabra que es hija mía», «cabra que es mi madre», «cabra que es la jefa del rebaño», junto con otra media docena de nombres, el más corriente de los cuales era «cabra que es esta cabra». Tenían un complicado sistema de jerarquías, y cuatro estómagos, y un sistema digestivo muy ajetreado en las noches silenciosas, así que Yaya siempre había considerado que ponerles nombres como «Blanquita» era insultar a un animal noble.

—¿Esk? —dijo, tomando una decisión.

—¿Sí?

—¿Qué quieres ser de mayor?

Esk no supo qué decir.

—No lo sé.

—Bueno —insistió Yaya, sin dejar de ordeñar—, ¿qué crees que harás cuando seas mayor?

—No lo sé. Supongo que me casaré.

—¿Te apetece?

Los labios de Esk empezaron a fruncirse por tercera vez en torno a la N, pero advirtió la mirada de Yaya, e hizo una pausa para pensar.

—Todos los adultos que conozco están casados —dijo por fin. Pensó un momento más—. Menos tú —añadió cautelosamente.

—Cierto —asintió Yaya.

—¿Tú no querías casarte?

Ahora le tocó a Yaya el turno de pensar.

—La verdad, nunca se me ocurrió —dijo por último—. Tenía demasiadas cosas que hacer.

—Papá dice que eres una bruja —señaló Esk, abusando de su suerte.

—Lo soy.

Esk asintió. En las Montañas del Carnero, las brujas tenían un estatus similar al de las monjas, los recaudadores de impuestos o los limpiadores de letrinas en otras culturas: se las respetaba, a veces se las admiraba, generalmente se las aplaudía por hacer un trabajo necesario, pero la gente no se sentía a gusto cuando las tenía cerca.

—¿Te gustaría aprender brujería? —preguntó Yaya.

—¿Quieres decir magia?

Los ojos de Esk se iluminaron.

—Sí, magia. Pero no magia de fuegos artificiales. Magia de verdad.

—¿Puedes volar?

—Hay cosas mejores que volar.

—¿Y yo puedo aprenderlas?

—Si tus padres te dejan, sí.

Esk suspiró.

—Mi padre no me dejará.

—En ese caso, hablaré con él —aseguró Yaya.

* * *

—¡Escúchame bien, Gordo Herrero!

Herrero retrocedió en la forja, con las manos semialzadas como para guardarse de la ira de la anciana. Ella avanzó hacia él, sacudiendo un dedo en gesto amenazador.

—Yo te traje al mundo, estúpido, y no tienes más sentido común ahora que entonces.

—Pero… —trató de defenderse Herrero al tiempo que esquivaba el yunque.

—¡La magia la encontró! ¡Magia de mago! No es la magia adecuada, ¿entiendes? ¡No estaba destinada para ella!

—Sí, pero…

—¿Tienes la menor idea de lo que puede hacer?

Herrero se hundió.

—No.

Yaya se detuvo y se calmó un poco.

—No —repitió en tono más suave—. Claro que no la tienes.

Se sentó en el yunque e intentó pensar con tranquilidad.

—Mira, la magia tiene una especie de… vida propia. Eso no importa, porque… el caso es que la magia de magos… —Alzó la vista, se encontró con el enorme rostro desconcertado, y probó otro enfoque—. ¿Sabes lo que es la sidra?

Herrero asintió. Ahora se sentía en terreno más seguro, aunque no sabía muy bien adónde le conduciría.

—Y luego viene el aguardiente de manzana —siguió la bruja.

El herrero asintió de nuevo. En Culo de Mal Asiento, todo el mundo hacía aguardiente de manzana en invierno, mediante el sistema de dejar cubos de sidra en el exterior durante la noche y quitar el hielo hasta que sólo quedaba un pequeño resto de alcohol.

—Puedes beber mucha sidra y te sienta bien, ¿verdad?

Nuevo asentimiento.

—Pero el aguardiente de manzana se bebe en esos vasitos pequeños, se toma poco y sólo de vez en cuando, porque va directo a la cabeza.

El herrero volvió a asentir y, consciente de que no estaba contribuyendo mucho a la conversación, añadió:

—Es cierto.

—Ahí está la diferencia.

—¿Qué diferencia?

Yaya suspiró.

—La diferencia entre la magia de bruja y la magia de mago —dijo—. A ella la ha encontrado, y si no la controla, Otros la controlarán. La magia puede ser una especie de puerta, y al otro lado hay Cosas desagradables. ¿Lo entiendes?

El herrero asintió una vez más. No comprendía nada, pero supuso con toda sensatez que, si Yaya se daba cuenta, entraría en horribles detalles.

—La niña tiene una mente fuerte, y quizá tarden —siguió—. Pero, tarde o temprano, la desafiarán.

Herrero cogió un martillo de su mesa, lo miró como si fuera la primera vez que lo veía, y volvió a dejarlo.

—Pero —se atrevió a intervenir—, si tiene magia de mago, aprender brujería no servirá de nada, ¿verdad? Dices que son diferentes.

—Las dos son magias. Si no sabes cabalgar sobre un elefante, al menos aprende a montar a caballo.

—¿Qué es un elefante?

—Una especie de tejón —respondió Yaya.

Si hubiera ido por ahí admitiendo su ignorancia, no habría conservado su credibilidad durante cuarenta años.

El herrero suspiró. Sabía que estaba derrotado. Su esposa le había dejado bien claro que ella aprobaba la idea y, ahora que lo pensaba, tenía ciertas ventajas. Después de todo, Yaya no viviría eternamente, y no estaría mal ser el padre de la única bruja de la zona.

—De acuerdo —dijo.

Y así, mientras el invierno se daba media vuelta y comenzaba de mala gana la larga escalada hacia la primavera, Esk pasó días enteros con Yaya Ceravieja, aprendiendo brujería.

Que parecía consistir sobre todo en memorizar cosas.

Las lecciones eran bastante prácticas: limpiar la mesa de la cocina y Herboristería Básica; cepillar a las cabras y Propiedades de los Hongos; hacer la colada e Invocar a los Dioses Menores. Y siempre había que vigilar el gran caldero de la cocina y la Teoría y Práctica de la Destilación. Para cuando empezaron a soplar los cálidos vientos periféricos, y de la nieve no quedaron más que pequeños jirones blancos en el lado Eje de los árboles, Esk ya sabía cómo preparar toda una variedad de ungüentos, coñacs medicinales, infusiones especiales y pociones misteriosas que, según Yaya, aprendería a utilizar a su debido tiempo.

Lo que no había hecho era nada de magia.

—A su debido tiempo —repetía Yaya vagamente.

—¡Pero si soy una bruja!

—Aún no eres una bruja. Dime tres hierbas buenas para los intestinos.

Esk se puso las manos a la espalda, cerró los ojos y recitó:

—La flor del Guisantón Mayor, la raíz del Pantalón del Viejo, el tallo del Lirio de Agua Ensangrentada, la vaina del…

—Muy bien. ¿Dónde buscarías pepinillos de agua?

—En pozas estancadas, entre los meses de…

—Bien. Estás aprendiendo.

—¡Pero eso no es magia!

Yaya se sentó junto a la mesa de la cocina.

—La mayor parte de la magia no es magia —explicó—. Consiste sólo en conocer las hierbas adecuadas, en aprender a interpretar el clima y en saber qué cosas hacen los animales. Y las personas.

—¿Nada más? —se horrorizó Esk.

—¿Cómo que nada más? ¿Te parece poco? Pero sí, hay otras cosas.

—¿No puedes enseñármelas?

—A su debido tiempo. No hay necesidad de que te descubras ya.

—¿Descubrirme? ¿Ante quién?

Los ojos de Yaya volaron hacia las sombras que poblaban los rincones de la habitación.

—No importa.

Después, hasta esos últimos jirones de nieve desaparecieron, y los chaparrones primaverales azotaron las montañas. El aire del bosque empezó .a oler a hojas mohosas y a terebinto. Unas cuantas flores primerizas se enfrentaron a las noches gélidas, y las abejas empezaron a volar.

—Las abejas sí que son mágicas de verdad —dijo Yaya Ceravieja.

Levantó cautelosamente la tapa de la primera colmena.

—Tus abejas —siguió— son tu aguamiel, tu cera, tu miel… Tus abejas son algo maravilloso. Además, las gobierna una reina —añadió con tono de aprobación.

—¿No te pican? —preguntó Esk, algo rezagada.

Las abejas bullían en la colmena y cubrían la madera áspera de la caja.

—Casi nunca —respondió Yaya—. ¿No querías magia? Mira.

Metió una mano entre la masa de insectos, y emitió un tenue ruidito silbante que le salía del fondo de la garganta. La masa se movió, y una abeja mucho más grande que las otras subió entre sus dedos. Unas cuantas obreras la siguieron, acariciándola y ayudándola.

—¿Cómo lo has hecho? —se asombró Esk.

—Ah —dijo Yaya—. ¿Te gustaría saberlo?

—Sí, Yaya. Por eso te lo he preguntado —dijo Esk severamente.

—¿Crees que he utilizado magia?

Esk miró a la abeja reina. Alzó la vista hacia la bruja.

—No —respondió—. Creo que sabes muchas cosas de las abejas.

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