Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

La ciudad era más pequeña que Ohulan, y muy diferente, porque se encontraba en la conjunción de tres rutas mercantiles, aparte del río. La habían construido en torno a una gigantesca plaza, una especie de mezcla entre un permanente atasco de tráfico exótico y una aldea compuesta exclusivamente por tiendas de campaña. Los camellos coceaban a las mulas, las mulas coceaban a los caballos, y todos coceaban a los humanos. Era una barahúnda de colores, un caos de ruidos, una sinfonía nasal de olores, poblados por cientos de personas que se dedicaban con todas sus fuerzas a ganar dinero.

Una de las razones del jaleo era que, en extensas zonas del continente, otras personas preferían ganar dinero sin trabajar y, dado que en el Disco todavía no había surgido ninguna compañía discográfica, se veían obligados a recurrir a otras formas de robo más tradicionales.

Por extraño que parezca, solían requerir considerables esfuerzos. Hacer rodar rocas pesadas desde la cima de un acantilado para preparar una emboscada decente, cortar árboles para bloquear un camino, cavar un agujero con el fondo lleno de estacas y entrenar diariamente para manejar bien el puñal, eran actividades que exigían tanto esfuerzo físico y mental como otras profesiones aceptadas socialmente. De todos modos, seguía habiendo personas tan equivocadas como para soportar todo esto, por no hablar de las largas noches en sitios incómodos, sólo para conseguir cajas de gemas de lo más corriente.

Así que, en ciudades como Zemfis, las caravanas se dividían, se mezclaban y volvían a juntarse, y docenas de mercaderes se agrupaban para protegerse de los marginados sociales que poblaban los caminos. Esk, vagando sin que nadie le prestara atención, descubrió todo esto por el sencillo sistema de encontrar a alguien que pareciera importante y tirarle del dobladillo de su chaqueta.

El hombre que había elegido estaba contando balas de tabaco, y lo habría conseguido de no ser por la interrupción.

—¿Qué?

—Le he preguntado qué pasa aquí.

El hombre pensaba decirle: «Vete a molestar a otra persona». Pensaba darle un coscorrón. Así que se sorprendió mucho cuando se inclinó para hablar seriamente con una niña de cara sucia que llevaba una enorme escoba. Una escoba que, según pensó el hombre más tarde, también parecía prestar atención.

Le explicó lo de las caravanas. La niña asintió.

—¿La gente se reúne para viajar?

—Exacto.

—¿Adónde?

—A diferentes lugares. A Sto Lat, a Pseudópolis…, a Ankh-Morpork, por supuesto…

—Pero el río va allí —indicó Esk razonablemente—. Barcazas. Los zoones.

—Ah, sí —asintió el mercader—, pero cobran precios muy altos, no pueden llevarlo todo y, además, nadie confía en ellos.

—¡Pero si son muy honrados!

—Eh… sí —asintió—, pero ya sabes lo que dicen: nunca confíes en un hombre honrado.

Sonrió con gesto de entendido.

—¿Quién lo dice?

—Ya sabes. La gente —respondió, ahora con voz algo intranquila.

—Oh —asintió Esk. Pensó un momento—. La gente debe de ser muy tonta —dijo—, pero gracias de todas maneras.

La miró alejarse, y reanudó su cuenta. Un momento más tarde, sintió otro tirón en la chaqueta.

—Cincuentaysietecincuentaysietecincuentaysiete —dijo tratando de no perder la cuenta.

—Perdona que te moleste otra vez —dijo Esk—, pero esas balas…

—¿Qué les pasa cincuentaysietecincuentaysietecincuentaysiete?

—¿Es normal que tengan como gusanitos blancos?

—Cincuentaysie… ¿qué? —El mercader bajó su pizarra y miró a Esk—. ¿Qué gusanitos blancos?

—Unos que se retuercen —explicó Esk servicialmente—. Como cavando agujeros dentro de las balas.

—¿Lombriz del tabaco?

Contempló aterrado las balas que estaba descargando un vendedor… Ahora que se fijaba, el vendedor tenía el aspecto nervioso de un duende a medianoche, un duende con muchas ganas de acabar pronto y pocas de descubrir en qué se transformaba al amanecer el oro de las hadas.

—Pero si me ha dicho que habían estado bien almacenadas… Además, ¿cómo lo sabes tú?

La niña había desaparecido entre la multitud. El mercader clavó los ojos en el lugar donde había estado. Clavó los ojos en el vendedor, que sonreía nervioso. Clavó los ojos en el cielo. Luego se sacó una navajita del bolsillo, la miró un momento, tomó una decisión y se dirigió hacia la bala más cercana.

Entretanto, Esk había encontrado a golpe de rumores la caravana que se dirigiría hacia Ankh-Morpork. El jefe de la caravana estaba sentado junto a una mesa compuesta por un tablón cruzado sobre dos barriles.

Estaba muy ocupado.

Estaba hablando con un mago.

Los viajeros expertos sabían que una caravana dispuesta a atravesar zonas probablemente hostiles debía llevar un buen número de espadas, pero también, imprescindiblemente, un mago, por si hacían falta sus artes, aunque fuera para encender fuegos. Un mago del tercer nivel para arriba no tenía que pagar por el privilegio de unirse a una caravana. Más bien se le pagaba. Las delicadas negociaciones estaban llegando a su fin.

—Es justo, Maestro Treatle, pero… ¿qué hay del joven? —preguntó el jefe, un tal Adab Gander, una figura impresionante que vestía un chaquetón de piel de troll, un sombrero gallardamente ladeado y faldones de cuero—. Veo que no es un mago.

—Está aprendiendo —dijo Treatle, un mago alto y flaco cuya túnica le delataba como miembro de los Antiguos y Verdaderamente Originales Hermanos de la Estrella de Plata, una de las ocho órdenes mágicas.

—Entonces, no es un mago —insistió Gander—. Conozco las reglas, y sé que no eres mago a menos que tengas un cayado. Él no lo tiene.

—Ahora se dirige hacia la Universidad Invisible para ultimar ese pequeño detalle —replicó Treatle con superioridad.

Los magos prescindían del dinero con tantas ganas como los tigres de sus dientes.

Gander examinó al muchacho en cuestión. Había conocido a buen número de magos en su vida, se consideraba experto en la materia, y tuvo que reconocer que el chico tenía madera de mago. En otras palabras, era flaco, larguirucho, pálido de tanto leer libros turbadores en habitaciones poco saludables, y tenía unos ojos llorosos como dos huevos mal cocidos. A Gander se le ocurrió que, si quería ganar a la larga, tendría que especular.

«Lo único que necesita para llegar a la cima —pensó— es algún pequeño defecto. Los magos son mártires de cosas como el asma o los pies planos, parece que esos handicaps los impulsan.»

—¿Cómo te llamas, hijo? —dijo con tanta bondad como le fue posible.

—Sssssss —dijo el chico.

Su nuez subió y bajó como un globo cautivo. Se volvió hacia su compañero con una súplica muda.

—Simón —dijo Treatle.

—…imón —asintió Simón, agradecido.

—¿Puedes lanzar bolas de fuego o torbellinos, para defenderte de un enemigo, por ejemplo?

Simón miró de reojo a Treatle.

—Nnnnnnnnnnn —aventuró.

—Mi joven amigo practica una magia de nivel más elevado que los simples sortilegios —explicó el mago.

—…o —dijo Simón.

Gander asintió.

—Bien —dijo—, quizá llegues a ser mago, chico. Quizá, cuando tengas tu cayado, aceptes viajar una vez conmigo, ¿de acuerdo? Haré una inversión, ¿de acuerdo?

—Sss…

—Limítate a asentir —señaló Gander, que no era hombre de naturaleza cruel.

Simón asintió, agradecido. Treatle y Gander intercambiaron saludos, y luego el mago se alejó con su aprendiz pisándole los talones. El muchacho iba doblado bajo el peso del equipaje.

Gander examinó la lista que tenía delante, y tachó cuidadosamente la palabra «mago».

Una pequeña sombra se proyectó sobre la página. Alzó la vista, y se sobresaltó involuntariamente.

—¿Sí? —dijo fríamente.

—Quiero ir a Ankh-Morpork —dijo Esk—. Por favor. Tengo un poco de dinero.

—Vete a casa con tu madre, niña.

—No, de verdad. Estoy buscando fortuna.

Gander suspiró.

—¿Por qué llevas esa escoba? —quiso saber.

Esk la miró como si no la hubiera visto en su vida.

—Todas las cosas tienen que estar en alguna parte —respondió.

—Vete a casa, hijita —insistió Gander—. No pienso llevar a ninguna niña que se haya escapado de casa hasta Ankh-Morpork. A las chiquillas les pueden pasar cosas raras en las grandes ciudades.

Esk se animó.

—¿Qué clase de cosas raras?

—Oye, te he dicho que te vayas a casa. ¡Y ya!

Volvió a coger la tiza y siguió punteando cosas en su pizarra, tratando de hacer caso omiso de la mirada firme que parecía taladrarle la cabeza.

—Puedo hacer cosas útiles —dijo Esk con voz tranquila.

Gander dejó caer la tiza y se rascó la barbilla, irritado.

—¿Cuántos años tienes?

—Nueve.

—Pues bien, señorita Nueve Años, tengo doscientos animales y un centenar de personas que quieren ir a Ankh. La mitad de ellos odian a muerte a la otra mitad, no llevo a suficientes hombres capaces de luchar, me han dicho que los caminos están muy mal, los bandidos son cada vez más osados y los trolls cobran este año un peaje más alto por pasar por los puentes, las provisiones están llenas de gorgojos, tengo unas jaquecas espantosas, ¿me quieres decir para qué demonios te necesito a ti, encima?

—Oh —dijo Esk. Miró a su alrededor, contemplando la plaza abarrotada—. Entonces, ¿cuál de estos caminos lleva a Ankh?

—El de ahí, el de la verja.

—Gracias —respondió con seriedad—. Adiós. Espero que no tenga más problemas y que se le quiten los dolores de cabeza.

—Muy bien —asintió Gander, inseguro.

Hizo tamborilear los dedos sobre la mesa, y miró a Esk, mientras la niña se alejaba en dirección al camino de Ankh. Un camino largo, tortuoso. Un camino lleno de ladrones y gnolls. Un camino que cruzaba elevados pasos montañosos y desiertos abrasadores.

—Oh, rayos —masculló entre dientes—. ¡Eh! ¡Tú!

* * *

Yaya Ceravieja estaba en apuros.

Para empezar, pensó, nunca habría debido permitir que Hilta la convenciera de que usara su escoba. Era un trasto viejo, incontrolable, que sólo volaba de noche e iba poco más rápido que si hubiera seguido caminando.

Sus hechizos de elevación estaban tan agotados que no empezaban a funcionar hasta que no se movía a cierta velocidad. De hecho, era la única escoba del mundo que necesitaba pista de despegue.

Y fue mientras Yaya Ceravieja, sudorosa y agotada, corría por un sendero del bosque sosteniendo el condenado trasto a la altura del hombro por décima vez, cuando encontró la trampa para osos.

El segundo problema fue que un oso la había encontrado antes. La verdad es que no fue un problema muy grave, porque Yaya estaba ya de un humor de perros, así que le había golpeado entre los ojos con la escoba y el oso se encontraba ahora tan lejos de ella como le era posible dentro del agujero, tratando de ser optimista.

No fue una noche demasiado cómoda, y la mañana no se arregló con la llegada de una partida de cazadores, que, al amanecer, los miraron desde el borde del hoyo.

—Ya era hora —bufó Yaya—. Sacadme de aquí.

Los rostros asombrados se retiraron, y Yaya oyó una apresurada conversación en susurros. Habían visto el sombrero y la escoba.

Por último, una cabeza barbuda reapareció de mala gana, como si alguien tirase hacia atrás del cuerpo al que iba pegada.

—Mm —empezó—. Mira, madre…

—No soy madre de nadie —le espetó Yaya—. Y desde luego no soy tu madre, en el caso de que hayas tenido madre, cosa que dudo. Si yo fuera tu madre, habría huido antes de que nacieras.

—Sólo era una manera de hablar —le reprochó la cabeza.

—¡Era un condenado insulto, eso es lo que era!

Hubo otra conversación en susurros.

—Si no salgo de aquí ahora mismo —dijo Yaya con voz retumbante—, habrá Problemas. ¿Habéis visto mi sombrero? ¿Lo habéis visto?

La cabeza reapareció.

—Ése es el asunto, ¿sabes? —dijo—. O sea, ¿qué pasará si te dejamos salir? Parece menos arriesgado llenar el hoyo de tierra, y ya está. No es nada personal, ¿comprendes?

Yaya se dio cuenta de lo que había visto de raro en la cabeza.

—¿Estás de rodillas? —preguntó, acusadora—. No, ¿verdad que no? ¡Sois enanos!

Susurros, susurros.

—¿Y qué pasa si lo somos? —inquirió la cabeza en tono desafiante—. No hay nada de malo en ello. ¿Tienes algo contra los enanos?

—¿Sabéis arreglar escobas?

—¿Escobas mágicas?

—¡Sí!

Susurros, susurros.

—¿Y qué pasa si sabemos?

—Bueno, podríamos llegar a un acuerdo…

* * *

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