Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Cortángulo encendió su tercer pitillo con la colilla del segundo. Este último pitillo debía mucho a los poderes creativos de la energía nerviosa, y parecía un camello sin patas.

Ya había visto como el cayado se elevaba suavemente sobre Esk para pasar a Simón.

Y ahora volvía a flotar en el aire.

Otros magos habían entrado en la habitación. El bibliotecario estaba sentado bajo la mesa.

—¡Ojalá supiéramos qué está pasando! —suspiró Cortángulo—. No soporto el suspense.

—Sea optimista, hombre —replicó Yaya—. Y apague ese condenado cigarrillo, no creo que nadie quiera volver a una habitación que huele como una chimenea.

Como un solo hombre, todos los magos reunidos se volvieron hacia Cortángulo, expectantes.

Él se quitó de entre los labios el amasijo humeante y, con una mirada que ninguno de los otros magos se atrevió a mantener, la aplastó bajo su bota.

—Probablemente ya es hora de que lo deje —asintió—. Y eso va también por vosotros. A veces este lugar huele peor que un fogón sucio.

En aquel momento, vio el cayado. Estaba…

Cortángulo sólo podía describir el efecto diciendo que parecía ir muy deprisa sin moverse del mismo lugar.

Chispazos de algo semejante a un gas brillaron en su superficie, y luego desaparecieron. El cayado resplandeció como un cometa diseñado por un creador de efectos especiales inepto. Saltaron chispas de colores, que se esfumaron al instante.

También estaba cambiando de color, empezaba por un rojo oscuro y luego subía por todo el espectro hasta un violeta hiriente. Unas serpientes de fuego coruscaban en toda su longitud.

(Pensó que debería de haber una palabra para designar a las palabras que suenan como sonarían algunas cosas que hicieran ruido. La palabra «viso» sugiere un brillo aceitoso, y si alguna vez hubo una palabra que sugiriera exactamente el aspecto que tienen las chispas cuando reptan por el papel quemado, o la manera en que las luces de las ciudades se extenderían por el mundo si toda la civilización humana decidiera reunirse una noche, esa palabra sería «coruscar»).

Sabía lo que sucedería después.

—Cuidado —susurró—. Va a…

En el silencio absoluto, la clase de silencio que absorbe todos los sonidos, el cayado entero brilló con luz octarina pura.

El octavo color, producido por la luz al atravesar un campo mágico potente, bañó los cuerpos, las estanterías, las paredes. Los demás colores se difuminaban y desaparecían en un borrón, como si la luz fuera un vaso de ginebra vertido sobre la acuarela del mundo. Las nubes que cubrían la Universidad brillaron, se retorcieron adoptando formas fascinantes e inesperadas, y salieron disparadas hacia arriba.

Un observador situado por encima del Disco habría visto un pequeño parche de tierra, cerca del Mar Circular, brillando como una piedra preciosa durante largos segundos, antes de apagarse.

El silencio de la habitación quedó roto por un estampido de madera cuando el cayado se desplomó desde el aire y chocó contra la mesa.

Alguien dejó escapar un tenue «ook».

Por fin, Cortángulo recordó cómo usar las manos, y las alzó hacia donde esperaba que estuvieran sus ojos. Todo se había vuelto negro.

—¿Hay… alguien ahí? —preguntó.

—Dioses, no sabes cuánto me alegro de oír eso —dijo otra voz.

De pronto, el silencio estaba lleno de balbuceos.

—¿Todavía estamos donde estábamos?

—No lo sé. ¿Dónde estábamos?

—Creo que aquí.

—¿Te importa extender la mano?

—Sí, a menos que sepa lo que voy a tocar, buen hombre —dijo la voz inconfundible de Yaya Ceravieja.

—Que todo el mundo extienda las manos y trate de tocar a alguien —ordenó Cortángulo.

Ahogó un grito cuando una mano como un guante de cuero se cerró en torno a su tobillo. Sonó un «ook» satisfecho, que le proporcionó la alegría y el alivio de tocar a otro ser humano o, en este caso, antropoide.

Se oyó un chasquido, y luego divisó la bendita llama roja cuando un mago al otro lado de la habitación encendió un cigarrillo.

—¿Quién ha sido?

—Lo siento, archicanciller, la fuerza de la costumbre.

—Fuma todo lo que quieras.

—Gracias, archicanciller.

—Me parece que ahora veo el perfil de la puerta —dijo otra voz.

—¿Yaya?

—Sí, ahora estoy seguro de ver…

—¿Esk?

—Estoy aquí, Yaya.

—¿Puedo fumar yo también, señor?

—¿El chico está contigo?

—Sí.

—Ook.

—Estoy aquí.

—¿Qué pasa?

—¡Silencio todos!

Una luz normal, lenta, gratificante para los ojos, volvió a la biblioteca.

Esk se levantó, librándose del cayado. El bastón rodó bajo la mesa. La niña sintió algo que se deslizaba sobre sus ojos, y alzó las manos para cogerlo.

—¡Un momento! —ordenó Yaya, lanzándose hacia ella.

Cogió a la niña por los hombros y le miró los ojos.

—Bienvenida —dijo.

Y la besó.

Esk subió la mano y palpó algo duro que tenía sobre la cabeza. Se lo quitó para examinarlo.

Era un sombrero puntiagudo, un poco más pequeño que el de Yaya, pero de un azul brillante y con un par de estrellas plateadas.

—¿Un sombrero de mago? —preguntó.

Cortángulo dio un paso al frente.

—Esto…, sí —dijo. Carraspeó—. Verás, pensamos…, se nos ocurrió…, en fin, que cuando lo meditamos…

—Eres un mago —se limitó a decir Yaya—. El archicanciller cambió las reglas. La verdad es que fue una ceremonia bastante sencilla.

—El cayado tiene que estar por aquí —siguió Cortángulo—. Lo vi caer… Oh. —Cogió el cayado y se lo mostró a Yaya—. Creí que tenía tallas. Parece un palo vulgar.

Y era verdad. El cayado parecía tan poderoso y amenazador como la pata de una silla.

Esk giró el sombrero entre sus manos, como alguien que, al abrir el proverbial paquete de regalo, se encuentra dentro un frasco de sales de baño.

—Es muy bonito —dijo, insegura.

—¿Eso es todo? —inquirió Yaya.

—También es puntiagudo.

Por alguna razón, ser mago no le parecía diferente de no serlo.

Simón se inclinó hacia adelante.

—Recuerda —susurró—, tienes que haber sido mago. Luego podrás pasar al otro lado. Como tú dijiste.

Se miraron y sonrieron.

Yaya miró a Cortángulo. El mago se encogió de hombros.

—A mí que me registren —dijo—. ¿Qué ha pasado con tu tartamudeo, chico?

—Parece que ha desaparecido, señor —respondió Simón animadamente—. Lo he debido de dejar en alguna parte.

El río seguía marrón e hinchado, pero al menos volvía a parecer un río.

Hacía un calor antinatural para tratarse de los últimos días del otoño, y en toda la parte baja de Ankh-Morpork el vapor se alzaba de miles de alfombras y mantas puestas a secar. Las calles estaban llenas de cieno, cosa que en realidad era una mejora…, la impresionante colección cívica de perros de Ankh-Morpork habían sido arrastrados por las aguas.

El vapor se alzaba también de las losas de la galería privada del archicanciller, y de la tetera colocada sobre la mesa.

Yaya se recostó en la vieja mecedora, y dejó que el calor le acariciara los tobillos. Contempló con escaso interés a un equipo de hormigas urbanas, que habían vivido tanto tiempo bajo las losas de la Universidad que la magia residual había alterado sus genes de manera permanente. En aquel momento, transportaban un terrón de azúcar en un diminuto carrito. Otro grupo estaba erigiendo una grúa con cerillas al borde de la mesa.

Quizá a Yaya le habría interesado saber que una de las hormigas era Tambor Leño, que había decidido dar otra oportunidad a la vida.

—Dicen que, si ves una hormiga el Día de la Vigilia de los Puercos, el resto del invierno no será muy frío —señaló Yaya.

—¿Quién lo dice? —quiso saber Cortángulo.

—Por lo general, gente que se equivoca. Tomo notas en mi Almanaque. La gente cree muchas cosas que son falsas.

—Como eso de «Hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo» o «No se pueden enseñar trucos nuevos a un perro viejo» —asintió Cortángulo.

—Yo no creo que los perros viejos estén para eso —señaló Yaya.

El terrón de azúcar había llegado hasta la grúa, y un par de hormigas lo estaban colgando de una polea microscópica.

—No entiendo la mitad de las cosas que dice Simón —suspiró Cortángulo—, aunque a algunos estudiantes les emocionan mucho.

—Yo entiendo perfectamente lo que dice Esk, sencillamente no me lo creo —señaló Yaya—. Excepto lo de que los magos necesitan corazón.

—También dijo que las brujas necesitan cabeza —añadió Cortángulo—. ¿Quiere un panecillo? Me temo que están un poco húmedos.

—Esk dice que, si la magia le da a la gente lo que quiere, no usar la magia le dará lo que necesita —siguió Yaya, con la mano sobre el plato.

—Eso me ha dicho Simón. Aunque no lo entiendo. La magia es para usarla, no para almacenarla. Vamos, vamos, tome uno más.

—Magia más allá de la magia —bufó Yaya.

Tomó el panecillo y lo untó de mermelada. Tras un momento de vacilación, también le puso crema de leche.

El terrón de azúcar llegó al suelo y, al momento, quedó rodeado por otro equipo de hormigas, que lo ataron a una larga hilera de hormigas rojas esclavas, capturadas en el huerto.

Cortángulo se removió incómodo en la silla, que crujió.

—Esmeralda —empezó—, he pensado pedirle…

—No —respondió Yaya.

—En realidad, iba a decir que hemos pensado en aceptar a algunas chicas más en la Universidad. A modo de experimento. Una vez arreglemos el problema de los cuartos de baño.

—Eso depende de usted, por supuesto.

—Y, ya que parece que vamos a convertirnos en un colegio mixto, me parece que…, bueno, lo más apropiado…

—¿Sí?

—En fin, que quizá a usted no le parezca mal…, ¿querría aceptar un sillón?

Volvió a acomodarse en la silla. El terrón de azúcar pasó bajo ella rodando sobre cerillas, mientras las hormigas esclavas lanzaban gemidos inaudibles.

—Mmm —dijo Yaya—. No veo por qué no. Siempre me han gustado esos grandes, mullidos, con orejas de piel. Si no es mucha molestia.

—No me refería exactamente a eso —dijo Cortángulo—. Aunque puede arreglarse —añadió rápidamente—. Hablaba de un sillón en el claustro de profesores. ¿Querría venir a dar conferencias a los estudiantes? ¿De vez en cuando?

—¿Sobre qué?

Cortángulo buscó rápidamente un tema.

—¿Hierbas? —aventuró—. Aquí no sabemos casi nada sobre hierbas. Y cabezología. Esk me habló de eso, parece fascinante.

Con un último tirón, el terrón de azúcar desapareció por una ranura de la pared más cercana. Cortángulo hizo un ademán en dirección a las hormigas.

—Se llevan mucho azúcar —explicó—, pero nos da pena hacer algo para evitarlo.

Yaya frunció el ceño, y luego asintió. Señaló el brillo lejano de la nieve en las Montañas del Carnero, visible entre la neblina de la ciudad.

—Están muy lejos, y a mi edad no puedo ir yendo y viniendo.

—Podemos comprarle una escoba mucho mejor —insistió Cortángulo—. Una con la que no haya que dar saltos para despegar. Y además, puede tener aquí una segunda residencia. Y toda la ropa vieja que quiera —añadió, usando el arma secreta.

Había invertido su tiempo inteligentemente en una conversación con la señora Panadizo.

—Mpf —dijo Yaya—. ¿Seda?

—Negra y roja.

Imaginó a Yaya envuelta en seda negra y roja, y tuvo que tomar aliento.

—Y quizá, en verano, podamos llevar algunos estudiantes a su casa —siguió Cortángulo—. Con salidas culturales.

—¿Quién es Cultur Ales?

—Quiero decir…, podrán aprender muchas cosas, estoy seguro.

Yaya meditó sobre la idea. Desde luego, el excusado necesitaba una buena revisión antes de que empezara a hacer demasiado calor, y había que hacer algunos arreglos en el cobertizo de las cabras. También había que arreglar la plantación de hierbas. El techo del dormitorio era un desastre, y hacía falta fijar algunas tejas.

—¿Cosas prácticas? —preguntó, pensativa.

—Completamente prácticas.

—Mpf. Bueno, lo pensaré —asintió Yaya, vagamente consciente de que una no debía ir demasiado lejos en la primera cita.

—¿Querría cenar conmigo esta noche para comunicarme su decisión? —pidió Cortángulo, con los ojos brillantes.

—¿Qué habrá para comer?

—Carne fría y patatas.

La señora Panadizo había hecho un buen trabajo.

Y así fue.

Esk y Simón siguieron desarrollando un nuevo tipo de magia que nadie comprendía muy bien, pero que, pese a ello, todo el mundo consideraba muy valiosa y, en cierto modo, tranquilizadora.

Más importante aún: las hormigas usaron todos los terrones que pudieron robar para construir una pequeña pirámide de azúcar en uno de los muros huecos. Dentro de la pirámide, con gran ceremonia, enterraron el cuerpo momificado de una reina muerta. En la pared de una pequeña cámara secreta escribieron, con jeroglíficos de insecto, el secreto de la longevidad.

Lo habían descubierto, funcionaba, y sin duda habría tenido consecuencias importantísimas para el universo si no hubiera sido porque, la siguiente vez que la Universidad se inundó, el agua disolvió la pirámide por completo.

Notas

[1] Respetable cuerpo que, de hecho, representaba a los agentes de la ley de la ciudad. La explicación de esto es la siguiente: se entregaba al Gremio una cuota anual que representaba un nivel socialmente aceptable de robos, asaltos y asesinatos. A cambio, el Gremio se comprometía a encargarse de que todo crimen no oficial fuera aplastado, apuñalado, descuartizado y repartido por la ciudad en bolsas de papel. La gente consideraba que era un acuerdo económico y muy aceptable, aunque con algunas disidencias: no opinaban así, por ejemplo, las víctimas de los robos y asesinatos, que se negaban a desempeñar su papel en la sociedad. De esta manera, los ladrones de la ciudad pudieron estructurar decentemente sus carreras, instaurando exámenes de ingreso y códigos de conducta similares a los de otras profesiones…, a las que rápidamente empezaron a parecerse, ya que en el fondo no eran tan diferentes.

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