Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Las Cosas más cercanas chirriaron y trataron de retroceder cuando ella se les acercó con gesto decidido. No se les daba nada bien, dado que lo que mantenía sus cuerpos unidos era una buena dosis de voluntad. Esk golpeó a una cuya cara era como una pequeña familia de pulpos, y la Cosa se desinfló hasta transformarse en un montón de huesos reptantes, trochos de pellejo y extremos de tentáculos, algo muy semejante a una comida griega. Otra tuvo algo más de éxito, y había empezado a alejarse tambaleante, cuando Esk le asestó una patada en una de sus cinco espinillas.

Se agitó desesperadamente mientras caía, derribando a otras dos.

Para entonces, las demás se las habían arreglado para apartarse de Esk, y la miraban desde lejos.

La niña dio unos pasos hacia la más cercana, que intentó alejarse y cayó.

Quizá fueran feas. Quizá fueran malvadas. Pero, en cuestión de poesía en movimiento, las Cosas tenían tanta elegancia y coordinación como un pupitre.

Esk las miró, y luego clavó los ojos en el Disco encerrado en la pirámide de cristal. Pese a todos los movimientos, seguía imperturbable.

La niña pensó que podía salir, si es que el Disco era un lugar en el que entrar. Pero ¿cómo podría volver?

Alguien se rió. Era la clase de risa…

En términos generales, era p’ch’zarni’chiwkov. Esta palabra machacagargantas se utilizaba muy raramente en el Disco, a no ser que lo hicieran lingüistas de exhibición muy bien pagados, excepto por supuesto en la pequeña tribu de los K’turni, quienes la habían inventado. No tenía ningún sinónimo, aunque la palabra cumjuli squernt («lo que se siente al descubrir que el anterior ocupante del retrete ha usado todo el papel») proporciona una idea general de su significado. La traducción más aproximada es la siguiente:

el ruidito desagradable de una espada al ser desenvainada justo detrás de ti cuando pensabas que ya habías terminado con todos tus enemigos

…aunque los k’turniparlantes aseguran que no recoge todo el sentido de sudor frío, corazón detenido y entrañas enroscadas del original.

Era esa clase de risa.

Esk se volvió muy despacio. Simón avanzaba por la arena hacia ella, con las manos formando un cuenco y los ojos fuertemente cerrados.

—¿De verdad pensaste que sería así de fácil? —preguntó.

O algo lo preguntó. No parecía la voz de Simón, sino una docena de voces hablando a la vez.

—¿Simón? —dijo Esk, insegura.

—Él ya no nos sirve de nada —dijo la Cosa con la forma de Simón—. Nos ha mostrado el camino, niña. Ahora, danos lo que nos pertenece.

Esk retrocedió.

—No creo que os pertenezca —replicó—. Seáis quienes seáis.

El rostro que tenía ante ella abrió los ojos. Allí no había nada más que negrura…, no un color, eran agujeros que daban a otro espacio.

—Podríamos decirte que, si nos lo dieras, tendríamos piedad.

Podríamos decirte que te dejaríamos salir de aquí con tu propia forma. Pero no serviría de nada, ¿verdad?

—No os creería.

—Claro, claro. —La Cosa-Simón sonrió—. Lo único que haces es aplazar lo inevitable.

—Por mí, perfecto.

—Podríamos cogerlo cuando quisiéramos.

—Entonces, cogedlo. Pero me parece que no podéis. No podéis coger nada a menos que os lo den, ¿verdad?

Las Cosas dieron media vuelta.

—Nos lo entregarás —dijo la Cosa-Simón.

Otras empezaban a acercarse por el desierto con horribles movimientos tambaleantes.

—Te cansarás —siguió—. Podemos esperar. Se nos da muy bien esperar.

Hizo una finta hacia la derecha, pero Esk se volvió rápidamente para quedar frente a aquello.

—Eso no importa —dijo—. Esto no es más que un sueño, y en mis sueños no podéis hacerme daño.

La Cosa hizo una pausa y la miró con sus ojos vacíos.

—En vuestro mundo hay una palabra, creo que es «psicosomático».

—Nunca la había oído —replicó Esk.

—Significa que en tus sueños sí podemos hacerte daño. Y lo mejor de todo es que, si mueres en tu sueño, te quedarás aquí. Será estupeeeendo.

Esk miró de soslayo en dirección a las montañas lejanas, que se erguían en el gélido horizonte como pasteles de barro derretido. No había árboles, ni siquiera rocas. Sólo arena, y estrellas frías, y…

Más que oír el movimiento, lo sintió, y se volvió con la pirámide aferrada entre sus manos como una porra. Golpeó a la Cosa-Simón en mitad del salto con un ruido muy satisfactorio… pero, en cuanto chocó contra el suelo, se incorporó de un brinco con desagradable facilidad. Pero había oído el gemido de Esk, había visto el breve ramalazo de dolor en sus ojos.

—Ah, eso te ha dolido, ¿eh? No te gusta ver sufrir a alguien, al menos a éste.

Se dio media vuelta, hizo un gesto, y dos de las Cosas más altas le agarraron firmemente por los brazos.

Sus ojos cambiaron. La oscuridad desapareció, y luego los auténticos ojos de Simón la miraron desde su rostro. El chico alzó la vista y miró a las dos Cosas que tenía a ambos lados. Trató de zafarse, pero una le había rodeado la muñeca con varios pares de tentáculos, y la otra le sujetaba el brazo con la pinza de langosta más grande del mundo.

Entonces vio a Esk, y sus ojos se clavaron en la pequeña pirámide de cristal.

—¡Escapa! —siseó—. ¡Llévatela de aquí! ¡No dejes que la cojan!

Hizo una mueca cuando la pinza le apretó el brazo.

—¿Es un truco? —preguntó Esk—. ¿Quién eres de verdad?

—¿Es que no me reconoces? —sollozó—. ¿Qué haces tú en mi sueño?

—Si esto es un sueño, me gustaría despertarme, por favor —pidió Esk.

—Escucha, tienes que huir ahora mismo, ¿lo entiendes? ¡No te quedes ahí con la boca abierta!

—Entréganoslo —dijo una voz fría dentro de la cabeza de Esk.

Esk miró la pirámide de cristal con su disquito despreocupado, y luego miró a Simón, con la boca convertida en una O de asombro.

—Pero ¿qué es?

—¡Míralo bien!

Esk escudriñó a través del cristal. Si entrecerraba los ojos, le parecía que el pequeño disco era granuloso, como si estuviera compuesto por millones de motas. Si miraba las motas con atención…

—¡Sólo son números! —exclamó—. El mundo entero… está hecho de números…

—No es el mundo, es una idea del mundo —explicó Simón—. La creé para ellos. Verás, no pueden pasar a través de nosotros, pero aquí las ideas tienen forma. ¡Las ideas son reales!

—Entréganoslo.

—¡Pero las ideas no le pueden hacer daño a nadie!

—Transformé las cosas en números para comprenderlas, pero ellos sólo quieren controlar —dijo Simón con amargura—. Cavaron túneles en mis números como si…

Gritó.

—Entréganoslo o le haremos pedazos.

Esk miró la cara de pesadilla más cercana.

—¿Cómo sé que puedo confiar en vosotros?

—No puedes confiar en nosotros. Pero no tienes elección.

Esk miró el círculo de rostros que no habrían agradado ni a un necrófilo, rostros fabricados con restos de un estercolero, rostros elegidos al azar por cosas que habitaban en profundas simas oceánicas y cuevas encantadas, rostros que no eran tan humanos como para hacer muecas o lanzar carcajadas burlonas, pero que resultaban tan amenazadores como una aleta en forma de V cerca de un bañista incauto.

No podía confiar en ellos. Pero no tenía elección.

* * *

Algo más estaba sucediendo, en un lugar situado a la distancia del espesor de una sombra.

Los estudiantes habían vuelto corriendo a la Sala Principal, donde Cortángulo y Yaya Ceravieja seguían enzarzados en el equivalente mágico de un combate indio. Las losas del suelo estaban medio fundidas y rotas bajo Yaya, y la mesa situada tras Cortángulo había echado raíces y ya presentaba una buena cosecha de piñas.

Uno de los estudiantes se había ganado varias medallas al valor por atreverse a tirar de la túnica de Cortángulo…

Y ahora, todos estaban en la pequeña habitación, mirando los dos cuerpos.

Cortángulo llamó a los doctores del cuerpo y a los de la mente, y la habitación rezumaba de magia cuando empezaron a trabajar.

Yaya le tocó en el hombro.

—Quiero decirle unas palabras, joven —empezó.

—No tan joven, señora, no tan joven —suspiró Cortángulo.

Se sentía agotado y seco. Hacía décadas que no sostenía un duelo de magia, aunque eran muy corrientes entre los estudiantes. Y tenía la desagradable sensación de que, tarde o temprano, Yaya habría ganado. Luchar con ella era como intentar sacudirte una mosca de la nariz. No sabía cómo demonios se le había ocurrido intentarlo.

Yaya hizo que le acompañara al pasillo, y doblaron la esquina para dirigirse hacia un banco junto a una ventana. Ella se sentó y apoyó la escoba contra la pared. La lluvia tamborileaba fuertemente sobre los tejados en el exterior, y unos cuantos relámpagos zigzagueantes anunciaban que una tormenta de proporciones propias de las Montañas del Carnero se acercaba a la ciudad.

—Fue una exhibición impresionante —dijo la anciana—. Casi estuvo a punto de vencerme en un par de ocasiones.

—Oh —se animó Cortángulo—, ¿lo dice de verdad?

Yaya asintió.

Cortángulo se palmeó la túnica hasta localizar una sucia bolsita de tabaco y un rollito de papel de fumar. Las manos le temblaban mientras cogía unas hebras de segunda mano y formaba un delgado pitillo. Se llevó el maltrecho cigarrillo a la lengua y lo humedeció ligeramente. En aquel momento, un tenue recuerdo de buen comportamiento se agitó en el fondo de su mente.

—Mmm —dijo—, ¿le importa que fume?

Yaya se encogió de hombros. Cortángulo encendió una cerilla contra la pared e intentó con todas sus fuerzas dirigir la llama y el cigarrillo hacia un mismo lugar. Yaya le cogió la cerilla amablemente de la mano temblorosa, y le ayudó a encenderlo.

Cortángulo dio una calada, dejó escapar la tosecilla ritual y se recostó en el asiento. La roja brasa del cigarrillo era la única luz en el sombrío pasillo.

—Están Errantes —dijo Yaya por último.

—Lo sé —asintió Cortángulo.

—Sus magos no podrán traerlos de vuelta.

—Eso también lo sé.

—Pero puede que traigan algo de vuelta.

—Preferiría que no hubiera dicho eso.

Hicieron una pausa para meditar sobre lo que podía volver dentro de aquellos cuerpos, comportándose casi igual que sus habitantes originales.

—Probablemente, es culpa mía… —empezaron al unísono.

Se detuvieron, atónitos.

—Usted primero, señora —dijo Cortángulo.

—Estas cosas, los cigarrillos…, ¿son buenas para los nervios? —preguntó Yaya.

Cortángulo abrió la boca para señalar con toda cortesía que el tabaco era una costumbre reservada para los magos, pero se lo pensó mejor. Tendió a Yaya la bolsa de picadura.

Ella le habló del nacimiento de Esk, de la llegada del viejo mago, del cayado y de las incursiones de la niña en el mundo de la magia. Para cuando terminó, había conseguido enrollar un cilindro delgado y prieto que ardió con una llamita azulada y le hizo llorar los ojos.

—Me parece que será mejor tener los nervios destrozados —tosió.

Cortángulo no la escuchaba.

—Es asombroso —dijo—. ¿Y de verdad a la niña no le sucedió nada?

—Que yo sepa, no —asintió Yaya—. El cayado parecía…, bueno, parecía estar de su parte, no sé si me entiende.

—¿Y dónde está ahora ese cayado?

—Esk dijo que lo había tirado al río…

El viejo mago y la anciana bruja se miraron con los rostros iluminados por un relámpago del exterior.

Cortángulo sacudió la cabeza.

—El río estará crecido —dijo—. Es una posibilidad de una entre un millón.

Yaya sonrió con amargura. Era la clase de sonrisa de la que huían los lobos. Agarró decididamente su escoba.

—Las posibilidades de una entre un millón salen bien nueve de cada diez veces —dijo.

* * *

Hay tormentas que son francamente teatrales, con relámpagos y truenos imponentes. Hay tormentas que son tropicales y opresivas, con preferencia por los vientos cálidos y los chispazos eléctricos. Pero ésta era una tormenta de las llanuras del Mar Circular, y su principal ambición era golpear el suelo con la mayor cantidad posible de agua. Era la clase de tormenta que sugiere que todo el cielo ha estado tomando diuréticos. El trueno y el rayo se quedan de secundarios, una especie de coro, y la lluvia es la estrella del espectáculo. Bailaba claque sobre la tierra.

Los terrenos de la Universidad se extendían hasta el río. Durante el día, eran un esquema muy formalito de senderos de gravilla y setos, pero en una noche húmeda y enloquecida los setos parecían haber desaparecido, y los senderos se habían escondido en algún sitio seco.

—¿No puede usar una de esas bolas de fuego de los magos?

—Tenga piedad, señora.

—¿Seguro que ella debió de venir por aquí?

—Si no me he extraviado, aquí hay una especie de espigón. Se oyó el ruido de un cuerpo pesado chocando contra un arbusto, y luego un chapuzón.

—El caso es que he encontrado el río.

Yaya Ceravieja escudriñó a través de la chorreante oscuridad. Oía el rugido del agua, y divisaba apenas las crestas blancas de la inundación. También captaba el peculiar olor del río Ankh, que sugería que todo un ejército lo había utilizado primero como orinal y luego como sepulcro.

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