Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Observó cuidadosamente como un vapor amarillo recorría el laberinto de tubos entrelazados, para al final condensarse en una gran gota pegajosa. La recogió limpiamente con una cuchara de cristal, y la guardó en un vial de vidrio.

Esk la miró entre las lágrimas.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Un atiqueteimporta —replicó Yaya al tiempo que sellaba la boca del vial con cera.

—¿Una medicina?

—En cierto modo.

Yaya sacó los instrumentos de escribir y eligió una plumilla. Asomó la punta de la lengua por la comisura de la boca mientras escribía cuidadosamente una etiqueta, con muchas pausas para pensar y deletrear.

—¿Para quién es?

—Para la señora Aquimino, la mujer del soplador de vidrio.

Esk se sonó la nariz.

—Ése que no sopla mucho vidrio, ¿verdad?

Yaya la miró por encima del escritorio.

—¿Qué quieres decir?

—Ayer, cuando hablaba contigo, lo llamó Viejo Una Vez Al Mes.

—Mpf.

Terminó cuidadosamente la frase: «Mecclar con un baso de agua i acerle el te con esto i acordarse de yebar ropa suelta i que no baya a benir nadie».

Algún día, se dijo, tendría que hablar con ella de eso.

La niña parecía extrañamente ignorante. Ya había asistido a suficientes partos, había llevado las cabras al macho de la vieja Nanny Ananzana, pero sin sacar las conclusiones obvias. Yaya no sabía muy bien qué debía hacer, y nunca llegaba el momento adecuado para sacar el tema. Se preguntó si, en el fondo del fondo, no le daría vergüenza: se sentía como un veterinario capaz de herrar caballos, curarlos, ensillarlos y juzgarlos, pero sin la más remota idea de cómo montarlos.

Pegó la etiqueta en el vial y lo envolvió cuidadosamente en papel.

Ahora.

—Hay otra manera de entrar en la Universidad —dijo mirando de soslayo a Esk, que machacaba hierbas en un mortero con poca habilidad—. Una manera para brujas.

Esk alzó la vista. Yaya se permitió una leve sonrisa y empezó a escribir otra etiqueta. Escribir etiquetas era lo más difícil de la magia, al menos para ella.

—Pero supongo que no te interesará —añadió—. No es muy elegante.

—Se rieron de mí —murmuró Esk.

—Sí. Ya me lo dijiste. Así que no querrás volver a intentarlo. Casi lo comprendo.

Se hizo un silencio, quebrado sólo por los arañazos de la plumilla de Yaya.

—Esa manera… —dijo Esk al final.

—¿Mmm?

—¿Sirve para que entre en la Universidad?

—Por supuesto. Te dije que encontraría un camino, ¿no? Además, es un camino muy bueno. No tendrás que aprender lecciones, tendrás libertad para ir a todas partes, nadie te verá…, serás como invisible. Pero claro, se rieron, así que no querrás volver. ¿Verdad?

* * *

—¿Otra taza de té, Yaya Ceravieja?

—Sí —aceptó Yaya—. Con tres terrones, por favor.

La señora Panadizo empujó el azucarero hacia ella. Esperaba con ansiedad las visitas de Yaya, pero le salían caras en azúcar. Los terrones desaparecían pronto cuando Yaya estaba cerca.

—Es muy malo para la silueta —dijo—. Y creo que también para los dientes.

—Nunca he tenido una silueta presentable, y mis dientes saben cuidarse solos —dijo Yaya.

Por desgracia, era verdad. Yaya padecía de unos dientes robustos y saludables, cosa que consideraba una grave desventaja para una bruja. Sentía auténtica envidia de Nanny Ananzana, la bruja de la montaña, que había conseguido perder todos los dientes antes de cumplir los veinte años, y tenía la credibilidad inherente. Sin dientes, uno se ve obligado a comer mucha sopa, pero también obtiene mucho respeto. Y luego, las verrugas. A Nanny Ananzana no le había costado nada tener una cara que parecía un calcetín lleno de guijarros, mientras que Yaya había probado todos los métodos capaces de causar verrugas, sin siquiera obtener la obligatoria de la nariz. Había brujas con suerte.

—¿Mmm? —dijo, consciente del parloteo de la señora Panadizo. —Estaba diciendo que la pequeña Eskarina es un auténtico tesoro. Una chiquilla increíble. Mantiene los suelos sin una mancha, sin una mancha. Ningún trabajo es excesivo para ella. Ayer voy y le digo: «Esa escoba tuya es como si estuviera viva», ¿y sabes lo que me respondió?

—No me atrevo a imaginarlo —dijo Yaya débilmente.

—¡Dijo que el polvo tenía miedo de la escoba! ¿Te lo imaginas?

—Sí.

La señora Panadizo empujó la taza de té en dirección a ella, y sonrió avergonzada.

Yaya suspiró para sus adentros, y examinó las nada limpias profundidades del futuro. Empezaba a agotársele la imaginación.

* * *

La escoba recorrió el pasillo levantando una gran nube de polvo que luego parecía absorbido por las cerdas, como habría visto cualquier observador atento. Si el observador fuera muy, muy atento, advertiría también que el mango de la escoba tenía extrañas marcas, dibujos que no parecían tallados, sino que más bien cambiaban a medida que los mirabas.

Pero allí no había ningún observador atento.

Esk se sentó en el alféizar de una de las ventanas y contempló la ciudad. Se sentía más furiosa que de costumbre, así que la escoba atacaba al polvo con un vigor inusitado. Las arañas huían desesperadamente de su paso, abandonando sus telas ancestrales a merced del instrumento. En las paredes, en el interior de sus agujeros, los ratones se abrazaban aterrados. Las carcomas se arrastraban por el interior de las vigas, tratando de resistirse a la fuerza inexorable que las arrancaba de sus túneles.

—¡Esto sí que es limpiar! —dijo Esk.

Admitía que aquel puesto tenía sus ventajas. La comida era sencilla pero abundante, tenía una habitación entera para ella en algún lugar del tejado, y podía permitirse el lujo de dormir hasta las cinco de la mañana, hora que para Yaya hubiera sido prácticamente el mediodía. Desde luego, el trabajo no era duro. Sólo tenía que empezar a barrer hasta que el cayado comprendía lo que se quería de él, y luego Esk podía descansar hasta que acababa. Si se acercaba alguien, el cayado se apoyaba inmediatamente en la pared, fingiendo inocencia.

Pero Esk no estaba aprendiendo magia. Podía entrar en aulas vacías y examinar los diagramas dibujados con tiza en la pizarra, o en el suelo cuando se trataba de clases más avanzadas, pero las formas no tenían sentido. Ni estética.

Le recordaban los dibujos en el libro de Simón. Parecían vivas.

Paseó la mirada por los tejados de Ankh-Morpork y razonó así: la escritura no era más que las palabras que decía la gente, aplastadas entre capas de papel hasta que quedaban fosilizadas (en el Mundodisco conocían bien los fósiles, grandes conchas espirales o criaturas mal construidas, restos de cuando el Creador aún no sabía muy bien qué quería hacer y se había dedicado a juguetear con el Pleistoceno). Y las palabras que decía la gente no eran más que sombras de las cosas reales. Pero…, pero algunas cosas eran demasiado grandes como para dejarse encerrar en palabras, e incluso las palabras eran demasiado poderosas como para que la escritura las domesticara por completo.

Así que algunas cosas escritas intentaban transformarse en cosas de verdad. En este punto, los pensamientos de Esk se volvieron confusos, pero estaba segura de que las palabras más mágicas eran esas que palpitaban furiosas, tratando de escapar y de hacerse reales.

Y no parecían muy agradables.

Pero, entonces, recordó el día anterior. Había sido bastante extraño. Las aulas de la Universidad estaban diseñadas según el principio del embudo, con hileras de asientos —pulidos por los traseros de los mejores magos del Disco— que parecían precipitarse hacia la zona central, donde había una mesa, un par de pizarras y un espacio de suelo en el que cabía un octograma de tamaño aceptable. Bajo las hileras había un buen espacio, y Esk descubrió que eran un punto de observación bastante útil, aunque tuviera que mirar al instructor por entre las botas puntiagudas de los aprendices de mago. Era un lugar muy tranquilo, el murmullo de las conferencias la acunaba con la misma suavidad que el zumbido de las abejas en el jardín de hierbas especiales de Yaya. Nunca había magia práctica, sólo palabras. Al parecer, a los magos les encantaban las palabras.

Pero el día anterior había sido diferente.

Esk había estado sentada en la penumbra polvorienta, tratando de pergeñar algo de magia sencilla, cuando oyó el ruido de la puerta al abrirse y el de unas pisadas de botas. Aquello era sorprendente. Esk conocía los horarios, y los estudiantes de segundo año que solían ocupar aquella sala estaban en el gimnasio, con Jeofal el Vigoroso, en Principios de Desmaterialización. (Los estudiantes de magia no necesitaban para nada ejercicio físico. El gimnasio era una gran habitación con las paredes forradas de plomo y de madera de serbal, donde los neófitos podían trabajar con magia superior sin desequilibrar gravemente el universo, aunque no siempre sin desequilibrarse seriamente ellos mismos. La magia no tenía piedad con los débiles. Algunos estudiantes torpes tenían la suerte de salir por su propio pie, a otros los sacaban en botellas.)

Esk escudriñó por entre las hendiduras. Aquéllos no eran estudiantes, eran magos. Y muy importantes, a juzgar por sus túnicas. Y conocía de sobra a la figura que se subió al púlpito del conferenciante como una marioneta mal manejada, chocando contra el atril y pidiéndole disculpas distraídamente. Se trataba de Simón. No había nadie más que tuviera los ojos como dos huevos pasados por agua y la nariz roja de tanto sonarse. Para Simón, el polen estaba presente en todas partes.

A Esk se le ocurrió que, aparte de su alergia generalizada a toda la creación, con un buen corte de pelo y unas cuantas lecciones de comportamiento, el chico podía ser bastante guapo. Era una idea desacostumbrada, y la reservó para analizarla más adelante.

Cuando los magos se hubieron sentado, Simón empezó a hablar. Leía sus notas y, cada vez que se atascaba con una palabra, todos los magos, como un solo hombre, la coreaban sin poder impedirlo.

Tras un rato, un trozo de tiza se elevó del atril y se dirigió hacia la pizarra situada tras Simón. Esk había aprendido lo suficiente sobre magia de magos como para saber que aquello era un logro asombroso… Simón llevaba apenas un par de semanas en la Universidad, y la mayoría de los estudiantes no dominaban la Levitación Ligera hasta el final de su segundo año.

La barrita blanca se deslizó y chirrió por la superficie negra, acompañando a la voz de Simón. Incluso sin el tartamudeo, el chico no habría sido buen orador. Dejaba caer las notas. Se corregía. Llenaba las frases de «mmms» y «ehhhhs». Y a Esk le parecía que no estaba diciendo nada interesante. Hasta su escondrijo llegaban frases como «el tejido básico del universo». Ella no entendía qué era eso, a menos que se refiriese al terciopelo o a la franela. En cuanto a la «mutabilidad de la matriz de probabilidad», no tenía la menor idea de lo que quería decir.

A veces parecía estar diciendo que nada existía a menos que la gente pensara que existía, que el mundo estaba allí porque la gente se empeñaba en imaginarlo. Pero luego parecía decir que había montones de mundos, todos casi iguales y en el mismo lugar, pero separados por el espesor de una sombra, de manera que todo lo que podía suceder tuviera un lugar donde suceder.

(Esk sí que entendía esto. Lo había intuido desde que limpiara el lavabo de los magos superiores, o mejor dicho, mientras el cayado lo hacía y ella examinaba los urinarios. Con la ayuda de lo que recordaba de sus hermanos cuando se metían en la cuba para bañarse, ante la chimenea de su casa, formuló la Teoría General de anatomía comparada. El lavabo de los magos superiores eran un lugar mágico, con auténtica agua corriente, baldosas interesantes y, lo más importante, dos grandes espejos de plata clavados en paredes enfrentadas, de manera que alguien que se mirase en uno podía ver su imagen repetida una y otra vez, hasta que era minúscula. Así trabó contacto Esk con la idea del infinito. Más aún, tuvo la sensación de que una de las Esks del espejo, la que atisbaba por el rabillo del ojo, la estaba saludando.)

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