La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

Mientras, Peter cogió una silla de la cocina y se la llevó al cobertizo. Entonces, para indignación de Charmain, puso una fila de barreños y empezó a vaciar en ellos cubos de su agua obtenida con tanto esfuerzo.

—¡Pensaba que eran para la olla! —protestó.

Peter se subió a la silla y empezó a echar puñados de escamas de jabón en el agua, que echaba vapor y siseaba.

—Deja de discutir y sigue bombeando —dijo él—. Ya casi ha alcanzado la temperatura para la ropa blanca; con cuatro cubos más bastará y entonces podrás empezar a echar camisas y cosas dentro.

Se bajó de la silla y volvió a la casa. Cuando salió, cargaba con dos bolsas de colada que dejó apoyadas en el cobertizo mientras volvía por más. Charmain bombeaba y jadeaba; estaba enfadada, así que se subió a la silla y echó sus cuatro cubos llenos de agua sobre las nubes jabonosas que salían de la olla. Después, contenta por el hecho de hacer algo distinto, desató la cinta que mantenía cerrada la primera bolsa de ropa sucia. Dentro había calcetines y una capa de mago de color rojo, dos pares de pantalones y ropa interior y camisas al fondo, todo con olor a moho por culpa de la inundación del baño que causó Peter. Para extrañeza de Charmain, cuando desató la segunda bolsa se encontró con las mismas cosas dentro. Todo idéntico.

—La colada de un mago tenía que ser rara por obligación —dijo Charmain. Agarró un buen puñado de ropa, se subió a la silla y la echó en la olla.

—No, no, no, ¡para! —gritó Peter justo cuando Charmain acababa de echar la segunda bolsa.

Él cruzó el césped corriendo y tirando de otras ocho bolsas atadas entre sí.

—¡Pero si has sido tú quien ha dicho que había que hacerlo! —protestó Charmain.

—Pero no antes de separar la ropa por colores, tonta —dijo Peter—. ¡Sólo se hierve la ropa blanca!

—No lo sabía —gruñó Charmain enfurruñada.

Se pasó el resto de la mañana separando la ropa en montones sobre el césped mientras Peter ponía camisas a hervir y echaba agua con jabón en barreños para poner en remojo capas, calcetines y veinte pares de pantalones de mago.

Pasado un rato, dijo:

—Creo que las camisas ya han hervido suficiente —y echó un barreño de agua fría—. Tú apaga el fuego mientras yo saco el agua caliente.

Charmain no tenía ni idea de cómo apagar un fuego mágico. Para probar, golpeó el lateral de la olla. Se quemó la mano; dijo: «¡Ay! Apágate, fuego!», con un grito, y el fuego, obedientemente, se apagó y desapareció. Ella se chupó los dedos y miró cómo Peter quitaba el tapón del fondo de la olla y dejaba salir por el desagüe un reguero de agua jabonosa de color rosa. Charmain miró el agua que caía.

—No sabía que el jabón era rosa —dijo.

—Y no lo es —murmuró Peter—. ¡Oh, cielos! ¡Mira lo que has hecho!

Se subió en la silla y empezó a sacar camisas humeantes con el palo en forma de tenedor a tal efecto. Todas ellas, al entrar en el agua fría, resultaban ser de un brillante color rosa fresa. Después de las camisas, sacó quince diminutos y arrugados calcetines, que hubieran resultado pequeños incluso para Morgan, y dos pares de pantalones de mago tamaño bebé. Finalmente, sacó una capa roja muy pequeña y la sostuvo acusatoriamente, chorreando y humeando, ante Charmain.

—¡Esto es lo que has hecho! —la increpó—. Nunca hay que poner ropa de lana roja con las camisas blancas. Destiñe. Y, además, ha encogido tanto que no le serviría ni a un kobold. ¡Eres muy, muy tonta!

—¿Cómo iba yo a saberlo? —preguntó Charmain con vehemencia—. ¡Siempre he vivido entre algodones! Madre nunca me deja acercarme al lavadero.

—Porque no es respetable. Ya lo sé —dijo Peter disgustado—. Supongo que crees que debería compadecerte. Pues no. Ni siquiera voy a dejar que te acerques a la planchadora de rodillos. Sólo Dios sabe qué serías capaz de hacer mientras yo plancho. Ve a buscar la cuerda de tender y las pinzas de la ropa a la despensa y tiéndelo todo. ¿Puedo confiar en que no te ahorcarás o algo por el estilo mientras lo haces?

—No soy tonta —replicó Charmain con arrogancia.

Más o menos una hora después, cuando Peter y Charmain, ambos empapados de vapor, estaban muy serios comiendo las sobras de la empanada del día anterior en la cocina, Charmain no pudo evitar pensar que sus esfuerzos tendiendo habían tenido más éxito que los de Peter con la planchadora y los hechizos de blanquear. La cuerda de tender iba y volvía diez veces de lado a lado del patio, pero se aguantaba. Las camisas que colgaban de ella con las pinzas no eran blancas. Algunas eran completamente rojas, otras tenían aguas de color rosa y otras eran de un tono azul pálido. La mayoría de las capas tenía rayas blancas en algún punto. Los calcetines y los pantalones eran todos de color crema. Charmain pensó que era muy delicado por su parte no haberle dicho a Peter que el elfo que había estado sacando la cabeza y escondiéndose por entre el zigzag de colada la había contemplado con contrariada sorpresa.

—¡Ahí fuera hay un elfo! —exclamó Peter con la boca llena.

Charmain tragó el resto de su empanada y abrió la puerta trasera para ver qué quería el elfo.

El elfo bajó su rubia cabeza para pasar por el marco de la puerta y se puso a observar desde el centro de la cocina, donde dejó la caja de cristal que llevaba en la mano sobre la mesa. Dentro de la caja había tres cosas blancas esféricas del tamaño de pelotas de tenis. Peter y Charmain las observaron y después miraron al elfo, que estaba simplemente allí, sin hablar.

—¿Qué son? —preguntó Peter después de un rato.

El elfo inclinó un poco la cabeza.

—Eso —dijo— son los tres huevos de lubbock que hemos extraído del mago William Norland. Ha sido una operación muy complicada, pero la hemos llevado a cabo con éxito.

—¡Huevos de lubbock! —exclamaron Charmain y Peter casi al mismo tiempo. Charmain sintió palidecer su rostro y empezó a desear no haberse comido aquella empanada. Todas las pecas marrones de Peter empezaron a destacar sobre su rostro blanco. Waif, que había estado lloriqueando pidiendo comida bajo la mesa, empezó a aullar histéricamente.

—¿Por… Por qué ha traído los huevos aquí? —consiguió preguntar Charmain,

El elfo respondió tranquilamente:

—Porque no hemos podido destruirlos. Han resistido todos nuestros intentos, mágicos y físicos. Hemos llegado a la conclusión de que el único que puede destruirlos es un demonio de fuego. El mago Norland nos ha informado de que usted, señorita Charming, actualmente conoce a uno.

—¿El mago Norland está vivo? ¿Habla con usted? —inquirió Peter ansioso.

—Efectivamente —confirmó el elfo—. Se está recuperando bien y dentro de tres o cuatro días, como mucho, podrá volver.

—¡Oh, estoy tan contenta! —dijo Charmain—. ¿Así que eran los huevos de lubbock los que le habían hecho enfermar?

—Así es —contestó el elfo—. Parece ser que el mago se topó con un lubbock hace unos meses mientras paseaba por un prado en la montaña. El hecho de que sea un mago ha provocado que los huevos absorbiesen su magia y eso los ha convertido en casi imposibles de destruir. Os aviso que no intentéis tocar los huevos ni abrir la caja que los contiene. Son extremadamente peligrosos. Se os recomienda que obtengáis la ayuda del demonio de fuego lo antes posible.

Mientras Peter y Charmain tragaban saliva y miraban fijamente los tres huevos blancos de dentro de la caja, el elfo volvió a inclinar levemente la cabeza y salió por la puerta interior. Peter recuperó la compostura y salió corriendo tras él, gritando que quería más datos. Pero cuando llegó al salón, la puerta principal se acababa de cerrar de golpe. Cuando, seguido por Charmain, a la que seguía Waif, salió corriendo al jardín, ya no había rastro del elfo. Charmain vio a Rollo espiando con tristeza por entre los tallos de una hortensia, pero el elfo había desaparecido.

Ella cogió a Waif y se lo dio a Peter.

—Peter —dijo—, haz que Waif se quede aquí. Voy a buscar a Calcifer ahora mismo —y salió corriendo por el camino del jardín.

—¡Date prisa! —le gritó Peter—. ¡Date mucha prisa!

Charmain no necesitaba que Peter se lo dijera. Estaba corriendo seguida por los desesperados aullidos de Waif, y siguió corriendo hasta rodear el gran acantilado, cuando pudo ver la ciudad ante ella. Allí tuvo que reducir el ritmo a un caminar apresurado y agarrarse el costado a causa del flato, pero siguió yendo lo más rápido que pudo. Pensaba en aquellos huevos esféricos sobre la mesa de la cocina y volvía a correr en cuanto recuperaba el aliento. ¿Y si los huevos se rompían antes de que llegase Calcifer? ¿Y si Peter hacía alguna estupidez, como, por ejemplo, intentar lanzarles un hechizo? ¿Y si…? Intentó dejar de pensar en todas las terribles posibilidades y se dijo a sí misma: «¡Qué tonta soy! ¡Le podría haber preguntado al elfo qué era el regalo élfico! Pero se me olvidó por completo. Me tendría que haber acordado. ¡Soy tonta!». Pero su corazón estaba en otras cosas. Lo único que imaginaba era a Peter murmurando hechizos sobre la caja de cristal. Era muy propio de él intentarlo.

Empezó a llover cuando entró en la ciudad. Charmain estaba agradecida. Eso distraería a Peter de los huevos de lubbock. Tendría que salir afuera corriendo y meter dentro toda la colada antes de que volviera a empaparse. ¡Eso si no había hecho ya una estupidez!

Llegó calada a la mansión real y casi sin aliento. Una vez allí, golpeó la aldaba y tocó la campana aún más nerviosa que cuando Twinkle se había subido al tejado. Parecía que había pasado un siglo. Sim abrió la puerta.

—Oh, Sim —cogió aire—. ¡Necesito ver a Calcifer enseguida! ¿Puedes decirme dónde está?

—Por supuesto, señorita —respondió Sim sin inmutarse ante el hecho de que el pelo y la ropa de Charmain chorreasen—. Ahora mismo Calcifer está en la gran sala. Permítame acompañarla.

Cerró la puerta y empezó a caminar con Charmain chorreando tras él por el largo pasillo, pasada la escalera de piedra, hasta una gran puerta en algún lugar cerca de la parte trasera de la mansión, donde Charmain no había estado nunca.

—Ahí dentro, señorita —dijo él abriendo la grande, pero desgastada puerta.

Charmain entró y se encontró rodeada de un fuerte rumor de voces y en mitad de una multitud de personas muy arregladas que parecían gritarse entre sí mientras caminaban y comían pastel en elegantes platos. El pastel fue lo primero que reconoció. Se elevaba con magnificencia en una mesa especial en el centro de la habitación. Aunque ya sólo quedaba la mitad, era sin duda el mismo pastel en el que los cocineros de su padre habían estado trabajando la tarde anterior. Fue como ver a un viejo amigo entre todos aquellos desconocidos de punta en blanco. El hombre más cercano, que iba vestido de terciopelo azul oscuro con encaje azul marino, se dio la vuelta y se quedó mirando con indignación a Charmain y después intercambió una mirada de disgusto con la mujer que estaba a su lado. La mujer no llevaba exactamente un vestido de fiesta —«¡nunca a la hora del té!», pensó Charmain—, pero vestía con sedas y satenes que hubiesen dejado a tía Sempronia a la altura del betún si hubiese estado allí. Tía Sempronia no estaba, pero Lord Mayor sí, y también su mujer, al igual que el resto de las personas más importantes de la ciudad.

—Sim —dijo el hombre de azul—, ¿quién es esta pequeña plebeya?

—La señorita Charming —respondió Sim—; es la nueva ayudante de Su Majestad, alteza —se volvió hacia Charmain—. Permítame presentarle a su alteza, el príncipe heredero Ludovic, señora —dio un paso atrás y cerró la puerta con él fuera.