La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

Peter, con un suspiro, puso sobre el fuego la gran olla que llevaba en brazos.

—Te lo diré si tú me dices dónde guarda el jabón —dijo.

—¡Que te zurzan! —masculló Charmain—. Está en el lavadero en una bolsa que dice Caninitis o algo así. Así que, ¿qué día es?

—Trapos —dijo Peter—. Dime antes dónde están los trapos. ¿Sabes que ahora mismo hay dos bolsas de ropa sucia en el lavadero?

—No sé dónde están los trapos —respondió Charmain—. ¿Qué día es?

—Antes los trapos —exigió Peter—. No me contesta cuando le pregunto.

—No sabía que venías —dijo Charmain—. ¿Ya es miércoles?

—No entiendo porque no lo sabía —se quejó Peter—. Recibió mi carta. Pregunta por los trapos.

Charmain suspiró.

—Tío abuelo William —dijo—, este estúpido quiere saber dónde están los trapos, por favor.

La amable voz respondió.

—¿Sabes, querida? Casi me olvido de los trapos. Están en el cajón de la mesa.

—Es martes —le indicó Peter, lanzándose al cajón y abriéndolo casi hasta el estómago de Charmain. Mientras sacaba bayetas y trapos de secar platos, farfulló—: Tiene que ser martes, porque yo salí de mi casa el sábado y me llevó tres días llegar. ¿Contenta?

—Gracias —asintió Charmain—. Muy amable. Entonces, me temo que mañana tendré que ir a la ciudad. Puede que esté fuera todo el día.

—Pues qué suerte que esté yo aquí para cuidar de la casa —replicó Peter—. ¿A dónde vas a escaquearte?

—El Rey —dijo Charmain con mucha dignidad— me ha pedido que le vaya a ayudar. Lee esto si no me crees.

Peter cogió la carta y la miró por encima.

—Ya veo —musitó—. Te las has arreglado para estar en dos sitios al mismo tiempo. Buena jugada. Así que ya puedes empezar a ayudarme a fregar estos platos mientras el agua esté caliente.

—¿Por qué? No los he ensuciado yo —protestó Charmain. Se guardó la carta en el bolsillo y se levantó—. Me voy al jardín.

—Yo tampoco los he ensuciado —dijo Peter—. Y además, fue tu tío quien hizo enfadar a los kobolds.

Charmain se limitó a esquivarlo para ir al salón.

—¡No eres nada respetable! —le gritó Peter a su espalda—. Simplemente, eres vaga.

Charmain no se dio por aludida y fue directa a la puerta principal. Waif la siguió, correteando con interés alrededor de sus tobillos, pero Charmain estaba demasiado molesta con Peter para preocuparse por Waif.

—Siempre criticando —refunfuñó—. No ha parado desde que llegó. ¡Cómo si él fuese perfecto! —dijo mientras abría la puerta principal de golpe.

Dio un respingo. Los kobolds habían estado ocupados. Muy ocupados, muy deprisa. Vale, no habían cortado los arbustos porque ella les había dicho que no lo hicieran, pero habían podado todas y cada una de las flores rosas y la mayoría de las moradas y blancas. El camino principal estaba cubierto de flores de hortensia rosas y liláceas, y vio más sobre los arbustos. Charmain dio un grito de indignación y fue corriendo a recogerlas.

—¿Vaga, yo? —musitaba mientras recogía las flores de hortensia en su falda—. ¡Pobre tío abuelo William! Qué desastre. A él le gustaban todos los colores. ¡Esas pequeñas bestias azules!

Fue a dejar las flores de la falda en la mesa de cerca de la ventana del estudio y allí descubrió una cesta al lado de la pared. La cogió y se la llevó a los arbustos. Mientras Waif corría, husmeaba y olisqueaba a su alrededor, Charmain recogía las flores arrancadas y las metía en la cesta. Rio entre dientes cuando descubrió que los kobolds no siempre habían estado seguros de cuáles eran las azules. Habían dejado la mayoría de las verdosas y algunas de color lavanda, mientras que había un arbusto con el que seguro que habían tenido problemas porque todas las flores eran rosas en el centro y azules por fuera. A juzgar por el número de pequeñas huellas alrededor de aquel arbusto, habían discutido sobre ello. Al final, habían arrancado las flores de la mitad del arbusto y dejado el resto.

—¿Veis? No es tan fácil —dijo Charmain en voz alta por si había algún kobold por allí escuchando—. Esto, lo que es, es vandalismo, y espero que estéis avergonzados.

Llevó la última cesta a la mesa mientras repetía: «Gamberros. Os habéis portado mal, pequeñas bestias» y esperaba que, al menos Rollo, estuviese oyéndola.

Algunas de las flores más grandes tenían el tallo bastante largo y Charmain las reunió en un gran ramo rosa, malva, verdoso y blanco, y esparció el resto sobre la mesa para que se secasen al sol. Recordaba haber leído en algún sitio que las hortensias se pueden secar y que mantienen su color, por lo que son buenas para hacer adornos para el invierno. «Al tío abuelo William le gustarán», pensó.

—¡Así que ya ves, es útil sentarse a leer mucho! —proclamó al aire. En aquel momento, sin embargo, sabía que estaba intentando justificarse ante el mundo, si no ante Peter, porque había estado demasiado orgullosa de sí misma por el hecho de haber recibido una carta del Rey.

—Vale —suspiró—. Vamos, Waif.

Waif siguió a Charmain dentro de casa, pero se apartó de la puerta de la cocina temblando. Charmain entendió porque cuando entró en la cocina y Peter levantó la cabeza de su olla humeante. Había encontrado un delantal y se había dedicado a apilar todos los cacharros en columnas ordenadas en el suelo. Lanzó a Charmain una mirada de superioridad moral.

—Típico de las mujeres —afirmó—. Te pido que me ayudes a fregar y tú vas a coger flores.

—La verdad es que no —dijo Charmain—. Esos bestias de los kobolds han arrancado todas las hortensias de color rosa.

—¿Eso han hecho? —exclamó Peter—. ¡Pero es un desastre! Tu tío se va a enfadar cuando vuelva, ¿verdad? Puedes dejar las flores en ese plato, donde están los huevos.

Charmain vio la bandeja de pasteles llena de huevos rodeada por la bolsa de escamas de jabón y las teteras de la mesa.

—Y entonces, ¿dónde pondremos los huevos? Espera.

Fue al baño y puso las hortensias en el lavabo. Todo estaba sospechosamente húmedo y chorreante, pero Charmain prefirió no pensar en ello. Volvió a la cocina y anunció:

—Ahora voy a alimentar las hortensias vaciando estas teteras sobre ellas.

—Buen intento —dijo Peter—. Te llevará horas. ¿Tú crees que esta agua estará ya caliente?

—Sólo humea —dijo Charmain—. Creo que tiene que borbotear. Y no me va a llevar horas. Mira.

Eligió las dos ollas más grandes y empezó a vaciar en ellas las teteras. Estaba diciendo: «Ser vaga tiene algunas ventajas, mira» cuando se dio cuenta de que, después de vaciar la primera tetera y dejarla sobre la mesa, esta había desaparecido.

—Déjanos una —pidió Peter nervioso—. Me gustaría tomar algo caliente.

Charmain lo pensó y dejó la última tetera cuidadosamente sobre la silla. También desapareció.

—Oh, vaya —se lamentó Peter.

Dado que Peter estaba intentando esforzarse por no ser tan huraño, Charmain dijo:

—Podemos tomar un «té de las cinco» en el salón cuando acabemos con esto. Y mi madre me ha traído otra bolsa de comida cuando ha venido.

Peter se animó visiblemente.

—Entonces podremos tener una comida decente cuando acabemos de fregar —dijo él—. Porque vamos a hacer esto antes, no importa lo que digas.

Y puso a Charmain a ello a pesar de sus protestas. En cuanto volvió del jardín, Peter fue a quitarle el libro de las manos y, en su lugar, le ató un trapo a la cintura. Después la llevó a la cocina, donde empezó el misterioso y horrible proceso. Peter le puso otro trapo en la mano.

—Tú secas y yo lavo —dijo quitando la humeante olla del fuego y echando la mitad del agua caliente sobre las escamas de jabón vertidas en el fregadero. Levantó un cubo de agua fría de la bomba y también echó la mitad.

—¿Por qué haces eso? —preguntó Charmain.

—Para no escaldarme —contestó Peter lanzando cuchillos y tenedores en su mezcla que fueron seguidos por pilas de platos—. ¿Es que no sabes nada?

—No —admitió Charmain. Le irritó pensar que ninguno de los muchos libros que había leído mencionaba, ni siquiera de pasada, fregar platos, no hablemos ya de explicar cómo se hace. Vio cómo Peter usaba con energía un trapo para quitar comida muy, muy antigua del plato estampado, que salió limpio y brillante del agua jabonosa. A Charmain le empezó a gustar bastante el proceso y estaba casi dispuesta a creer que era magia. Vio cómo Peter sumergía el plato en otro recipiente para aclararlo. Entonces se lo pasó.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó ella.

—Secarlo, por supuesto —dijo él—. Después déjalo sobre la mesa.

Charmain lo intentó. El proceso le llevó una barbaridad de tiempo. El trapo de secar a duras penas absorbía el agua y el plato no dejaba de resbalarle entre las manos. Era mucho más lenta secando de lo que era Peter fregando, tanto que pronto él tuvo una pila de platos escurriéndose al lado del fregadero y empezó a impacientarse. Como era de esperar, llegados a ese punto el plato más bonito resbaló de las manos de Charmain y cayó al suelo. A diferencia de las teteras, se rompió.

—¡Oh! —exclamó Charmain contemplando los trozos—. ¿Cómo se juntan?

Peter miró al cielo.

—No se puede —dijo—. Procura que no se te caiga otro.

Él recogió los trozos de plato y los tiró a otro cubo.

—Yo seco. Intenta fregar o vamos a estar aquí todo el día.

Vació el agua, ahora sucia, del fregadero, recogió los cuchillos, tenedores y cucharas del fondo y los echó en el cubo de aclarado. Para sorpresa de Charmain, todos parecían limpios y brillantes.

Al ver a Peter rellenar el fregadero con jabón y agua caliente, asumió que él había elegido la parte fácil del trabajo.

Descubrió que estaba equivocada. No le pareció nada fácil. Cada pieza de la vajilla le llevó eones y se empapó toda la parte delantera de la ropa en el proceso. Y Peter no paraba de devolverle platos y tazas, fuentes y vasos diciendo que aún estaban sucios. Tampoco le dejó limpiar ninguno de los platos del perro hasta haber acabado con los cacharros humanos. Charmain pensó que aquello estaba muy mal por su parte. Waif los había dejado todos tan limpios a base de lametazos que Charmain sabía que serían más fáciles de lavar que cualquier otra cosa. Y además, para acabar de empeorarlo todo, estaba horrorizada al ver que sus manos salían del agua enrojecidas y cubiertas de extrañas arrugas.

—¡Estoy enferma! —chilló—. ¡Tengo una horrible enfermedad en la piel!

Se molestó y ofendió cuando Peter se rio de ella.

Pero, finalmente, la terrible tarea finalizó. Charmain, empapada por delante y con las manos arrugadas, se fue enfurruñada al salón a leer La varita de doce puntas bajo la luz que venía del oeste al ponerse el sol y dejó a Peter guardando las cosas limpias en el armario de la cocina. En aquel momento, sentía que iba a volverse loca si no se sentaba a leer un rato. «Prácticamente, no he leído en todo el día», pensó.

Peter la interrumpió demasiado pronto para su gusto al entrar con un jarrón que había encontrado y llenado con hortensias y que dejó en la mesa delante de ella.

—¿Dónde está la comida que dices que ha traído tu madre? —preguntó.

—¿Qué? —dijo Charmain escrutándole por entre las hojas.

—Comida —repitió él.

—Ah —murmuró Charmain—. Sí. Comida. Puedes coger un poco si prometes no manchar ni un plato al comerla.

—De acuerdo —dijo Peter—. Tengo tanta hambre que me la comería de la alfombra.

De modo que, a desgana, Charmain paró de leer y sacó la bolsa de comida de detrás del sillón. Los tres comieron gran cantidad de empanadas del señor Baker, seguidas por dos tés de las cinco del carrito. Durante esa pantagruélica comida, Charmain dejó el jarrón de hortensias sobre el carrito para que no molestase. Cuando volvió a mirar, había desaparecido.

—Me pregunto dónde habrá ido —dijo Peter.

—Puedes sentarte en el carrito y averiguarlo —sugirió Charmain.

Pero, para disgusto de Charmain, a Peter no le apetecía irse tan lejos. Mientras comía, ella pensaba en formas de convencer a Peter de que se fuese de vuelta a Montalbino. No es que le disgustase tanto. Simplemente, era molesto compartir la casa con él. Y sabía —estaba tan segura como si se lo hubiese dicho Peter— que lo próximo que le iba a obligar a hacer era vaciar las bolsas de ropa sucia y lavarlas. La simple idea de lavar algo más le dio escalofríos.

«Al menos —pensó—, yo no voy a estar mañana, así que puede hacerlo él mismo».