La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

La idea de estar buscando cosas tan importantes hizo que los dedos de Charmain se quedasen fríos y torpes sobre el frágil papel.

—Sí. Sí, claro, Su Majestad —prometió.

Para su alivio, en aquel paquete sólo había listas de bienes con sus precios, todos los cuales parecían sorprendentemente bajos.

«Diez libras de velas de cera a dos peniques la libra, veinte peniques —leyó. Bueno, parecía datar de hacía doscientos años—. Seis onzas de azafrán, treinta peniques. Nueve tablones de madera de manzano para aromatizar las habitaciones del jefe, un cuarto de penique».

Etcétera. La siguiente página estaba llena de cosas como: «Cincuenta metros de cortinas de hilo, cuarenta y cuatro chelines». Charmain tomó nota cuidadosamente, dejó los papeles en la caja etiquetada «Cuentas del hogar» y desató el siguiente montón.

—¡Oh! —exclamó. El siguiente papel decía: «Al mago Melicot, por lanzar un hechizo sobre cien pies cuadrados de tejas de latón para darles la apariencia de un tejado de oro, doscientas guineas».

—¿Qué pasa, querida? —preguntó el Rey, poniendo el dedo sobre el punto en el que estaba del libro.

Charmain le leyó la vieja factura al Rey. Él sonrió y sacudió un poco la cabeza.

—Así que es verdad que era magia —comentó—. Debo confesar que siempre había deseado que resultasen ser de oro de verdad, ¿tú no?

—Sí, pero, en cualquier caso, parecen de oro —dijo Charmain para consolarlo.

—Y es un buen hechizo, porque ha durado doscientos años —asintió el Rey—. También caro. Doscientas guineas era un montón de dinero en aquella época. Bueno. Nunca esperé solucionar nuestros problemas financieros así. Además, resultaría raro si subiéramos y arrancásemos todas las tejas del tejado. Sigue buscando, querida.

Charmain siguió buscando, pero todo cuanto encontró fue alguien que cobró dos guineas por plantar un jardín de rosas y otra persona que cobró diez guineas por rehacer el tesoro… no, otra persona no, sino ¡el mismo mago Melicot que hizo lo del tejado!

—Melicot era un especialista, supongo —dijo el Rey cuando Charmain le leyó aquello—. Parece un tipo que se dedicaba a imitar metales preciosos. El tesoro estaba realmente vacío por aquel entonces. Hace años que sé que mi corona es falsa. Debe de ser obra de Melicot. ¿Te está entrando hambre, querida? ¿Te estás quedando fría y rígida? Nosotros no solemos comer a mediodía, como es normal; a mi hija no le gusta, pero yo suelo pedirle un tentempié al mayordomo sobre esta hora. ¿Por qué no te levantas y estiras un poco las piernas mientras yo toco la campana?

Charmain se levantó y camino un poco, provocando que Waif se pusiera de pie y la mirase inquisitivamente, mientras el Rey caminaba con dificultad hacia la cuerda de la campana al lado de la puerta. Decididamente, se le veía frágil, pensó Charmain, y era muy alto. Parecía como si fuese demasiado alto para soportarlo. Mientras esperaban a que alguien respondiese a la llamada, Charmain vio la oportunidad de mirar los libros de las estanterías. Parecía haber libros sobre todo, todos mezclados, libros de viajes junto a libros de álgebra y libros de poemas frotándose con otros de geografía. Charmain acababa de abrir uno titulado Los secretos del Universo al descubierto cuando se abrió la puerta de la biblioteca y entró un hombre con un alto gorro de chef y una bandeja.

Para sorpresa de Charmain, el Rey saltó a esconderse tras la mesa.

—¡Querida, coge a tu perro! —gritó con urgencia.

Enganchado a las piernas del cocinero, como si no se sintiese a salvo, había entrado otro perro, uno marrón de aspecto amargado, orejas retorcidas y cola de rata. Venía gruñendo. Charmain no dudó que aquel era el perro que descuartizaba otros perros y voló a coger a Waif en brazos.

Pero, de algún modo, Waif se escurrió entre sus manos y fue trotando hacia el perro del cocinero. Los gruñidos del otro perro subieron de tono. Se le erizaron los pelos del lomo marrón como a un halcón. Parecía tan peligroso que Charmain no se atrevió a acercarse más. Sin embargo, Waif no parecía tener miedo. Del modo más alegre, fue directa hacia el perro, que estaba mostrando los dientes; se irguió sobre sus patas traseras y frotó descaradamente su hocico contra el de él. El otro perro se echó atrás, tan sorprendido que dejó de gruñir. Estiró sus orejas y, con mucho cuidado, empezó a su vez a olisquear a Waif. Esta dio un ladrido de emoción y empezó saltar. En un momento, ambos perros estaban correteando encantados por toda la biblioteca.

—¡Bien! —exclamó el Rey—. Supongo que entonces no hay problema. ¿Qué significa esto, Jamal? ¿Por qué has venido tú en lugar de Sim?

Jamal, el cual, según vio Charmain, tenía un solo ojo, se acercó y dejó la bandeja sobre la mesa, disculpándose.

—Nuestra princesa se ha llevado a Sim a recibir al invitado, Majestad —explicó—, y me ha dejado a mí para traer la comida. Y no he podido evitar que viniera mi perro. Creo —añadió mirando a los dos perros que correteaban— que mi perro no se había divertido nunca hasta hoy.

Se inclinó ante Charmain.

—Por favor, traiga a su perrita blanca más a menudo, señorita Charming.

Le silbó al perro. Este fingió que no le había oído. Fue a la puerta y volvió a silbarle.

—Comida —le dijo—. Ven a comer calamar.

Esta vez fueron los dos perros. Y para sorpresa y consternación de Charmain, Waif se fue trotando tras el perro del cocinero y la puerta se cerró tras ellos.

—No te preocupes —la tranquilizó el Rey—. Parece que se han hecho amigos. Jamal la traerá de vuelta. Es muy de fiar. Si no fuese por ese perro suyo, sería el cocinero perfecto. Vamos a ver qué nos ha traído, ¿de acuerdo?

Jamal había traído una jarra de limonada y una fuente con cosas marrones crujientes bajo un trapo blanco. El rey dijo: «¡Ah! —y apartó con agilidad el trapo—, coge uno de estos mientras estén calientes, querida».

Charmain lo hizo. Un solo bocado fue suficiente para convencerla de que Jamal era incluso mejor cocinero que su padre, y el señor Baker era conocido por ser el mejor cocinero de la ciudad. Las cosas marrones eran crujientes y blandas al mismo tiempo, con un sabor bastante picante que Charmain no había probado nunca antes. Hacían que te apeteciera una limonada. Ella y el Rey limpiaron toda la fuente mano a mano y se bebieron toda la limonada. Después volvieron al trabajo.

Llegados a este punto, ya habían intimado. Charmain ya no tenía vergüenza de preguntar al Rey todo lo que quería saber:

—¿Por qué necesitaban dos barriles de pétalos de rosas, Majestad? —le preguntaba.

Y el Rey respondía:

—En aquella época les gustaba apoyar los pies sobre ellos en el salón. Una costumbre muy sucia, en mi opinión. Escucha la opinión de este filósofo sobre los camellos, querida —y le leía una página de su libro que les hacía reír. Claramente, el filósofo no se llevaba bien con los camellos.

Bastante después, se abrió la puerta de la biblioteca y Waif entró trotando, con aspecto de estar muy satisfecha de sí misma. Iba seguida de Jamal:

—Traigo un mensaje de nuestra princesa, Majestad —dijo—. La dama ya se ha instalado y Sim está llevando té al salón delantero.

—Ah —dijo el Rey—, ¿y pastelillos?

—Y magdalenas —afirmó Jamal, y se fue.

El Rey cerró el libro de golpe y se levantó.

—Será mejor que vaya a saludar a la visita —indicó.

—Pues yo seguiré con las facturas —dijo Charmain—. Haré un montón con las que tenga que consultar con usted.

—No, no —repuso el Rey—. Tú también vienes, querida. Trae a la perrita. Ayuda a romper el hielo, ya sabes. La dama es amiga de mi hija. Yo no la conozco.

De repente, Charmain volvió a sentirse muy nerviosa. La princesa Hilda le había parecido del todo intimidante y demasiado de la realeza para sentirse cómoda a su lado, y cualquier amiga suya tenía indicios de ser igual de poco agradable. Pero apenas había empezado a decir que no cuando el Rey ya le estaba sujetando la puerta para que pasara. Waif iba tras él. Charmain se vio obligada a levantarse y seguirle.

El salón delantero era una gran habitación en la que había sofás desteñidos con los brazos un poco rozados y los flecos bastante deshilachados. Seguía habiendo recuadros pálidos en las paredes, allí donde había habido cuadros colgados. El recuadro más grande estaba sobre la gran chimenea de mármol, donde, para alivio de Charmain, ardía un alegre fuego. El salón, al igual que la biblioteca, era una habitación fría, y Charmain había vuelto a enfriarse a causa de los nervios.

La princesa Hilda estaba sentada, tiesa como un palo, en un sofá al lado de la chimenea, donde Sim había acercado un gran carrito de té. En cuanto vio a Sim empujar el carrito, Charmain supo de qué lo conocía. De cuando se había perdido al lado de la sala de reuniones y había visto a un hombre viejo empujando un carrito por un extraño pasillo. «¡Qué raro!», pensó. Sim estaba dejando, con manos temblorosas, un plato de pastas de mantequilla sobre la chimenea. Al ver las pastas, el hocico de Waif se agitó y se abalanzó a por ellas. Charmain consiguió pararla por los pelos. Mientras estaba de pie agarrando con fuerza en brazos a una Waif que no dejaba de revolverse, la princesa dijo:

—¡Ah! Mi padre, el Rey —todos los demás del salón se levantaron—. Padre —dijo la princesa—, permíteme presentarte a mi buena amiga, la señora Sophie Pendragon.

El Rey se acercó con dificultad alargando la mano y haciendo que la gran habitación pareciera un poco más pequeña. Charmain no había reparado antes en lo alto que era. «Casi tan alto como aquellos elfos», pensó.

—Señora Pendragon —dijo—, encantado de conocerla. Las amigas de mi hija también lo son mías.

La señora Pendragon sorprendió a Charmain. Era bastante joven, bastante más que la princesa, e iba vestida a la moda con un traje de color azul pavo real que contrastaba a la perfección con su pelo rojo y sus ojos verde-azules. «¡Es encantadora!», pensó Charmain con cierta envidia. La señora Pendragon hizo una pequeña reverencia al darle la mano al Rey.

—Estoy aquí para hacerlo lo mejor que pueda, Majestad. No puedo decir más.

—Bien, bien —respondió el Rey—. Por favor, siéntate. Sentaos todos. Y tomemos el té.

Todos se sentaron y empezó una educada conversación mientras Sim revoloteaba alrededor sirviendo té. Charmain se sintió completamente fuera de lugar. Segura de que no debería estar allí, se sentó en el extremo más alejado del sofá e intentó discernir quién era el resto de personas. Mientras tanto, Waif estaba tranquilamente en el sofá junto a Charmain con aspecto recatado. Miraba con ojos de deseo al hombre que estaba pasando las pastas. El caballero era tan silencioso y gris que Charmain olvidó su aspecto en cuanto apartó la vista de él y tuvo que volver a mirarlo para recordarlo. El otro caballero, cuya boca parecía cerrada incluso cuando hablaba, comprendió que era el canciller del Rey. Parecía tener un montón de secretos que contar a la señora Pendragon, que no dejaba de asentir y después parpadear como si el canciller le hubiese dicho algo sorprendente. La otra dama, algo mayor, parecía la dama de compañía de la princesa Hilda y era muy buena hablando del tiempo.

—Y no me sorprendería que esta noche volviese a llover —estaba diciendo cuando el hombre gris llegó al lado de Charmain a ofrecerle una pasta. Waif siguió la bandeja con el hocico, suplicante.

—Oh, gracias —dijo Charmain contenta de que se hubiera acordado de ella.

—Coja dos —le sugirió el hombre gris—. Seguro que Su Majestad se come todas las que sobren.

En aquel momento, el Rey se estaba comiendo dos magdalenas, la una aplastada sobre la otra, y mirando las pastas con tanto deseo como Waif.