La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

«Debe de ser el mayordomo —pensó Charmain, preguntándose dónde había visto antes a aquel viejo—. Debo de habérmelo cruzado por la ciudad de camino al colegio», pensó.

—Eh… —titubeó ella—. Soy Charmain Baker. El Rey me mandó una carta…

Soltó una mano de Waif para sacar la carta del bolsillo, pero antes de llegar a cogerla, el viejo mayordomo abrió la puerta de par en par.

—Haga el favor de entrar, señorita Charming —dijo con su vieja voz temblorosa—. Su Majestad la espera.

Charmain se vio entrando en la mansión real con unas piernas casi tan temblorosas como las del viejo mayordomo. La edad le hacía inclinarse tanto que su cara estaba al nivel de Waif cuando Charmain pasó tambaleándose a su lado.

La detuvo con una mano temblorosa.

—Por favor, agarre fuerte al perrito, señorita. No sería bueno que paseara por aquí.

Charmain se descubrió a sí misma balbuceando:

—De verdad que espero que no haya ningún problema por haberla traído; no dejaba de seguirme, ya sabe, y al final he tenido que cogerla y traerla, o habría…

—No hay absolutamente ningún problema, señorita —dijo el mayordomo cerrando la gran puerta—. A Su Majestad le gustan mucho los perros. De hecho, ha recibido muchos mordiscos intentando hacerse amigo de… En fin, el hecho, señorita, es que nuestro cocinero de Rajpuhta tiene un perro que no es nada simpático. Se sabe que ha matado a otros perros por entrar en su territorio.

—¡Oh, cielos! —murmuró Charmain débilmente.

—Exacto —asintió el viejo mayordomo—. Si hace el favor de seguirme, señorita…

Waif se revolvía en brazos de Charmain porque ella la estaba apretando con demasiada fuerza mientras seguía al mayordomo por el pasillo de piedra. Dentro de la mansión hacía fresco y estaba bastante oscuro. Charmain se sorprendió al ver que no había adornos y casi ninguna señal de riqueza real, a menos que se contasen uno o dos grandes cuadros marrones con deslucidos marcos de oro. Había bastantes recuadros pálidos en las paredes, de donde habían quitado cuadros, pero Charmain estaba ya tan nerviosa que no se planteó el motivo. Sólo tenía cada vez más frío y se sentía más y más pequeña y poco importante, casi del tamaño de Waif.

El mayordomo se paró y abrió, con un chirrido, una gran puerta cuadrada de roble.

—Su Majestad, la señorita Charming Baker —anunció— y su perro.

Y se alejó tambaleándose.

Charmain consiguió entrar también tambaleándose. «¡El temblor debe de ser contagioso!», pensó, y no se atrevió a hacer la reverencia por miedo a que sus rodillas se derrumbasen.

La habitación era una enorme biblioteca. Estanterías de color marrón pálido se extendían en ambas direcciones. El olor de los libros viejos, que Charmain adoraba, era casi excesivo. Justo enfrente de ella había una gran mesa de roble con altas pilas de libros y montones de papeles amarillentos y, en uno de los extremos de la mesa, algunos más nuevos y blancos. Al fondo había tres grandes sillas talladas, dispuestas alrededor de un pequeño brasero de carbón y una papelera de metal. La papelera estaba sobre una bandeja metálica que a su vez descansaba sobre una alfombra casi inservible. Dos personas mayores estaban allí sentadas. Uno era un hombre mayor y grande, con una barba blanca muy cuidada y unos ojos amables y rodeados de arrugas. Cuando Charmain se atrevió a mirarlo, supo que era el Rey.

—Ven aquí, querida —le dijo—, y siéntate. Deja al perrito en el suelo, cerca del fuego.

Charmain consiguió hacer lo que decía el Rey. Para su alivio, Waif pareció darse cuenta de que allí había que comportarse del mejor de los modos. Se sentó seriamente en la alfombra y agitó educadamente la cola. Charmain se sentó al borde de la silla tallada y empezó a temblar.

—Permíteme presentarte a mi hija —dijo el Rey—, la princesa Hilda.

La princesa Hilda también era mayor. Si no hubiera sabido que era la hija del Rey, hubiera pensado que la princesa y el Rey tenían la misma edad. La principal diferencia entre ellos era que la princesa parecía el doble de mayestática que el Rey. Era una gran dama como su padre, con el pelo, plateado como el metal, muy bien peinado y un traje de tweed tan sobrio y de un color tan de tweed que Charmain supo que era un traje altamente aristocrático. El único adorno que llevaba era un gran anillo en una mano venosa.

—Es una perrita muy mona —comentó ella con voz firme y clara—. ¿Cómo se llama?

—Waif, alteza —respondió Charmain titubeante.

—¿Y hace mucho que la tienes? —preguntó la princesa.

Charmain se dio cuenta de que la princesa estaba entablando conversación para que se sintiese más cómoda, cosa que hizo que se pusiese aún más nerviosa.

—No… eh… bueno —vaciló ella—. La verdad es que la habían abandonado. Y… eh… eso me dijo el tío abuelo William. Y no debe de hacer mucho que la tenía, porque él no sabía que era… esto… sí… quiero decir, hembra. William Norland, ¿sabe? El mago.

Ambos, el Rey y la princesa, dijeron «¡oh!» al oír eso, y el Rey preguntó:

—Entonces, querida, ¿eres familia del mago Norland?

—Nuestro gran amigo —añadió la princesa.

—Sí, eh… en realidad, es el tío abuelo de mi tía Sempronia.

De algún modo, la atmósfera se hizo mucho más distendida. El Rey dijo, bastante ansioso:

—Supongo que aún no tienes ninguna noticia sobre cómo evoluciona el mago Norland.

Charmain negó con la cabeza.

—Me temo que no, Majestad, pero parecía muy enfermo cuando llegaron los elfos para llevárselo.

—Sin duda —dijo la princesa Hilda—. Pobre William. Bien, señorita Baker…

—Oh, oh, por favor, llámeme Charmain —balbuceó Charmain.

—Muy bien —asintió la princesa—. Pero tenemos que ponernos manos a la obra, niña, porque voy a tener que dejarte enseguida para atender a mi primer invitado.

—Mi hija te dedicará una hora, más o menos —dijo el Rey—, y te explicará qué tienes que hacer en la biblioteca y cómo puedes ayudarnos mejor. Esto es porque dedujimos de tu caligrafía que no eras demasiado mayor, como vemos que es el caso, y seguramente no tienes experiencia —dedicó a Charmain su sonrisa más encantadora—. De verdad que estamos sumamente agradecidos por tu oferta de ayuda, querida. Nunca nadie antes había pensado que la necesitáramos.

Charmain notó cómo se le calentaba la cara. Supo que se estaba ruborizando por momentos.

—Es un placer, Maj… —consiguió murmurar.

—Acerca tu silla a la mesa —la interrumpió la princesa— y nos pondremos a trabajar.

Cuando Charmain se levantó y arrastró la pesada silla, el Rey dijo amablemente:

—Esperamos que no pases mucho calor aquí con el brasero. Puede que sea verano, pero los mayores sentimos frío.

Charmain seguía congelada a causa de los nervios.

—No, en absoluto, Majestad —contestó ella.

—Y al menos Waif está contenta —dijo el Rey señalando con un dedo con forma de garra. Waif se había tumbado sobre el lomo con las cuatro patas hacia arriba y disfrutaba del calor del brasero. Parecía mucho más feliz que Charmain.

—A trabajar, padre —ordenó la princesa con seriedad.

Cogió las gafas que le colgaban de una cadena del cuello y se las puso sobre su aristocrática nariz. El Rey cogió un par de quevedos. Charmain cogió sus gafas. Si no hubiese estado tan nerviosa, le hubiera hecho gracia que los tres tuviesen que hacer el mismo gesto.

—Bien —dijo la princesa—, en esta biblioteca tenemos libros, papeles y pergaminos. Después de toda una vida de trabajo, padre y yo hemos conseguido hacer una lista de casi la mitad de los libros, con el título y el autor, y le hemos asignado un número a cada uno, junto con un breve resumen del contenido de cada libro. Padre seguirá haciendo eso mientras tú te harás responsable de mi tarea principal, que es catalogar los papeles y pergaminos. Prácticamente acabo de empezar, lo siento. Esta es mi lista —abrió un gran archivador lleno de hojas de papel cubiertas de una escritura angulosa y elegante y alineó unos cuantas ante Charmain—. Como ves, tengo algunos encabezamientos: cartas familiares, cuentas del hogar, escritos históricos, etcétera. Tu trabajo es coger cada pila de papeles y decidir qué contiene cada página exactamente. Después tienes que escribir su descripción bajo el encabezamiento adecuado y, una vez hecho, guardar cuidadosamente el papel en una de estas cajas etiquetadas. ¿De momento lo tienes claro?

Charmain, inclinada para ver las listas bellamente escritas, temió parecer increíblemente estúpida.

—¿Qué hago —preguntó— si me encuentro con un papel que no encaje en ninguna de las categorías, señora?

—Muy buena pregunta —asintió la princesa Hilda—. Esperamos que encuentres muchas cosas que no encajen. Cuando lo hagas, pregúntale a mi padre enseguida por si el papel es importante. Si no lo es, ponlo en la caja etiquetada como «Miscelánea». Muy bien, este es tu primer montón de papeles. Te vigilaré mientras los revisas para ver qué tal vas. Aquí está el papel para tus listas. La pluma y la tinta están ahí. Por favor, empieza.

Le acercó a Charmain un gastado paquete de cartas, atado con una cinta rosa, y se sentó a mirar.

«Jamás he visto algo más desconcertante!», pensó Charmain. Deshizo el lazo rosa con manos temblorosas e intentó formar una fila con las cartas.

—Coge cada una por esquinas opuestas —dijo la princesa Hilda—. No las chafes.

«¡Oh, cielos!», pensó Charmain. Miró de reojo al Rey, quien había cogido un libro de aspecto mustio encuadernado en cuero y lo hojeaba con cuidado. «Ojalá estuviese haciendo eso», pensó. Suspiró y abrió con cuidado la primera y frágil carta marrón.

«Mi más querida, preciosa e increíble amada —leyó—. Te añoro tantísimo…».

—Hum… —se dirigió a la princesa Hilda—. ¿Hay una caja para las cartas de amor?

—Sí, desde luego —dijo la princesa—. Esta. Apunta la fecha y el nombre de quien la escribió. Por cierto, ¿quién es?

Charmain miró el final de la carta.

—Ah, dice «Gran Dolphie».

El Rey y la princesa dijeron al mismo tiempo «¡bien!» y se pusieron a reír, el Rey con más fuerza.

—Entonces es de mi padre a mi madre —explicó la princesa Hilda—. Mi madre hace muchos años que murió. Pero eso no importa. Apúntalo en tu lista.

Charmain se fijó en el aspecto frágil y el color marrón del papel y pensó que debía de hacer muchísimo tiempo. Le sorprendió el hecho de que al Rey no pareció importarle que ella la leyera; ni él ni la princesa parecían preocupados. «A lo mejor la gente de la familia real es diferente», pensó mirando la siguiente carta. Empezaba: «Mi querido pastelito dulce». «Pues vaya». Siguió con el trabajo.

Después de un rato, la princesa se levantó y empujó su silla debajo de la mesa con elegancia.

—Parece que va bien —anunció—. Debo irme. Mi visita está a punto de llegar. Aunque me hubiera gustado hablar también con su marido, padre.

—Eso está fuera de toda discusión —replicó el Rey sin levantar la vista de sus notas—. Sería pasarnos de la raya. Él es el mago real de otro sitio.

—Oh, ya lo sé —suspiró la princesa Hilda—. Pero también sé que Ingary tiene dos magos reales. Y que nuestro pobre William está enfermo y podría estar muriéndose.

—La vida es injusta, querida —dijo él, aún rasgando con su pluma de oca—. Además, a William no le fue mejor de lo que nos ha ido a nosotros.

—Eso también lo sé, padre —dijo la princesa Hilda mientras salía de la biblioteca. La puerta se cerró con un fuerte golpe tras de sí.

Charmain se inclinó sobre la siguiente pila de papeles como si no hubiera oído nada. Parecía un tema privado. Esa pila llevaba atada tanto tiempo que todas las hojas parecían pegadas entre sí, estaban resecas y marrones, como aquel nido de avispas que Charmain había encontrado una vez en el desván de casa.

—Ejem —carraspeó el Rey. Charmain levantó la vista y vio que le estaba sonriendo con la pluma en el aire y haciéndole una mueca de reojo por encima de las gafas—. Veo que eres una joven muy discreta —dijo—. Debes de haber entendido de nuestra conversación que estamos buscando, y tu tío abuelo William con nosotros, cosas muy importantes. Las categorías de mi hija te darán una pista sobre qué buscar. Las palabras clave son: tesoro, beneficios, oro y regalo élfico. Si encuentras alguna mención a una de esas cosas, por favor, dintelo enseguida.