La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

A pesar de la explicación, que Charmain encontró bastante buena, la señora Baker se preocupó. Podría haber montado una escena si Waif no hubiese estirado las patas traseras, y caminado hacia la señora Baker con sus patas delanteras puestas de nuevo con gracia bajo el mentón.

—¡Oh, bonita! —exclamó la señora Baker—. Charmain, si tu tío abuelo te deja traer a este adorable perro a casa cuando él se mejore, no me importará nada. Nada de nada.

Charmain pudo meterse la carta del Rey bajo el cinturón y besó a su madre y a tía Sempronia para despedirse de ellas sin que ninguna la volviese a mencionar. Las despidió alegremente con la mano mientras se alejaban por el camino entre las hortensias y cerró la puerta principal con un suspiro de alivio.

—¡Gracias, Waif! —suspiró—. ¡Perra lista!

Se apoyó en la puerta principal y empezó a abrir la carta del Rey, «aunque ya sé que va a decir que no —se dijo a sí misma, temblando de nervios—. ¡Si fuera yo fuera él me diría que no!».

Antes de acabar de romper el sobre, Peter abrió de golpe la otra puerta.

—¿Ya se han ido? —preguntó—. ¡Por fin! Necesito que me ayudes. Una turba de kobolds enfadados me está molestando aquí dentro.

Capítulo 6

Que trata del color azul

CHARMAIN suspiró y se metió la carta del Rey en el bolsillo. No le apetecía compartir lo que fuera que dijese con Peter.

—¿Por qué? —inquirió—. ¿Por qué están enfadados?

—Ven a verlo —dijo Peter—. A mí todo me suena ridículo. Les he dicho que tú estabas al mando y que tenían que esperar a que acabases de ser educada con esas dos brujas.

—¿Brujas? —repitió Charmain—. ¡Una de ellas era mi madre!

—Bueno, mi madre es bruja —observó Peter—. Y bastaba con echarle un vistazo a la orgullosa vestida de seda para saber que era bruja. Vamos, ven.

Aguantó la puerta a Charmain y ella entró pensando que seguramente Peter tenía razón con respecto a tía Sempronia. Nadie en la respetable casa de los Baker mencionaba jamás la brujería, pero Charmain estaba segura desde hacía años de que tía Sempronia era bruja, aunque nunca lo había reconocido ante sí misma tan crudamente.

Se olvidó de tía Sempronia en cuanto entró en la cocina. Había kobolds por todas partes. Hombrecillos azules de diferentes formas con grandes narices estaban de pie en cualquier lugar del suelo donde hubiese espacio y que no estuviera lleno de platos de perro o té derramado. Estaban sobre la mesa, entre las teteras y en el fregadero, haciendo equilibrios entre los platos sucios. También había mujercitas azules, la mayoría posada sobre las bolsas de ropa sucia. Las mujeres se distinguían por sus narices más pequeñas y amables y sus faldas azules de volantes bastante elegantes. «Me gustaría tener una falda de esas —pensó Charmain—. Aunque más grande, claro». Había tantos kobolds que a Charmain le llevó un rato darse cuenta de que las burbujas de la chimenea casi habían desaparecido.

Todos los kobolds dieron un estridente grito cuando entró Charmain.

—Parece que tenemos a toda la tribu —dijo Peter.

Charmain pensó que seguramente tenía razón.

—Ya estoy aquí. ¿Qué problema tenéis?

La respuesta fue tal tempestad de gritos que Charmain se tapó las orejas con las manos.

—¡Ya vale! —gritó—. ¿Cómo voy a entender una sola palabra de lo que decís si gritáis todos al mismo tiempo?

Reconoció al kobold que había aparecido en el salón encima de una silla con, al menos, otros seis. Su nariz tenía una forma muy fácil de recordar.

—Cuéntamelo tú. ¿Cómo te llamabas?

El asintió bruscamente.

—Mi nombre es Timminz. Entiendo que usted es Charming Baker y que habla en nombre del mago. ¿Es así?

—Más o menos —dijo Charmain. No parecía tener mucho sentido discutir por su nombre. Además, le gustaba que la llamaran Charming[1]—. Ya le dije que el mago está enfermo. Se ha ido a que le curen.

—Eso me ha dicho —respondió Timminz—. ¿Está segura de que no huyó?

Aquello generó tal cantidad de gritos y abucheos en toda la cocina que Charmain tuvo que volver a gritar para que la oyeran:

—¡Callaos! Por supuesto que no ha huido. Yo estaba aquí cuando se fue. No estaba nada bien y los elfos tuvieron que llevárselo en brazos. Habría muerto si no se lo hubieran llevado.

En el casi silencio que siguió a aquello, Timminz dijo con tono enojado:

—Si usted lo dice, la creemos, por supuesto. Nuestra disputa es con el mago, pero tal vez usted pueda solucionarla. Y ya le digo que no nos gusta. Es indecente.

—¿El qué? —preguntó Charmain.

Timminz levantó los ojos y lanzó una mirada llena de ira por encima de la nariz.

—No se ría. El mago se rio cuando me quejé a él.

—Le prometo no reírme —aseguró Charmain—. ¿Qué pasa?

—Estamos muy enfadados —dijo Tamminz—. Nuestras mujeres se niegan a fregarle los platos y nos llevamos sus grifos para que no pudiera hacerlo él, pero todo cuanto hizo fue sonreír y decir que no tenía fuerzas para discutir.

—Bueno, estaba enfermo —repuso Charmain—. Ahora ya lo sabe. ¿Qué es lo que pasa?

—Ese jardín suyo —explicó Timminz—. La primera queja vino de Rollo, pero después vine a echar un vistazo y Rollo tenía razón. El mago tiene arbustos de flores azules, que es un color adecuado y razonable para las flores, pero mediante su magia ha hecho que la mitad de esos mismos arbustos sean ¡rosas!, y algunos son incluso verdes o blancos, lo que es desagradable e incorrecto.

Llegados a ese punto, Peter no pudo contenerse:

—¡Pero las hortensias son así! —exclamó—. ¡Ya se lo he explicado! Cualquier jardinero puede decírselo. Si no se ponen polvos azules bajo el arbusto, algunas flores salen rosas. Rollo es jardinero. Debería saberlo.

Charmain miró en la atestada cocina, pero no consiguió ver a Rollo en ninguna parte entre el enjambre de personas azules.

—Seguramente sólo lo dijo porque le gusta podar las cosas.

—Apuesto a que le estuvo pidiendo al mago poder cortar los arbustos y él le dijo que no. Me lo pidió a mí anoche…

En este punto, Rollo saltó al lado de un plato de comida de perro casi a los pies de Charmain. Le reconoció casi exclusivamente por su desagradable vocecilla cuando chilló:

—¡Pues claro que se lo pedí! Y ella se sienta allí en el camino, cuando acababa de caer flotando del cielo, tan tranquila, y me dice que yo sólo quiero divertirme. ¡Es tan mala como el mago!

Charmain bajó la cabeza para mirarlo.

—Sólo eres una pequeña bestia destructiva —dijo—. ¡Lo que estás haciendo es dar problemas porque no puedes salirte con la tuya!

Rollo levantó un brazo.

—¿La habéis oído? ¿Habéis oído lo que ha dicho? ¿Quién está equivocado, ella o yo?

Un horrible clamor se elevó en la cocina. Timminz gritó pidiendo silencio y, cuando el clamor se convirtió en susurros, le dijo a Charmain:

—Entonces, ¿nos da permiso para que esos desgraciados arbustos sean podados?

—No, no se lo doy —le espetó Charmain—. Son los arbustos del tío abuelo William, y se supone que tengo que cuidar de todas sus cosas. Y Rollo sólo está creando problemas.

Timminz dijo, arrojándole una mirada iracunda:

—¿Es su última palabra?

—Sí —contestó Charmain—. Lo es.

—Entonces —dijo Timminz—, se ha quedado sola. Ningún kobold va a mover una mano por usted de ahora en adelante.

Y se fueron todos. De repente, la multitud azul desapareció entre las teteras, los platos del perro y los cacharros sucios, dejando que un leve viento se llevase las últimas burbujas y el fuego ardiese ya brillantemente en el hueco de la chimenea.

—Has hecho una estupidez —dictaminó Peter.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Charmain indignada—. Has sido tú quien ha dicho que se suponía que los arbustos tenían que ser así. Y has visto que Rollo los había enfadado a todos a propósito. No podía permitir que el tío abuelo William volviera y se encontrase con todo el jardín cortado, ¿verdad?

—Sí, pero podrías haber tenido un poco más de tacto —insistió Peter—. Esperaba que les dijeses que íbamos a hacer un hechizo azul para convertir todas las flores en azules, o algo así.

—Sí, pero Rollo hubiese seguido queriendo cortarlo todo —dijo Charmain—. Anoche me llamó aguafiestas por no permitírselo.

—Podrías haberles hecho ver cómo es en realidad —la contradijo Peter—, en vez de enfadarlos aún más.

—Al menos no me he reído de ellos como hizo el tío abuelo William —le replicó Charmain—. Fue él quien hizo que se enfadaran, no yo.

—¡Y mira lo que consiguió! —dijo Peter—. Se llevaron los grifos y le dejaron todos los platos sucios. De modo que ahora tenemos que fregarlos todos sin ni siquiera un poco de agua caliente del baño.

Charmain se sentó haciendo aspavientos en una silla y empezó, otra vez, a abrir la carta del Rey.

—¿Por qué deberíamos hacerlo? —dijo—. Además, no tengo ni la más remota idea de cómo se friega los platos.

Peter estaba escandalizado.

—¿No sabes? ¿Y por qué no?

Charmain abrió el sobre y sacó un papel plegado, rígido, largo y hermoso.

—Mi madre me ha educado para ser respetable —aclaró ella—. Nunca ha dejado que me acercase al fregadero, ni siquiera a la cocina.

—¡No me lo creo! —exclamó Peter—. ¿Cómo puede ser respetable no saber hacer cosas? ¿Es respetable encender fuego con una pastilla de jabón?

—Eso —dijo Charmain con arrogancia— fue un accidente. Por favor, estate callado y déjame leer mi carta.

Se puso las gafas sobre la nariz y desplegó el papel.

—Querida señorita Baker —leyó.

—Bueno, yo voy a intentarlo —la interrumpió Peter—. Estoy apañado si voy a dejarme amenazar por un montón de personitas azules. Y me gustaría pensar que tienes suficiente orgullo como para ayudarme a hacerlo.

—Cállate —dijo Charmain, y se concentró en la carta.

Querida señorita Baker:

Ha sido usted muy amable por ofrecernos sus servicios. Normalmente, la ayuda de nuestra hija, la princesa Hilda, sería suficiente para cubrir nuestras necesidades; pero ocurre que la princesa está a punto recibir una importante visita y se ve obligada a aparcar su trabajo en la biblioteca durante la misma. Por lo tanto, aceptamos graciosamente su amable oferta de manera temporal. Si fuese usted tan amable de presentarse en la mansión real el miércoles que viene sobre las diez y media, estaremos encantados de recibirla en nuestra biblioteca y mostrarle nuestro trabajo.

Su servidor agradecido,

Adolphus Rex Norlandi Alti

El corazón de Charmain se desbocó a medida que leía la carta, pero hasta el final de su lectura no se dio cuenta de que lo fascinante, improbable e increíble había sucedido: ¡el Rey había accedido a recibir su ayuda en la biblioteca real! Sin estar segura del porqué, se le llenaron los ojos de lágrimas y tuvo que quitarse las gafas. Su corazón martilleaba con alegría. Después con nerviosismo. ¿Era miércoles? ¿Había perdido su oportunidad?

Había estado oyendo, sin prestar atención, cómo Peter golpeaba cacerolas y apartaba con los pies platos de comida para perros mientras se dirigía a la puerta interior. En ese momento, le oyó volver.

—¿Qué día es hoy? —le preguntó.