La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

Rollo se cruzó de brazos y se sentó tieso y enfadado. Charmain se volvió hacia Timminz.

—¿Puedo preguntarle quién necesita un reloj tan grande? Mientras esperamos —explicó al ver que Peter negaba con la cabeza en su dirección.

—El príncipe heredero Ludovic —contestó él no sin orgullo—. Quería algo enorme para Castel Joie —la tristeza se tragó su orgullo—. Aún no nos ha pagado ni un céntimo. Nunca paga. Cuando piensas en lo rico que es…

Le interrumpieron los kobolds que volvían corriendo.

—¡Aquí está! —gritaban—. ¿Es esto? ¡Estaba debajo de su cama!

El kobold que iba delante cargaba con la olla en brazos. Parecía la típica olla de barro que se usa para hacer estofado, excepto porque estaba rodeada de un halo con los colores del arco iris.

—Eso es —asintió Peter.

—Entonces, ¿qué es lo que ha hecho con el oro? —preguntó el kobold.

—¿Qué quieres decir con qué he hecho con el oro? —inquirió Rollo—. Esa olla estaba llena… —paró al darse cuenta de que se estaba descubriendo.

—Ya no. Mira si no me crees —respondió el otro kobold. Soltó la olla entre las piernas cruzadas de Rollo—. Así es como nos la hemos encontrado.

Rollo se inclinó para mirar dentro de la olla. Reprimió un lamento. Metió la mano y sacó un puñado de hojas amarillas, secas. Después sacó otro puñado y otro, hasta acabar con ambas manos dentro de una olla vacía y rodeado de hojas secas.

—¡Ha desaparecido! —lloriqueó—. ¡Se ha convertido en hojas secas! ¡El lubbock me ha engañado!

—Así que admites que el lubbock te pagó para crear problemas —dijo Timminz.

Rollo lo miró de reojo.

—No admito nada, excepto que me han robado.

Peter tosió.

—Ejem. Me temo que el lubbock aún le engañó más. En cuanto Rollo se dio la vuelta, puso sus huevos en él.

Todo el mundo se sobresaltó. Las caras de grandes narices de los kobolds miraron a Rollo, pálidas de miedo, incluidas las narices, y después se volvieron hacia Peter.

—Es verdad. Los dos lo vimos —afirmó Peter.

Charmain asintió cuando la miraron a ella.

—Es verdad —dijo.

—¡Es mentira! —bramó Rollo—. ¡Me estáis tomando el pelo!

—No, no te estamos tomando el pelo —repuso Charmain—. El lubbock sacó sus extremidades de poner huevos y te dio en la espalda justo antes de que te hundieras en la tierra. ¿No acabas de decir que te duele la espalda?

Los ojos de Rollo se salían de las órbitas en dirección a Charmain. La creía. Abrió la boca. Waif se alejó a toda prisa en cuanto empezó a gritar. Lanzó la olla lejos, pataleó en una tormenta de hojas secas y chilló hasta ponerse azul marino.

—¡Estoy condenado! —balbuceó—. Soy un muerto viviente. Hay cosas creciendo en mi interior. ¡Socorro! Oh, por favor, que alguien me ayude.

Nadie le ayudó. Todos los kobolds se apartaron, mirándole horrorizados. Peter los miró molesto. Una kobold exclamó:

—¡Esto es un ejemplo inaceptable! —y eso le pareció tan injusto a Charmain que no pudo evitar sentir lástima por Rollo.

—Los elfos pueden ayudarle —le dijo a Timminz.

—¿Qué has dicho? —Timminz chasqueó los dedos. Se hizo el silencio. Aunque Rollo seguía pataleando y abriendo y cerrando la boca, no se le oía—. ¿Qué has dicho? —le repitió Timminz a Charmain.

—Los elfos —dijo Charmain— saben sacar huevos de lubbock de las personas.

—Sí que saben —coincidió Peter—. El mago Norland tenía huevos de lubbock en su cuerpo. Por eso se lo llevaron para curarlo. Ayer vino un elfo con los huevos que le habían sacado.

—Los elfos son caros —dijo un kobold que estaba al lado de la rodilla derecha de Charmain con voz sorprendida.

—Chis —Timminz había arrugado la frente hasta la nariz. Suspiró—. Supongo —musitó— que podríamos darles a los elfos su silla a cambio de que curen a Rollo ¡Maldición! ¡Ya van dos encargos que no nos van a pagar! Que alguien meta a Rollo en la cama y yo hablaré con los elfos. Y vuelvo a avisaros a todos que no os acerquéis a ese prado.

—Oh, bueno, ahora ya no pasa nada —dijo Peter alegremente—. El lubbock ha muerto. Un demonio de fuego lo ha matado.

—¿Qué? —gritó el resto de kobolds—. ¿Muerto? —exclamaron—. ¿De verdad? ¿Te refieres al demonio de fuego que está de visita en la mansión real? ¿De verdad lo ha matado?

—Sí, ¡de verdad! —gritó Peter entre todo el ruido—. Mató al lubbock y después destruyó los huevos que trajo el elfo.

—Y creemos que también se destruyó a sí mismo —añadió Charmain. Estaba casi segura de que ningún kobold la había oído. Estaban demasiado ocupados bailando, vitoreando y lanzando sus pequeños sombreros azules al aire.

Cuando se calmó un poco el griterío y cuatro kobolds forzudos se habían llevado a Rollo, aún dando patadas y quejándose en silencio, Timminz le dijo muy serio a Peter:

—Aquel lubbock nos tenía aterrorizados; como es el padre del príncipe heredero y todo eso… ¿Qué crees que podemos darle al demonio de fuego como muestra de nuestro agradecimiento?

—Devolvedle los grifos al mago Norland —contestó Peter enseguida.

—Eso por descontado —prometió Timminz—. Los quitamos por culpa de Rollo. Me refiero a ¿qué podemos hacer nosotros, simples kobolds, que no pueda hacer por sí mismo un demonio de fuego?

—Yo lo sé —dijo Charmain. Todo el mundo guardó respetuoso silencio mientras ella seguía—. Calcifer y su… esto… familia estaban intentando descubrir adonde se va todo el dinero que le desaparece al Rey. ¿Le podéis ayudar con eso?

Alrededor de las rodillas de Charmain se desataron los murmullos de «¡eso es fácil!» y «¡ningún problema!», acompañados de risas como si Charmain hubiese formulado una pregunta estúpida. Timminz estaba tan aliviado que se le destensó la frente de golpe, lo que hizo que su nariz y toda su cara parecieran el doble de grandes.

—Eso es fácil de hacer —dijo— y no cuesta nada.

Lanzó una mirada al otro lado de la cueva, donde colgaban al menos sesenta relojes de cuco, todos con su péndulo balanceándose a sesenta ritmos distintos.

—Si me acompañas, creo que llegaremos justo a tiempo de ver por dónde se escapa el dinero. ¿Estás segura de que eso le gustará al demonio de fuego?

—Sin duda —dijo Charmain.

—Entonces, sigúeme, por favor —pidió Timminz. Y se dirigió hacia el fondo de la cueva.

Dondequiera que estuviesen yendo, resultó ser una larga caminata. Charmain se desorientó igual que cuando habían ido hasta la cueva de los kobolds. Durante todo el trayecto estuvieron en semipenumbra, y la ruta parecía plagada de curvas, dobles giros y esquinas pronunciadas. Cada poco, Timminz decía cosas como «tres pasos cortos y gira a la derecha» o «cuenta ocho pasos humanos y gira a la izquierda; luego, rápido a la derecha y, después, otra vez a la izquierda», y eso duró tanto que Waif se cansó y empezó a aullar para que la cogieran en brazos. Charmain la llevó en brazos durante lo que pareció la mitad del camino.

—Tengo que decir que los kobolds de aquí son de otro clan —dijo Timminz cuando finalmente pareció que se veía una luz al final del túnel—. Me gusta pensar que mi clan lo hubiera hecho mejor que ellos.

Entonces, antes de que Charmain pudiese preguntar a qué se refería, entró en una vorágine de giros bruscos a la derecha y lentos a la izquierda, con un par de zigzags intercalados, y se encontró a la salida del pasadizo bajo la luz verde y fresca del sol. Una escalera de mármol de color verde a causa del musgo se elevaba por encima de los setos. Los setos debían de estar plantados a ambos lados de la escalera, pero habían crecido hasta ocupar todo el espacio.

Waif empezó a gruñir como si fuese un perro el doble de grande.

—Chis —susurró Timminz—; ni un solo ruido de ahora en adelante.

Waif dejó de gruñir inmediatamente, pero Charmain notó que su pequeño y cálido cuerpo se agitaba con gruñidos sordos. Charmain se volvió hacia Peter para comprobar que él también había entendido lo del silencio.

Peter no estaba. Sólo estaban ella, Timminz y Waif.

Charmain, muy enojada, supo lo que había pasado. En algún punto del complicado camino, cuando Timminz había dicho «gira a la izquierda», Peter había girado a la derecha. O viceversa. Charmain no tenía ni idea de en qué punto había pasado, pero sabía que había sido así.

«Da igual —pensó—, lleva suficientes cintas en los dedos para conseguir llegar a Ingary y volver. Seguramente, llegará a casa del tío abuelo William mucho antes que yo». Así que se olvidó de Peter y se concentró en andar silenciosamente sobre los escalones resbaladizos y húmedos, y después, en esquivar los arbustos sin mover ni una rama.

El sol brillaba con fuerza y, más allá, había una hierba muy bien cuidada que resplandecía de un color verde intenso bordeando un reluciente camino blanco. El camino iba por entre los árboles que habían sido podados con formas de esfera, cubo, cono y disco, como si fuese una clase de geometría, hasta llegar a un pequeño palacio de cuento, uno de esos con muchas torres pequeñas y puntiagudas con tejaditos azules. Charmain reconoció Castel Joie, el lugar de residencia del príncipe heredero Ludovic. Se sintió un poco avergonzada cuando se dio cuenta de que era el edificio que siempre había imaginado cuando en cualquier libro se mencionaba un palacio.

«Debo de tener muy poca imaginación», pensó. Pero no. Siempre que su padre hacía galletas de mantequilla para vender en cajas en las fiestas de mayo, lo que aparecía en ellas era un dibujo de Castel Joie. Después de todo, Castel Joie era el orgullo de High Norland. «¡Ahora entiendo por qué estaba tan lejos! —pensó Charmain—. ¡Debemos de estar en mitad del valle de Norland! ¡Y lo que hay allí sigue siendo mi idea del palacio perfecto!».

Se oyó el crujir de unos pasos sobre el caliente camino blanco y el príncipe Ludovic en persona apareció, imponente con sus sedas azules y blancas, paseando hacia el palacio. Justo antes de llegar a la altura del arbusto donde estaba Charmain, se detuvo y dio media vuelta.

—¡Venid aquí! —ordenó enfadado—. ¡Moveos!

—¡Lo intentamos, alteza! —sonó una vocecilla aguda y resollante.

Apareció una fila de kobolds, todos inclinados bajo el peso de sacos de piel alargados. Todos eran de un color más verde grisáceo que azul y parecían más infelices. Parte de la infelicidad debía de provenir de la luz del sol, ya que los kobolds prefieren vivir en la oscuridad, pero Charmain pensó que su tono podía achacarse más a la mala salud. Les temblaban las piernas. Un par de ellos no paraba de toser. El último de la fila estaba tan mal que se tropezó y cayó al suelo soltando el saco, del que cayó un puñado de monedas de oro sobre el brillante camino blanco.

En ese momento, el hombre gris apareció. Se adelantó hacia el kobold caído y empezó a darle patadas. No eran especialmente fuertes ni él parecía especialmente cruel: daba la sensación de que estuviese intentando volver a hacer funcionar una máquina averiada. El kobold se retorció bajo las patadas, recogió desesperadamente las monedas hasta que las volvió a meter todas en el saco y se las apañó para volver a ponerse de pie. El hombre gris dejó de darle patadas y corrió al lado del príncipe Ludovic.

—Tampoco es que pese tanto —le dijo al príncipe—. Seguro que es el último viaje. Ya no les queda dinero, a no ser que el Rey venda sus libros.

El príncipe Ludovic se rió.

—Preferiría morir antes que eso, lo que a mí ya me parece bien, por supuesto. Tendremos que pensar en otras formas de conseguir dinero, pues. Castel Joie es increíblemente caro de mantener —se volvió a mirar a los exhaustos y tambaleantes kobolds—. ¡Moveos! Tengo que volver a la mansión real a tomar el té.