La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

Charmain empezó a pensar que iban a salir de High Norland e irse a otro país. ¿Adónde? ¿Strangia? ¿Montalbino? Deseó haber estado más atenta en las clases de geografía.

Mientras pensaba en eso, el mozo paró en una pequeña casa de color indefinido escondida al fondo de un largo jardín. Charmain la miró a través de la pequeña puerta metálica y se sintió profundamente decepcionada. Era la casa más aburrida que había visto jamás. Tenía una ventana a cada lado de la puerta principal, de color marrón, y el tejado, de color indefinido, descansaba sobre ellas como si la fachada frunciese el ceño. Parecía que la casa sólo tenía planta baja.

—¡Ya hemos llegado! —anunció tía Sempronia alegremente. Se bajó, abrió la pequeña puerta metálica y emprendió el camino hacia la puerta principal. Charmain se deslizó melancólicamente tras ella mientras el mozo las seguía con las dos bolsas de Charmain. El jardín a ambos lados del camino parecía contener exclusivamente hortensias azules, turquesa y malva.

—No creo que tengas que cuidar del jardín —comentó tía Sempronia con regocijo.

«¡Eso mismo espero yo!», pensó Charmain.

—Estoy casi segura de que William tiene jardinero —añadió tía Sempronia.

—Ojalá —dijo Charmain. Lo único que sabía sobre jardinería era gracias a su propio patio trasero, donde había una enorme zarzamora y un rosal, además de las cajas transparentes donde la señora Baker cultivaba judías. Sabía que debajo de las plantas había tierra y que en la tierra había gusanos. Se estremeció.

Tía Sempronia golpeó con energía la aldaba de la puerta principal y después entró en la casa al grito de: «¡Eo! ¡Te he traído a Charmain!».

—Eres muy amable —contestó el tío abuelo William.

La puerta principal daba directamente a un lóbrego salón, donde el tío abuelo William estaba sentado en un lóbrego sillón de color indefinido. A su lado tenía una gran maleta de piel, como si estuviera a punto de marcharse.

—Encantado de conocerte, querida —le dijo a Charmain.

—¿Cómo se encuentra, señor? —respondió Charmain educadamente.

Antes de que ninguno de los dos pudiese decir nada más, tía Sempronia dijo:

—Pues, bueno, con todo el cariño, aquí te quedas. Deja sus cosas por ahí —le ordenó al mozo. El mozo dejó obedientemente las bolsas al lado de la puerta y salió de nuevo. Tía Sempronia le siguió, envuelta en el rumor de su cara ropa de seda, y dijo: «¡Adiós a los dos!».

La puerta principal se cerró de golpe y dejó a Charmain y al tío abuelo William mirándose mutuamente.

El tío abuelo William era un hombre menudo y casi calvo, excepto por algunos mechones de fino pelo plateado repartidos por su bastante esférica cabeza. Estaba rígido, encorvado y contraído, lo que permitió a Charmain adivinar que sufría mucho dolor. Se sorprendió al descubrir que sentía lástima por él, pero le hubiera gustado que no la mirase tan fijamente. Le hacía sentirse culpable. Tenía la piel de debajo de los ojos caída y mostraba su interior rojo como la sangre. A Charmain la sangre le daba casi tanto asco como los gusanos.

—Bueno, pareces una jovencita muy alta y competente —dijo el tío abuelo William. Su voz era cansada y amable—. A mi entender, que seas pelirroja es una buena señal. Muy buena. ¿Crees que te las arreglarás mientras yo no esté? Me temo que esto está un poco desordenado.

—Eso espero —le pareció que la lóbrega habitación estaba bastante ordenada—. ¿Puede decirme algunas de las cosas que debo hacer?

«Aunque espero no estar aquí mucho tiempo —pensó—. Cuando el Rey conteste mi carta…».

—Ah, eso —dijo el tío abuelo William—. Pues las tareas habituales de la casa, pero mágicamente. Como es natural, la mayoría de cosas son mágicas. Como no estaba seguro de cuál era tu nivel de magia, he previsto algunas cosas…

«¡Qué desastre! —pensó Charmain—. ¡Él cree que yo sé magia!».

Intentó interrumpir al tío abuelo William para explicárselo, pero, entonces, algo les interrumpió a ambos. La puerta principal se abrió de par en par y una sucesión de elfos muy, muy altos entró silenciosamente. Casi todos iban vestidos de blanco, como los médicos, y sus rostros no mostraban expresión alguna. Charmain se quedó mirándolos profundamente turbada por su belleza, su altura, su indiferencia y, por encima de todo, su total silencio. Uno de ellos la echó cuidadosamente a un lado y ella se quedó donde la dejaron, sintiéndose torpe y desordenada, mientras el resto se arremolinaba en torno al tío abuelo William con sus brillantes cabezas rubias inclinadas sobre él. Charmain no estaba segura de qué estaban haciendo, pero al momento el tío abuelo William estaba vestido con una túnica blanca y le estaban levantando de la silla. Llevaba lo que parecían tres manzanas rojas pegadas a la cabeza. Charmain vio que estaba dormido.

—Esto… ¿no se dejan su maleta? —inquirió ella mientras se lo llevaban hacia la puerta.

—No la necesita —replicó uno de los elfos mientras sujetaba la puerta para que el resto sacase al tío abuelo William.

Después, todos siguieron por el camino del jardín. Charmain se lanzó hacia la puerta y les gritó:

—¿Cuánto tiempo va a estar fuera?

De repente, le pareció urgente saber cuánto tiempo iba a estar a cargo de aquello.

—El que haga falta —contestó otro de los elfos.

Luego, antes de alcanzar la puerta del jardín, desaparecieron.

Capítulo 2

En el que Charmain explora la casa

CHARMAIN se quedó mirando el camino vacío un rato antes de cerrar la puerta de un golpe.

—¿Y qué hago yo ahora? —preguntó a la lóbrega habitación desierta.

—Lo siento mucho, querida, pero tendrás que ordenar la cocina —contestó la cansada y amable voz del tío abuelo William surgiendo de la nada—. Te pido disculpas por haber dejado tanta ropa por lavar. Para instrucciones más precisas, abre mi maleta.

Charmain lanzó una mirada a la maleta. Así que el tío abuelo William había pretendido dejarla ahí.

—Enseguida —le dijo—. Aún no he deshecho las mías.

Cogió sus dos bolsas y se dirigió con ellas a la otra puerta. Estaba al fondo de la habitación y, cuando Charmain intentó abrirla con la mano que sostenía la bolsa de la comida, después con la misma mano y las dos bolsas en la otra y, finalmente, con ambas manos y las bolsas en el suelo, vio que daba a la cocina.

La observó un momento. Luego arrastró las dos bolsas a través de la puerta, mientras esta se cerraba, y volvió a mirar.

—¡Vaya caos! —exclamó.

Antes debía de haber sido una cocina grande y cómoda. Tenía una gran ventana que daba a las montañas por donde entraba la cálida luz del sol. Por desgracia, la luz del sol sólo servía para destacar las grandes pilas de platos y tazas que había en el fregadero, el escurridor y en el suelo al lado del fregadero. La luz del sol siguió adelante, y los desesperados ojos de Charmain con ella, para lanzar un brillo dorado sobre las dos bolsas de lona llenas de ropa sucia apoyadas al lado del fregadero. Estaban tan llenas que el tío abuelo William las había estado usando como estantería para un montón de cacerolas sucias y una sartén o algo parecido.

Los ojos de Charmain viajaron de allí a una mesa que había en medio de la habitación. Ahí era donde parecía que el tío abuelo William guardaba su reserva de unas treinta teteras y el mismo número de jarras de leche —por no hablar de unas cuantas que alguna vez habían contenido aceite—. Todo estaba bastante ordenado a su manera, pensó Charmain, sólo estaba amontonado y sucio.

—Supongo que estabas realmente enfermo —refunfuñó Charmain al aire.

Esta vez no hubo respuesta. Con cuidado, se acercó al fregadero, donde le dio la sensación de que faltaba algo. Le llevó un momento percatarse de que no había grifo. Seguramente esta casa estaba tan lejos de la ciudad que no llegaban las cañerías. Cuando miró por la ventana, vio un pequeño patio con una bomba de agua en el centro.

«Así que se supone que tengo que salir, bombear agua, traerla dentro y, entonces, ¿qué?», se preguntó Charmain. Miró la oscura y vacía chimenea. Era verano, después de todo, así que, naturalmente, no estaba encendida ni vio nada que quemar. «¿Caliento el agua? —se dijo—. En una cacerola sucia, supongo y, ahora que lo pienso, ¿cómo lavaré? ¿Podré bañarme? ¿No hay ninguna habitación? ¿Ni siquiera un lavabo?».

Se apresuró hacia la pequeña puerta de detrás de la chimenea y la empujó para abrirla. Parecía como si hiciese falta la fuerza de diez hombres para abrir todas las puertas de casa del tío abuelo William, pensó enfadada. Casi podía notar la fuerza de la magia que las mantenía cerradas. Se descubrió observando una pequeña despensa. No había nada en sus estanterías, aparte de un cuenco de mantequilla, una hogaza con pinta de llevar mucho tiempo allí y una bolsa grande con el enigmático nombre de CIBIS CANINICUS que parecía estar llena de escamas de jabón. Y, apiladas al fondo, había otras dos bolsas más de ropa sucia tan llenas como las de la cocina.

—Tengo ganas de gritar —dijo Charmain—. ¿Cómo ha podido hacerme esto tía Sempronia? ¿Cómo ha podido madre permitírselo?

En ese momento de desesperación, Charmain sólo podía pensar en hacer lo que hacía siempre en medio de una crisis: sumergirse en un libro. Arrastró sus dos bolsas a la atestada mesa y se sentó en una de las dos sillas que había. Abrió la bolsa de tela, cogió las gafas, se las puso sobre la nariz y empezó a buscar entre la ropa los libros que le había dado a su madre para que los metiera en el equipaje.

Todo lo que tocaban sus manos era blando. Lo único duro resultó ser la pastilla de jabón entre sus cosas de higiene. Charmain la lanzó al otro de la habitación, directamente a la chimenea vacía, y siguió buscando.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó—. Debe de haberlos metido al principio, al fondo de todo.

Puso la bolsa boca abajo y dejó caer todo el contenido en el suelo. Cayeron cuidadosamente doblados montones de faldas, vestidos, medias, blusas, dos jerseys de punto, pololos con lazos y ropa interior para un año. Encima de todo cayeron sus zapatillas nuevas. Después de eso, la bolsa quedó plana y vacía. Aun así, Charmain palpó todo el fondo de la bolsa antes de arrojarla a un lado, dejar caer sus gafas colgando de la cadena y echarse a llorar. Efectivamente, la señora Baker se había olvidado de meter sus libros en el equipaje.

—Bueno —dijo Charmain después de parpadear un poco y tragar saliva—. Supongo que nunca antes he estado realmente fuera de casa. La próxima vez me haré yo misma la maleta y la llenaré de libros. Ahora tendré que conformarme con lo que tengo.

Intentando conformarse con lo que tenía, subió la otra bolsa a la atestada mesa y empujó para hacerle sitio. Eso hizo que cayeran al suelo cuatro jarras de leche y una tetera.

—¡Y me da igual! —gruñó Charmain mientras caían. Para su alivio, las jarras estaban vacías y sólo se abollaron, y la tetera tampoco se rompió: se quedó reposando de lado y goteando té en el suelo—. Seguramente eso es lo bueno de la magia —dijo a la vez que sacaba tristemente de la bolsa el pastel de carne de la parte superior. Puso sus faldas hechas un ovillo entre sus rodillas, apoyó los codos en la mesa y le dio un enorme, sabroso y reconfortante bocado a la empanada.

Algo frío y vibrante le rozó la pierna derecha desnuda.

Charmain se quedó paralizada, sin atreverse ni siquiera a tragar. «Esta cocina está llena de babosas mágicas», pensó.

La cosa fría rozó otra parte de su pierna. Esta vez el roce virio acompañado de un leve lamento.

Muy despacio, Charmain apartó la falda y el mantel y miró al suelo. Bajo la mesa estaba sentado un perro blanco extremadamente pequeño y de pelo largo que la miraba lastimeramente, temblando como una hoja. Cuando se percató de que Charmain lo estaba mirando, se apartó torpemente, con las blancas orejas denotando su miedo, y golpeó el suelo con su corta cola peluda. Entonces, volvió a emitir un gemido quedo.

—Y tú, ¿quién eres? —preguntó Charmain—. Nadie me comentó nada de un perro.

La voz del tío abuelo William volvió a surgir del aire:

—Es Waif. Sé muy buena con él. Lo recogí de la calle y parece que todo le da miedo.