La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

Mucho después, mientras estaba decidiendo si era más útil un «Hechizo para distinguir a amigos de enemigos», un «Hechizo para ampliar la mente» o un «Hechizo para volar», Charmain se dio cuenta de repente de que tenía la necesidad imperiosa de ir al baño. Eso solía pasarle cuando había estado abstraída leyendo. Se levantó de un salto, juntando las rodillas, y entonces se dio cuenta de que aún no había encontrado el baño.

—Eh… ¿cómo llego al baño desde aquí? —gritó.

La amable y frágil voz del tío abuelo William surgió del aire al momento para tranquilizarla:

—En el pasillo, gira a la izquierda, querida; el baño es la primera puerta a la derecha.

—¡Gracias! —murmuró Charmain, y echó a correr.

Capítulo 3

En el que Charmain lanza varios hechizos al mismo tiempo

EL baño era tan tranquilizador como la amable voz del tío abuelo William. Tenía el suelo de piedra verde desgastada y una pequeña ventana en la que se agitaba una cortina de red verde. Y tenía el mismo equipamiento que Charmain conocía de su casa. «Y en casa sólo hay de lo mejor», pensó Charmain. Aún más importante: había grifos y la cisterna funcionaba. Era cierto que la bañera y los grifos eran raros, con formas un poco abombadas, como si la persona que los había instalado no tuviese muy claro lo que estaba buscando; pero cuando Charmain los abrió para probarlos, salió agua fría y caliente, como debía ser, y había toallas templadas en una barra bajo el espejo.

«Tal vez pueda meter una de las bolsas de colada en la bañera —pensó Charmain—. Pero ¿cómo la escurriré para secarla?».

Al otro lado del pasillo, enfrente del baño, había una fila de puertas que se perdían en la distancia. Charmain se dirigió a la más cercana y la empujó para abrirla, esperando que la llevase a la sala de estar. Pero en lugar de eso, tras ella se encontró con una pequeña habitación, la del tío abuelo Williams, evidentemente, a juzgar por el desorden. La colcha blanca estaba tirada sobre la cama sin hacer, casi encima de unos cuantos pijamas de rayas desperdigados por el suelo. Las camisas colgaban fuera de los cajones, al igual que los calcetines, que parecían ropa interior larga, y del armario abierto colgaba una especie de uniforme que olía a humedad. Bajo la ventana había otras dos bolsas llenas hasta arriba de ropa sucia.

Charmain gruñó en voz alta.

—Supongo que ha estado enfermo mucho tiempo —dijo; intentaba ser comprensiva—. Pero, por el amor de Dios, ¿por qué tengo que ser yo quien se ocupe de esto?

La cama empezó a moverse espasmódicamente.

Charmain se dio la vuelta de un salto para mirarla. Los espasmos eran obra de Waif, que estaba hecho un ovillo cómodamente encima del montón de ropa de cama, rascándose en busca de una pulga. Cuando vio que Charmain lo miraba, agitó su frágil cola y se humilló; bajó las orejas con un gesto asustado y dirigió un débil y lastimero lamento a Charmain.

—No deberías estar ahí, ¿verdad? —dijo ella—. Bueno, veo que estás cómodo y yo tendría que estar loca para dormir en esa cama.

Salió de la habitación y abrió la siguiente puerta. Para su alivio, se encontró con otra habitación casi idéntica a la del tío abuelo William, sólo que esta estaba ordenada. La cama estaba limpia y escrupulosamente hecha, el armario estaba cerrado y, cuando miró, vio que los cajones estaban vacíos. Charmain asintió con aprobación a la habitación y abrió la siguiente puerta del pasillo. Allí había otra habitación ordenada y, después de esa, otra, todas exactamente iguales.

«Mejor que tire mis cosas en la mía o no volveré a encontrarla», pensó.

Dio media vuelta hacia el pasillo y se encontró a Waif, que había salido de la cama y estaba rascando la puerta del lavabo con ambas patas delanteras.

—Tú no quieres entrar —le dijo Charmain—. No puedes usar nada de lo que hay dentro.

Pero, de algún modo, la puerta se abrió antes de que llegara Charmain. Tras ella estaba la cocina. Waif entró correteando alegremente y Charmain volvió a gruñir. El desorden no había desaparecido. Estaban la vajilla sucia y las bolsas de la colada, con el añadido de la tetera reposando en un charco de té, la ropa de Charmain en una pila al lado de la mesa y una gran pastilla de jabón verde en la chimenea.

—Había olvidado todo esto —suspiró Charmain.

Waif puso sus minúsculas patas delanteras en el travesaño inferior de la silla y se estiró todo lo que le permitía su escasa altura, con actitud pedigüeña.

—Vuelves a tener hambre —diagnosticó Charmain—. Yo también.

Ella se sentó en la silla y Waif en su pie izquierdo y compartieron otra empanada. Después compartieron una tartaleta de fruta, dos rosquillas, seis bizcochos de chocolate y un flan de mostaza. Después de eso, Waif se arrastró pesadamente hacia la puerta interior, que se abrió en cuanto la arañó un poco. Charmain recogió su pila de ropa y le siguió con la intención de dejar sus cosas en la primera habitación vacía.

Pero en ese momento todo salió terriblemente mal. Charmain empujó con el codo para abrir la puerta y, con toda naturalidad, giró a la derecha para meterse en el pasillo de las habitaciones. Entonces se encontró a sí misma en la más completa oscuridad. Casi inmediatamente, dio con otra puerta con cuyo pomo se golpeó el codo estruendosamente.

—¡Ay! —gritó; buscó torpemente el pomo y abrió la puerta.

Charmain se deslizó hacia dentro con majestuosidad e irrumpió en una gran habitación iluminada y rodeada por ventanales con forma de arco, y halló una atmósfera húmeda y viciada que olía a cuero y a cerrado. El olor parecía provenir de los viejos asientos de cuero de las sillas talladas puestas alrededor de una gran mesa también tallada que ocupaba la mayor parte de la habitación. Cada silla tenía enfrente un mantel de cuero en la mesa y un viejo y reseco trozo de papel secante sobre él, excepto la gran silla del otro extremo, que tenía las armas de High Norland talladas en el respaldo. Esta, en vez de un mantel, tenía una varita gruesa y pequeña sobre la mesa. Todo —sillas, mesas y manteles— estaba cubierto de polvo y había telarañas en las esquinas de muchas ventanas.

Charmain se quedó mirándolo todo con atención.

—¿Qué es esto? ¿El comedor? —preguntó—. ¿Cómo llego a las habitaciones desde aquí?

La voz del tío abuelo Williams habló; sonaba un poco débil y lejana:

—Has llegado a la sala de reuniones —contestó—. Si estás allí, estás bastante perdida, querida, así que escucha con atención: da una vuelta entera en el sentido de las agujas del reloj. Después, sin dejar de girar, abre la puerta sólo con la mano izquierda. Avanza y deja que la puerta se cierre detrás de ti. Luego da dos pasos de lado a la izquierda. Esto te llevará de vuelta al lado del baño.

«¡Esperemos que así sea!», pensó Charmain, intentando seguir lo mejor posible las instrucciones.

Todo fue bien, excepto por el momento de oscuridad después de que la puerta se cerrase tras ella, cuando Charmain se encontró mirando hacia un pasillo de piedra totalmente desconocido. En él, un hombre viejo y encorvado empujaba un carrito cargado de teteras y jarras de leche humeantes, platos templados y lo que parecía una pila de tostadas. Parpadeó un momento, decidió que no sería de ninguna ayuda —ni para ella ni para el viejo— llamarle y, en vez de eso, dio dos largos pasos laterales. Y de repente, para su alivio, estaba de pie al lado del baño, desde donde pudo ver a Waif girando sobre sí mismo sin parar sobre la cama del tío abuelo William, intentando ponerse cómodo.

—¡Uf! —exclamó Charmain, y fue a dejar la pila de ropa sobre la cómoda de la habitación de al lado.

Después se dirigió por el pasillo hasta la ventana del fondo, donde pasó unos minutos observando el ondeante prado bajo el sol y respirando el aire fresco y puro que entraba desde él. «Alguien podría fácilmente salir por esta ventana —pensó—. O entrar». Pero, en realidad, ella no estaba observando el prado ni pensando en el aire puro. Su mente seguía con el atrayente libro de hechizos que había dejado abierto sobre el escritorio del tío abuelo William. Nunca en su vida le habían permitido interactuar libremente con la magia de aquel modo. Era difícil resistirse. «Abriré el libro al azar e invocaré el primer hechizo que encuentre —pensó—. Sólo uno».

En el estudio, El livro del palimpsesto estaba abierto, por algún motivo, en el «Hechizo para encontrar un atractivo príncipe». Charmain negó con la cabeza y cerró el libro.

—¿Quién necesita un príncipe? —dijo.

Volvió a abrir el libro con cuidado por otra página. Esta estaba encabezada por «Hechizo para volar».

—¡Sí! —exclamó Charmain—. ¡Esto ya es otra cosa!

Se puso las gafas y estudió la lista de ingredientes: «Un trozo de papel, una pluma de ave para escribir (fácil, ambas cosas estaban sobre el escritorio), un huevo (¿en la cocina?), dos pétalos de flor —uno rosa y otro azul—, seis gotas de agua (en el baño), un pelo rojizo, otro blanco y dos botones de perla».

—No hay problema —dijo Charmain. Se quitó las gafas y empezó a dar vueltas recopilando los ingredientes. Se apresuró a la cocina, llegó a ella abriendo la puerta del baño y girando a la izquierda casi demasiado impaciente para darse cuenta de que lo había hecho bien, y preguntó al aire:

—¿Dónde están los huevos?

La voz amable del tío abuelo William respondió:

—Están en un tarro de arcilla en la despensa, querida. Creo que está detrás de las bolsas de ropa. Te pido disculpas por dejarte aquí con todo el desorden.

Charmain fue a la despensa, se inclinó entre las bolsas de ropa sucia y dio con una antigua fuente para pasteles con media docena de huevos marrones. Cogió uno con cuidado y se lo llevó al estudio. Como llevaba las gafas colgando bajo la barbilla, no pudo ver que El livro del palimpsesto estaba ahora abierto por «Hechizo para encontrar un tesoro escondido». Se asomó por la ventana del pasillo, donde tenía a mano los pétalos de flor gracias a una hortensia que era mitad rosa y mitad azul. Dejó los pétalos al lado del huevo y se fue directa al baño, donde recogió seis gotas de agua en un vaso de lavarse los dientes. De vuelta, cruzó el pasillo y entró en la habitación donde estaba Waif envuelto como un merengue en las sábanas del tío abuelo William.

—Perdona —le dijo Charmain, y pasó sus dedos por el pelo largo de su lomo. Sacó varios pelos blancos, dejó uno de ellos junto a los pétalos y añadió un pelo rojizo de su propia cabeza. En cuanto a los botones de perla, se limitó a arrancarse dos de la parte delantera de la blusa—. Bien —dictaminó, y se apresuró a ponerse de nuevo las gafas’ para leer las instrucciones. El livro del palimpsesto estaba ahora abierto por «Hechizo de protección personal», pero Charmain estaba demasiado impaciente para darse cuenta. Sólo se fijó en las instrucciones, que estaban divididas en cinco pasos. El paso uno decía: «Pon todos los ingredientes, excepto el papel y la pluma, en un cuenco adecuado».

Charmain, después de quitarse las gafas para mirar la habitación en busca de un cuenco y no encontrar ninguno, adecuado o no, se vio obligada a volver a la cocina. Mientras estuvo fuera, El livro del palimpsesto avanzó silenciosa y tranquilamente otro par de páginas. Cuando Charmain volvió con un cuenco que conservaba restos de azúcar después de haberlo vaciado en otro plato no demasiado sucio, el Livro estaba abierto por «Hechizo para incrementar los poderes mágicos».

Charmain no se dio cuenta. Dejó el cuenco en la mesa y metió en él el huevo, los dos pétalos, los dos pelos, los dos botones y vertió el agua por encima. Después se puso las gafas y se inclinó sobre el libro para descubrir qué hacer a continuación. Para entonces, El livro del palimpsesto mostraba un «Hechizo para hacerse invisible», pero Charmain sólo se fijó en las instrucciones y no lo vio.

El paso dos indicaba: «Bate todos los ingredientes usando solamente la pluma».