La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

Dejó de hablar y se quedó colgando en el aire, largo y fino con sus ojos naranjas cerrados.

—¿Eres el demonio de fuego? —preguntó Peter—. Nunca había visto u…

—Silencio —ordenó Calcifer—. Me estoy concentrando. Esto tiene que salir bien.

Se oía un ligero rumor. Entonces, por encima de sus cabezas y desde el otro lado de la ventana, llegó lo que al principio le pareció a Charmain una nube de tormenta. Dejaba una larga y oscura sombra con siluetas de torres en la pradera que, enseguida, alcanzó al feliz lubbock. Este miró alrededor cuando la sombra cayó sobre él y se quedó paralizado durante un instante. Entonces empezó a correr. En ese momento, la sombra con siluetas de torres iba ya seguida por lo que la provocaba, un alto castillo negro construido con enormes bloques de piedra oscura y torres en las cuatro esquinas. Las piedras que lo formaban temblaban y chirriaban al moverse. Perseguía al lubbock más deprisa de lo que este podía correr.

El lubbock cambió de sentido. El castillo lo siguió. El lubbock abrió sus pequeñas alas para ganar velocidad y avanzó con furiosas zancadas hasta las altas rocas al final del prado. En cuanto alcanzó las rocas, dio media vuelta y echó a correr en sentido contrario, hacia la ventana. Esperaba que el castillo se estrellase contra las rocas. Pero el castillo dio media vuelta sin problemas y siguió persiguiéndolo más deprisa que antes. Grandes nubes de humo negro salían de las torres del castillo y flotaban sobre el desdibujado arco iris. El lubbock volvió uno de sus muchos ojos sin dejar de correr y, entonces, bajó la cabeza y se tiró, agitando las antenas y las alas, por una curva que rodeaba el extremo del acantilado. Aunque en aquel momento sus alas eran manchas violáceas, no parecía que pudiese volar con ellas. Charmain entendió porque no había intentado seguirla cuando había saltado por el acantilado. No habría sido capaz de volver volando. En vez de volar, el lubbock seguía corriendo mientras intentaba que el castillo lo siguiese y cayera por el borde.

El castillo lo seguía. Echaba humo y chirriaba a la vez que se desplazaba a lo largo del acantilado, y parecía perfectamente equilibrado, a pesar de que la mitad de él colgaba por el borde de este. El lubbock dejó escapar un grito desesperado, volvió a cambiar de dirección y salió corriendo hacia el centro del prado. Allí hizo su último truco y se encogió. Se convirtió en un pequeño insecto de color violeta y se escondió entre la hierba y las flores.

El castillo alcanzó el lugar en un segundo. Tembló para llegar sobre el punto en que el lubbock había desaparecido y flotó hasta allí.

De su base plana empezaron a salir llamas, primero amarillas, después naranjas, después de un rojo rabioso y, finalmente, de un color blanco cálido que brillaba demasiado como para mirarlo. Las llamas y un fino humo subieron por los lados del castillo y se unieron al humo negro que salía por las torres. El prado se llenó de una niebla negra y caliente. Durante lo que parecieron horas, pero seguramente no fueron más que minutos, el castillo se convirtió en una débil silueta que flotaba sobre un humo brillante, como el sol cuando aparece entre las nubes. El rugido de las llamas se oía incluso a través de la ventana mágica.

—Bien —dijo Calcifer—. Creo que lo hemos hecho.

Se volvió hacia Charmain y esta vio que sus ojos brillaban con un extraño fulgor plateado.

—¿Puedes abrir la ventana, por favor? Tengo que ir a asegurarme.

Mientras Charmain giraba el pomo y abría la ventana, el castillo se elevó y se movió de lado. Todo el humo y la niebla se concentraron en una única nube oscura que rodó por el acantilado hasta el valle donde se desvaneció. Cuando Calcifer flotó hacia el prado, el castillo estaba allí como si nada hubiese ocurrido, con sólo un hilo de humo saliendo por cada una de las torres, al lado de un gran recuadro de tierra negra. Un hedor insoportable entraba por la ventana.

—¡Puaj! —dijo Charmain—. ¿A qué huele?

—A lubbock asado, espero.

Entonces vieron a Calcifer flotar sobre el recuadro quemado. El demonio de fuego se convirtió en una línea azul en movimiento que empezó a ir de lado a lado de la zona oscura hasta revisar cada milímetro.

Volvió flotando con sus ojos finalmente del color naranja habitual.

—Ya está —anunció con alegría—. Muerto.

«Igual que un montón de flores», pensó Charmain, pero no parecía educado decirlo en voz alta. Lo importante es que el lubbock ya no estaba, había desaparecido de verdad.

—Las flores volverán a crecer el año que viene —aseguró Calcifer—. ¿Por qué habías venido a buscarme? ¿Por este lubbock?

—No, por sus huevos —dijeron Peter y Charmain al mismo tiempo. Le contaron lo del elfo y lo que les había dicho.

—Enseñádmelos —pidió Calcifer.

Fueron a la cocina, todos excepto Waif, que gimió y se negó a entrar. Allí Charmain pudo ver claramente el patio bajo el sol a través de la ventana. Estaba lleno de colada rosa, blanca y roja chorreando aún en las cuerdas. Estaba claro que Peter no se había molestado en recogerla. Se preguntó a qué se había dedicado.

La caja de cristal seguía en la mesa, con los huevos dentro, pero, de alguna manera, se había hundido en la madera y sólo se veía la mitad superior.

—¿Cómo ha podido pasar? —preguntó Charmain—. ¿Ha sido la magia de los huevos?

Peter la miró un poco avergonzado.

—No exactamente —dijo—. Lo que pasa es que le lancé un hechizo de protección. Cuando fui al estudio a buscar otro fue cuando vi a Rollo hablando con el lubbock.

«¡Típico! —pensó Charmain—. ¡Este idiota siempre cree que él sabe más que los demás!».

—Los hechizos de los elfos son más que suficiente —dijo Calcifer flotando sobre la caja de cristal encajada en la mesa.

—¡Pero él dijo que era peligrosa! —protestó Peter.

—Y tú ahora la has hecho aún más peligrosa —replicó Calcifer—. No os acerquéis más ninguno de los dos. ¿Conocéis algún sitio con una buena superficie de piedra donde pueda ir a destruir estos huevos?

Peter intentó no parecer arrepentido. Charmain recordó la caída desde el acantilado y cómo casi había aterrizado sobre unas rocas justo antes de empezar a volar. Hizo todo lo posible por describir a Calcifer dónde estaban las piedras.

—Bajo el acantilado, entiendo —dijo Calcifer—. Que uno de los dos abra la puerta trasera y después se aparte.

Peter fue corriendo a abrirla. Charmain vio que estaba bastante arrepentido por lo que había hecho con la caja. «Pero eso no va a evitar que haga alguna otra tontería en cualquier otro momento —pensó—. ¡Ojalá aprendiese!».

Calcifer flotó sobre la caja de cristal un momento y, entonces, se acercó a la puerta abierta. A medio camino, se estiró temblando y dio un tirón, doblándose sobre sí mismo como si fuese un gran renacuajo azul, y, estirándose de nuevo, salió disparado por entre la colorida colada. La caja de cristal se soltó con el tirón y sonó como si alguien estuviese lanzando trozos de madera a su alrededor. Salió disparada tras él. Cruzó el patio volando, con los huevos dentro, siguiendo a la pequeña gota azul que era Calcifer. Peter y Charmain fueron a la puerta y vieron la caja de cristal brillar mientras subía por el camino hacia el prado del lubbock y después se perdía de vista.

—¡Vaya! —dijo Charmain—. ¡Se me ha olvidado decirle que el príncipe Ludovic es un lubbockin!

—¿De verdad? —dijo Peter mientras cerraba la puerta—. Eso explica porque mi madre abandonó este país.

A Charmain nunca le había interesado mucho la madre de Peter. Dio media vuelta con impaciencia y vio que la mesa volvía a ser plana, lo que fue un alivio. Se había estado preguntando qué se puede hacer con una mesa que tiene una abolladura cuadrada en el centro.

—¿Qué hechizo de protección usaste? —preguntó.

—Te lo enseñaré —prometió Peter—. Igualmente, quiero volver a echarle una ojeada al castillo. ¿Tú crees que podemos abrir la ventana y bajar por ella para acercarnos?

—No —dijo Charmain.

—Pero no hay duda de que el lubbock está muerto —protestó Peter—. No pasa nada.

Charmain tuvo el fuerte presentimiento de que Peter se estaba buscando problemas.

—¿Cómo sabes que solo había un lubbock? —inquirió ella.

—Lo decía la Enciclopedia —argumentó Peter—. Los lubbocks son solitarios.

Sin dejar de discutir, cruzaron la puerta interior y giraron por el pasillo a la izquierda. Allí, Peter corrió desafiante hacia la ventana. Charmain corrió tras él y lo agarró por la chaqueta. Waif corrió tras ellos, ladrando nerviosa y tratando de hacer tropezar a Peter para obligarlo a caer con las dos manos sobre la ventana. Charmain miró intranquila el prado, que brillaba inalterable bajo la luz naranja del ocaso, donde el castillo seguía quieto junto al trozo de hierba negro. Era uno de los edificios más extraños que había visto jamás.

Hubo un gran destello de luz, tan intenso que los cegó.

Momentos después, llegó la onda de una explosión tan fuerte como brillante había sido la luz. El suelo tembló bajo sus pies y la ventana se volvió borrosa en su marco. Todo se tambaleó. Entre lágrimas cegadoras, Charmain creyó ver vibrar todo el castillo. A través del zumbido ensordecedor de sus oídos, creyó oír rocas cayendo y haciéndose pedazos.

«¡Muy lista, Waif!», pensó. Si Peter hubiese salido, estaría muerto.

—¿Qué crees que ha sido eso? —preguntó Peter cuando ya casi eran capaces de oír de nuevo.

—Es obvio: Calcifer destruyendo los huevos de lubbock —dijo Charmain—. Las rocas a las que ha ido están justo debajo del prado.

Ambos parpadearon largo rato intentando eliminar los puntos azules, grises y amarillos que seguían flotando dentro de sus ojos. Ambos forzaron la vista. Aunque fuese difícil de creer, la mitad del prado había desaparecido. La explanada verde y ondulante tenía ahora un extremo curvado, como un mordisco. Allí debajo debía de haber un gran corrimiento de tierras.

—Hmm —murmuró Peter—. No creerás que se haya destruido también a sí mismo, ¿verdad?

—¡Espero que no! —dijo Charmain.

Se quedaron esperando y mirando por la ventana. Volvían a oír casi igual que siempre, excepto por el zumbido de fondo. Los puntos desaparecieron gradualmente de sus ojos. Pasado un rato, los dos vieron que el castillo se arrastraba tristemente, sin rumbo, hacia las rocas del otro lado. Esperaron y miraron hasta que se arrastró por encima de las rocas y fuera de su vista por la ladera de la montaña. Seguía sin haber rastro de Calcifer.

—Seguramente ha vuelto a la cocina —sugirió Peter.

Volvieron allí. Abrieron la puerta trasera y buscaron por entre la colada, pero seguía sin verse rastro de una gota azul flotante. Cruzaron el salón y abrieron la puerta principal. Pero lo único azul allí eran las hortensias.

—¿Los demonios de fuego pueden morir? —preguntó Peter.

—No tengo ni idea —dijo Charmain. Y como siempre que había problemas, supo lo que quería hacer—. Voy a leer —añadió.

Se sentó en el sofá más cercano, sacó las gafas y recogió del suelo El viaje del mago. Peter la miró enfadado y se fue.

Pero no funcionó. Charmain no podía concentrarse. No dejaba de pensar en Sophie. Y también en Morgan. Tenía muy claro que Calcifer formaba parte de la familia de Sophie.

—Debe de ser peor que perderte a ti —le dijo a Waif, que había ido a sentarse a sus pies. Se preguntó si debía ir a la mansión real a contarle a Sophie lo que había pasado. Pero ya había oscurecido. Sophie debía de estar seguramente en una cena de gala, sentada en frente del príncipe lubbockin, con velas y demás. Charmain no se veía capaz de volver a interrumpir una velada en la mansión. Además, Sophie ya estaba suficientemente preocupada por las amenazas contra Morgan. Charmain no quería preocuparla más. Y a lo mejor Calcifer aparecía por la mañana. Después de todo, era de fuego. Por otro lado, la explosión había sido lo suficientemente fuerte como para hacer pedazos cualquier cosa. Charmain pensó en trocitos de llama azul desperdigados en una avalancha de tierra…