La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

La mirada de Charmain se posó a regañadientes sobre la bolsa de encima de la mesa. La desvió enseguida.

—No —dijo—. La verdad es que no.

—Y entonces, ¿qué le vas a dar de comer a tu perro? —inquirió Peter.

Charmain miró a Waif, que había vuelto a meterse debajo de la silla para ladrar a la mochila de Peter.

—Nada. Acaba de comerse media empanada de cerdo —contestó—. Y no es mi perro. Es un animal abandonado que el tío abuelo William acogió. Se llama Waif.

Waif seguía ladrando. Peter dijo:

—Cállate, Waif.

Y se abrió camino entre la tormenta de burbujas hasta donde se acurrucaba Waif bajo la silla. Lo arrastró fuera como pudo y se puso de pie con el animal bocabajo en brazos. Waif soltó un leve gruñido de protesta, agitó las cuatro patas y enroscó su peluda cola entre las patas traseras. Peter se la desenroscó.

—Has herido su dignidad de macho —dictaminó Charmain—. Suéltalo.

—No es un macho —dijo Peter—. Es una hembra. Y no tiene dignidad, ¿verdad, Waif?

Waif no estaba nada de acuerdo y se las arregló para escabullirse de los brazos de Peter y subirse a la mesa. Se cayó otra tetera y la bolsa de Charmain aterrizó encima. Para su disgusto, la empanada de cerdo y la tarta de manzana salieron rodando de ella.

—¡Oh, bien! —dijo Peter arrebatándole la empanada de cerdo a Waif justo antes de que este la alcanzase—. ¿Esta es toda la comida que tienes? —preguntó dándole un gran mordisco.

—Sí —corroboró Charmain—. Era el desayuno.

Recogió la tetera que se había caído. El té que había salido de ella se había convertido rápidamente en burbujas marrones que habían subido como un torbellino para formar una línea marrón entre el resto de burbujas.

—¡Mira lo que has hecho!

—Un poco más no va a importar después de todo el lío —replicó Peter—. ¿Nunca ordenas? Esta empanada está muy buena. ¿De qué es esto otro?

Charmain miró a Waif, que estaba conmovedoramente sentada al lado de la tarta de manzana.

—De manzana —respondió—. Y si te lo comes, tendrás que darle un poco a Waif.

—¿Es una norma? —inquirió Peter tragando el último trozo de empanada.

—Sí —dijo Charmain—. Es una norma de Waif, y él, quiero decir, ella, es muy estricta al respecto.

—Entonces, ¿es mágica? —insinuó Peter mientras cogía la tarta de manzana. Inmediatamente, Waif empezó a hacer conmovedores ruiditos y a dar vueltas por entre las teteras.

—No lo sé —empezó Charmain. Entonces pensó en cómo Waif parecía capaz de ir a cualquier lugar de la casa y en cómo se había abierto la puerta principal antes—. Sí —dijo—. Estoy segura de que sí. Muy mágica.

Despacio y a regañadientes, Peter rompió un trozo de la tarta de manzana. La cola peluda de Waif empezó a agitarse y sus ojos comenzaron a seguir todos sus movimientos. Parecía saber exactamente qué estaba haciendo Peter, a pesar de las muchas burbujas que se cruzaban en su camino.

—Entiendo lo que quieres decir —comentó Peter, y le dio el trozo a Waif. Waif lo agarró grácilmente entre las mandíbulas, saltó de la mesa a la silla y después al suelo, y se fue dando saltitos a comérselo detrás de las bolsas de ropa sucia.

—¿Qué tal si tomamos algo caliente? —propuso Peter.

Una bebida caliente era algo por lo que Charmain llevaba suspirando desde que se había caído por la ladera de la montaña. Sintió un escalofrío y se abrigó aún más con el jersey.

—Qué buena idea —dijo—. Haz una, si averiguas cómo.

Peter apartó las burbujas para mirar las teteras sobre la mesa.

—Alguien tiene que haber hecho todo este té —afirmó.

—Lo ha hecho el tío abuelo William —dijo Charmain—. No yo.

—Pero demuestra que puede hacerse —repuso Peter—. Deja de estar ahí plantada dando pena y busca un cazo o algo.

—Búscalo tú —replicó Charmain.

Peter le lanzó una mirada de desprecio y atravesó la habitación a grandes zancadas, apartando las burbujas a su paso, hasta alcanzar el fregadero lleno de trastos. Naturalmente, hizo los mismos descubrimientos que había hecho antes Charmain.

—¡No hay grifos! —dijo con incredulidad—. Y todos los cazos están sucios. ¿De dónde saca el agua?

—Hay una bomba fuera, en el patio —le informó Charmain con desdén.

Peter miró entre las burbujas por la ventana, allí donde la lluvia seguía cayendo a cántaros tras los cristales.

—¿No hay lavabo? —preguntó. Y antes de que Charmain pudiera explicarle cómo llegar, él cruzó la cocina tambaleándose y agitando los brazos hasta la otra puerta y entró en el salón. Las burbujas entraron en tromba a su alrededor mientras él buceaba enfadado de vuelta a la cocina.

—¿Es una broma? —exclamó incrédulo—. ¡No puede tener sólo estas dos habitaciones!

Charmain suspiró, se abrigó aún más con el jersey y fue a enseñárselo.

—Tienes que abrir la puerta otra vez y girar a la izquierda —le explicó, y acto seguido tuvo que agarrar a Peter cuando este giró a la derecha—. No. Por ahí se va a un sitio muy raro. Es a la izquierda. ¿No las distingues?

—No —reconoció Peter—. Nunca las distingo. Normalmente tengo que atarme una cinta en el dedo gordo.

Charmain miró el techo y le empujó a la izquierda. Ambos llegaron al pasillo, donde la lluvia que repiqueteaba en la ventana del fondo se oía con fuerza. La luz empezó a inundarlo todo lentamente. Peter se quedó quieto observando.

—Ahora puedes girar a la derecha —dijo Charmain empujándolo en esa dirección—. La puerta del baño es esta de aquí. La fila de puertas son las habitaciones.

—¡Ah! —dijo Peter con admiración—. Ha doblado el espacio. Es algo que estoy impaciente por aprender. Gracias —añadió, y entró deprisa al lavabo. Su voz flotó de vuelta a Charmain mientras ella se dirigía a hurtadillas al estudio—. ¡Bien! ¡Hay grifos! ¡Agua!

Charmain se coló en el estudio del tío abuelo William y cerró la puerta, mientras la curiosa y curvada lámpara del escritorio se encendía y subía de intensidad. Cuando llegó a la mesa, la luz de allí dentro ya era casi como la del día. Charmain apartó Das Zauberbuch y cogió el montón de cartas de debajo. Tenía que comprobarlo. Si Peter decía la verdad, una de las cartas pidiendo al tío abuelo William ser su aprendiz tenía que ser suya. Como sólo las había mirado por encima, no recordaba haberla visto, y si no había ninguna, se las estaba viendo con un impostor, seguramente otro lubbock. Tenía que averiguarlo.

¡Aja! Allí estaba, casi en mitad del montón. Se puso las gafas y leyó:

Estimado mago Norland:

En relación a mi próxima incorporación como aprendiz suyo, ¿sería adecuado que llegase dentro de una semana, en lugar de en otoño tal y como habíamos acordado? Mi madre tiene que viajar a Ingary y prefiere dejarme colocado antes de irse. A no ser que usted me diga lo contrario, llegaré a su casa el día 13 de este mes.
Espero que no sea un inconveniente.
Suyo,

Peter Regis

«¡Esto encaja!», pensó Charmain, entre aliviada y enfadada. Antes, cuando había curioseado las cartas, debía de haber visto la palabra «aprendiz» cerca del principio y «espero» cerca del final, y esas dos palabras estaban exactamente en todas las cartas, por lo que había supuesto que era otra carta de súplica. Y parecía que el tío abuelo William había hecho lo mismo. O a lo mejor estaba demasiado enfermo para contestar. Daba igual lo que hubiese pasado, el caso es que estaba allí atrapada con Peter. ¡Qué rollo! «Al menos no es siniestro», pensó.

La interrumpió un grito ahogado de Peter en la distancia. Charmain volvió a dejar a toda prisa las cartas bajo Das Zauberbuch, agarró sus gafas y se lanzó al pasillo.

Del baño salía un chorro de vapor mezclado con las burbujas que se habían colado hasta allí. Casi ocultaban algo grande y blanco que se aproximaba a Charmain.

—Qué has he… —empezó a decir ella.

Eso fue cuanto tuvo tiempo de decir antes de que la enorme cosa blanca sacase una gigantesca lengua rosa y le lamiese la cara. También dejó escapar un fuerte sonido de trompeta. Charmain se echó atrás de un salto. Aquello era como si la lamiese una toalla de baño húmeda mientras un elefante lloriqueaba en su oído. Se apoyó en la pared y se quedó mirando los enormes y lastimeros ojos de la criatura.

—Conozco esos ojos —dijo Charmain—. ¿Qué te ha hecho, Waif?

Peter salió disparado del baño, jadeando.

—No sé qué es lo que ha salido mal —suspiró—. El agua no salía lo suficientemente caliente para hacer té, de modo que se me ocurrió calentarla con un hechizo de aumento.

—Muy bien, pues deshazlo ya —exigió Charmain—. Waif tiene el tamaño de un elefante.

Peter dedicó una mirada distraída a Waif.

—De un caballo, solamente. Pero las cañerías de ahí dentro están al rojo vivo —dijo—. ¿Qué crees que debería hacer?

—¿Hablas en serio? —exclamó Charmain. Echó a un lado con cuidado a la enorme Waif y entró en el baño. Hasta donde podía ver a través del vapor, estaba saliendo agua hirviendo de los cuatro grifos y la cisterna no paraba de descargarse; las cañerías de las paredes estaban, en efecto, al rojo vivo.

—¡Tío abuelo William! —gritó—, ¿cómo hago para que se enfríe el agua del lavabo?

La amable voz del tío abuelo William surgió entre el siseo y el borboteo.

—Para instrucciones más precisas, querida, abre mi maleta.

—¡Eso no me vale! —chilló Charmain. Sabía que no había tiempo para buscar maletas. Algo estaba a punto de explotar—. ¡Enfriaos! —gritó a los chorros—. ¡Congelaos! ¡Cañerías, enfriaos ahora mismo! —vociferó agitando los brazos—. ¡Os ordeno que os enfriéis!

Para su sorpresa, funcionó. El chorro de vapor se diluyó en simples bocanadas y después desapareció del todo. La cisterna dejó de vaciarse. Tres de los grifos dieron un respingo y se cerraron. Casi instantáneamente se formó hielo en el grifo que funcionaba, el del agua fría del lavabo, y creció en él una estalactita. Otra estalactita apareció en las tuberías que bajaban por la pared y resbaló siseando hasta la bañera.

—Eso está mejor —suspiró Charmain, y dio media vuelta para mirar a Waif. Ella le devolvió la mirada con tristeza. Estaba más grande que nunca—. Waif —dijo Charmain—, hazte pequeña. Ahora. Te lo ordeno.

Waif agitó tristemente la punta de su monstruosa cola y siguió del mismo tamaño.

—Si es mágica —dijo Peter—, seguramente, si quiere, puede deshacer el hechizo.

—¡Oh, cállate! —le espetó Charmain—. ¿Qué creías que estabas haciendo? Nadie puede beber agua hirviendo.

Peter la miró indignado desde debajo de su pelo enredado y chorreante.

—Quería una taza de té —respondió—. El té se hace con agua hirviendo.

Charmain no había hecho té en su vida. Se encogió de hombros.

—¿En serio?

Miró al techo.

—Tío abuelo William —llamó—, ¿cómo se consigue una bebida caliente aquí?

La voz amable volvió a hablar.

—En la cocina, golpea la mesa y di «Té», querida. En el salón, golpea el carrito del rincón y di «Té de las cinco». En tu habitación…

Ni Peter ni Charmain se quedaron a escuchar lo de la habitación: se lanzaron hacia delante y cerraron de golpe la puerta del baño. La abrieron de nuevo, Charmain le dio un empujón a la izquierda a Peter e irrumpieron en la cocina; se dieron la vuelta, cerraron la puerta, la volvieron a abrir y, finalmente, llegaron al salón, donde empezaron a buscar con empeño el carrito. Peter lo descubrió en el rincón y se lanzó por él antes que Charmain.

—¡Té de las cinco! —gritó martilleando con fuerza su superficie vacía de cristal—. ¡Té de las cinco! ¡Té de las cinco! ¡Té de las…!