La casa de los mil pasillos (El castillo ambulante, #3) – Diana Wynne Jones

De repente, estaba increíblemente nerviosa. Iba a ver al Rey. Había sido una locura escribirle, una insensatez, y ahora iba a verlo. Se le quitó el hambre. Levantó la vista de su último bollo de crema y vio que afuera ya había oscurecido. La iluminación artificial se había encendido dentro, llenando la habitación de una luz dorada, pero las ventanas estaban negras.

—Me voy a dormir —anunció ella—. Mañana me espera un largo día.

—Si ese rey tuyo tiene dos dedos de frente —replicó Peter—, te devolverá de una patada en cuanto te vea. Entonces podrás volver aquí a hacer la colada.

Dado que aquellas eran exactamente las dos cosas que temía Charmain, no contestó. Se limitó a coger las Memorias de un exorcista como lectura ligera, se dirigió a la puerta y giró a la izquierda hacia las habitaciones.

Capítulo 7

En el que cierto número de personas llega a la mansión real

CHARMAIN tuvo una noche bastante agitada. En parte a causa de las Memorias de un exorcista, cuyo autor había estado claramente ocupado con un montón de apariciones y rarezas, todas las cuales describía de un modo tan directo que a Charmain no le quedó duda de que los fantasmas son del todo reales y, la mayoría de ellos, desagradables. Se pasó la mayor parte de la noche tiritando y deseando saber cómo encender la luz.

Parte de las molestias se debieron a Waif, que había decidido que tenía derecho a dormir en la almohada de Charmain.

Pero la mayor parte se debía, simple y llanamente, a los nervios y al hecho de que Charmain no tenía forma de saber qué hora era. No dejaba de despertarse pensando: «¡Imagínate que me duermo!». Se despertó cuando aún estaba amaneciendo, oyendo el trinar de los pájaros a lo lejos, y casi decidió levantarse. Pero, de algún modo, volvió a dormirse y, cuando se despertó, ya era completamente de día.

—¡Socorro! —gritó; apartó de golpe las mantas, tirando accidentalmente a Waif al suelo con ellas, y se lanzó al otro lado de la habitación para ponerse la ropa buena que había preparado para la ocasión. Mientras se metía en su mejor falda verde, se le ocurrió por fin qué era lo más sensato—. ¡Tío abuelo William! —gritó—, ¿cómo puedo saber qué hora es?

—Golpea tu muñeca izquierda —respondió la amable voz— y di: «Hora», querida.

Charmain se sorprendió al notar que la voz era más débil y susurrante de lo que solía. Esperó que aquello se debiese a que el hechizo se estaba esfumando y no a que el tío abuelo William se encontrara más débil, dondequiera que estuviese.

—¿Hora? —dijo ella dando golpecitos.

Esperaba una voz o, tal vez, que apareciese un reloj. Al pueblo de High Norland le gustaban los relojes. En su casa había diecisiete, incluyendo el del baño. Le había sorprendido un poco que el tío abuelo William no tuviese ni siquiera un reloj de cuco en algún sitio, pero entendió el motivo cuando lo que ocurrió fue que, de repente, sabía qué hora era. Eran las ocho.

—¡Y tardaré por lo menos una hora en llegar a pie! —cogió aire, metió los brazos en las mangas de su mejor blusa de seda y salió corriendo al baño.

Mientras se peinaba, estaba más nerviosa que nunca. Su reflejo, que, por algún motivo, chorreaba agua, parecía muy joven, con el pelo recogido en una inexperta cola de caballo sobre un hombro. «Se dará cuenta de que soy una colegiala», pensó. Pero no había tiempo de pensar en ello. Charmain salió a toda prisa del baño y volvió sobre la misma puerta a la izquierda para entrar en la cálida y ordenada cocina.

Ahora había cinco bolsas de ropa sucia al lado del fregadero, pero Charmain no tenía tiempo para preocuparse por ello. Waif fue corriendo hacia ella, aullando lastimeramente, y volvió cerca de la chimenea, donde el fuego seguía quemando con energía. Charmain estaba a punto de golpear el borde de la chimenea para pedir el desayuno cuando vio cuál era el problema de Waif. Ahora era demasiado pequeña para golpear la chimenea. Así que Charmain la golpeó y dijo: «Comida para perros, por favor», antes de pedir su desayuno.

Al sentarse a la mesa, ahora vacía, a tomar deprisa el desayuno mientras Waif limpiaba con entusiasmo el plato a sus pies, Charmain no pudo evitar pensar con rabia que era mucho más agradable tener la cocina limpia y ordenada. «Supongo que Peter tiene sus cosas buenas», pensó mientras se servía una última taza de café. Pero entonces sintió que debía golpear su muñeca de nuevo. Supo que faltaban seis minutos para las nueve y saltó del susto.

—¿Cómo he podido tardar tanto? —dijo en voz alta, y corrió de vuelta a su habitación a buscar su elegante chaqueta.

A lo mejor fue porque iba corriendo mientras se ponía la chaqueta, pero, de algún modo, giró mal en la puerta y se vio en un lugar de lo más curioso. Era una habitación alargada y estrecha llena de tuberías por todas partes y con un gran recipiente chorreante, místicamente recubierto de piel azul.

—¡Anda ya! —protestó Charmain, y volvió atrás por la puerta.

Se encontró de nuevo en la cocina.

—Al menos me sé el camino desde aquí —farfulló precipitándose en el salón, y salió corriendo por la puerta principal. Fuera, casi tropieza con una pinta de leche que debía de ser para Rollo—. ¡Y no se la merece! —chilló mientras cerraba la puerta de golpe.

Se lanzó corriendo por el camino entre las hortensias desfloradas y atravesó la puerta que se cerró tras de sí con un clac. Entonces intentó ir más despacio porque era una tontería correr durante los kilómetros que la separaban de la mansión real, pero bajó por el camino a muy buen paso, y sólo había llegado a la primera curva cuando la puerta del jardín volvió a hacer clac detrás de ella. Charmain se dio media vuelta. Waif iba corriendo tras ella todo lo deprisa que le permitían sus patitas. Charmain suspiró y retrocedió hacia ella. Al ver que se acercaba, Waif empezó a dar saltitos y ladridos de alegría.

—No, Waif —dijo Charmain—. No puedes venir. Vete a casa —señaló ostensiblemente la casa del tío abuelo William—. ¡A casa!

Waif agachó las orejas y se sentó a suplicar.

—¡No! —volvió a ordenar Charmain, señalando—. ¡Vete a casa!

Waif se tumbó en el suelo y se convirtió en una lastimosa mancha blanca de la que sólo sobresalía la punta de la cola que se agitaba.

—¡Francamente! —dijo Charmain. Y como Waif parecía decidida a no moverse del medio del camino, Charmain se vio obligada a cogerla en brazos y volver a toda prisa a casa del tío abuelo William con ella.

—No puedo llevarte conmigo —le explicó casi sin aliento en el trayecto—. Tengo que ver al Rey. Y la gente no lleva perros cuando va a ver al Rey.

Abrió la puerta del tío abuelo William y lanzó a Waif al camino del jardín.

—Ya. Ahora, ¡quédate aquí!

Cerró la puerta ante la cara de reproche de Waif y volvió a bajar la calle. Mientras caminaba se golpeó la muñeca con ansiedad y dijo:

—¿Hora?

Pero ya estaba fuera del territorio del tío abuelo William y el hechizo no funcionó. Lo único que sabía Charmain era que se hacía tarde. Echó a correr.

La puerta sonó de nuevo tras de sí. Charmain miró atrás y volvió a ver a Waif corriendo hacia ella.

Charmain gruñó, dio media vuelta, corrió hacia Waif, la cogió en brazos y la lanzó de nuevo hacia la puerta.

—¡Sé una perra buena y quédate aquí! —chilló mientras recobraba el aliento, y volvió a salir corriendo.

La puerta volvió a sonar y Waif volvió a lanzarse tras ella.

—¡Voy a gritar! —amenazó Charmain. Volvió atrás y lanzó a Waif dentro del jardín por tercera vez—. ¡Quédate ahí, estúpida perrita!

Esta vez se dirigió hacia la ciudad a todo correr.

Tras ella, la puerta volvió a sonar. Pequeños pasitos repiquetearon en el camino.

Charmain se dio la vuelta y corrió hacia Waif gritando:

—¡Oh, no te soporto, Waif! Voy a llegar tardísimo.

Esta vez, cogió a Waif y se la llevó en dirección a la ciudad entre resoplidos.

—Muy bien, tú ganas, voy a tener que llevarte porque, si no lo hago, llegaré tarde y no quiero, Waif. ¿Lo entiendes?

Waif estaba encantada. Se estiró y lamió la mejilla de Charmain.

—No, para —protestó Charmain—. No estoy contenta. Te odio. Eres muy pesada. Estate quieta o te suelto.

Waif se acomodó en los brazos de Charmain con un suspiro de satisfacción.

—Grrrr —gruñó Charmain, y apretó el paso.

Charmain había pensado mirar hacia arriba al rodear el acantilado por si el lubbock bajaba en picado sobre ella desde el prado superior, pero cuando llegó a él tenía tanta prisa que se olvidó por completo del lubbock y se limitó a seguir corriendo. Y para su gran sorpresa, cuando superó la curva, la ciudad estaba casi ante ella. No recordaba que estuviese tan cerca. Había casas y torres, brillaban rosadas bajo la luz de la mañana y estaban a tiro de piedra.

«Creo que el poni de tía Sempronia tardó demasiado para lo que es el camino», pensó Charmain al llegar a las primeras casas.

El camino seguía una vez atravesado el río y se convertía en el típico camino sucio de ciudad. Charmain recordó que aquel extremo de la ciudad era bastante feo y poco recomendable, y caminó deprisa y nerviosa. Pero, aunque casi todas las personas con las que se cruzó aparentaban ser bastante pobres, ninguna pareció prestarle demasiada atención o, si lo hacían, era para fijarse en Waif, que lo curioseaba todo con entusiasmo desde los brazos de Charmain.

—Qué perrito tan mono —comentó una mujer que cargaba ristras de cebollas al mercado cuando se cruzó con Charmain.

—Qué monstruito tan mono —replicó Charmain. La mujer la miró muy sorprendida. Waif se revolvió como protesta—. Sí, lo eres —le dijo Charmain al llegar a calles más anchas con edificios más elegantes—. Eres una abusona y una chantajista y, si me has hecho llegar tarde, no te lo perdonaré jamás.

Al llegar al mercado, el gran reloj del ayuntamiento dio las diez. Y Charmain pasó de repente de correr con ansiedad a pensar en cómo iba a convertir un paseo de diez minutos en uno de media hora. La mansión real estaba casi a la vuelta de la esquina. Al menos podría relajar el paso y tranquilizarse. El sol ya apretaba por entre la niebla de las montañas y, entre eso y el cálido cuerpo de Waif, Charmain tenía calor. Cogió un desvío paralelo a la explanada que pasaba por encima del río, que corría rápido y marrón camino del gran valle que había más allá de la ciudad, y empezó a pasear con tranquilidad. Tres de sus librerías favoritas estaban en aquella calle. Se abrió paso entre otros paseantes y miró los escaparates con entusiasmo.

—Qué perrito más mono —dijeron, al pasar, unas cuantas personas.

—¡Ja! —le musitó Charmain a Waif—. ¡No tienen ni idea!

Llegó a la plaza Real en el momento en que el gran reloj empezaba a tocar las diez y media. Charmain estaba satisfecha. Pero, mientras cruzaba la plaza hacia el reloj que sonaba, de repente, ya no estaba tan satisfecha, y también dejó de tener calor. Tenía frío y se sentía pequeña e insignificante. Sabía que ir había sido una estupidez. Era tonta. La miraría un momento y la mandaría a casa. El destello dorado del tejado de la mansión real la intimidó por completo. Agradeció la pequeña y húmeda lengua de Waif lamiendo de nuevo su mejilla. Al subir las escaleras de la puerta principal de la mansión estaba tan nerviosa que casi da media vuelta y sale corriendo.

Pero se dijo a sí misma con firmeza que aquella era la única cosa en el mundo que de verdad quería hacer, «aunque no estoy segura de querer hacerla ahora —pensó—, ¡y todo el mundo sabe que las tejas de metal sólo están encantadas para que parezcan de oro!», añadió, y levantó la gran aldaba dorada de la puerta para llamar con valentía. Entonces, sus rodillas amenazaron con doblarse y se preguntó si sería capaz de salir corriendo. Se quedó allí temblando y apretando a Waif con fuerza.

Un sirviente muy, muy viejo abrió la puerta.