El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

Dosflores se quedó con la boca abierta.

—¿A Hrun? —dijo.

—No, a ése no. Al mago flaco. Mi hijo Lio!rt está intentando hacerle pedazos. Me gustó mucho la manera en que le rescataste. Bueno, en que le rescatarás.

Dosflores hinchó el pecho y se irguió en toda su altura, un trabajo muy sencillo.

—¿Dónde está? —preguntó, al tiempo que se dirigía hacia la puerta con lo que él esperaba que fueran zancadas heroicas.

—No tienes más que seguir el camino en el polvo —explicó la voz—. Liessa viene a verme de vez en cuando. Todavía viene a ver a su viejo padre, mi nenita. Fue la única con suficiente carácter para asesinarme. De tal palo, tal astilla. Por cierto, buena suerte. Creo recordar que ya te lo dije. Quiero decir, que te lo diré ahora.

La voz temblorosa se perdió en un laberinto de tiempos verbales, mientras el turista corría por los pasillos vacíos, y el dragón trotaba ágilmente tras él. Pero pronto se detuvo para apoyarse contra una columna, sin aliento. Le parecía que habían pasado siglos desde que comiera por última vez.

«Por qué no vuelas», le sugirió Ninereeds mentalmente.

El dragón extendió las alas y dio un aleteo experimental, que le levantó por un momento del suelo. Dosflores le miro un instante, luego corrió hacia él y subió rápidamente al cuello de la bestia. Pronto estuvieron en el aire. El dragón volaba con facilidad a un metro por encima del suelo, y dejaba atrás una nube de polvo.

Dosflores se agarró lo mejor que pudo cuando Ninereeds maniobró por una serie de cavernas y se remontó rodeando una escalera de espiral, en la que se podría haber instalado fácilmente todo un ejército en retirada. Al llegar a la cima, salieron a zonas concurridas más habitualmente. En todos los pasillos, los espejos brillaban pulidos, y reflejaban una luz tenue.

«Huelo a otros dragones.»

Las alas se convirtieron en una mancha borrosa, y Dosflores se vio lanzado hacia atrás cuando el dragón giró y se precipitó hacia un pasillo lateral, como una golondrina ansiosa de mosquitos. Otro giro brusco les envió a toda velocidad por la entrada de un túnel, hasta un lateral de una gran cueva. Había rocas mucho más abajo, y arriba, desde grandes agujeros del techo, salían amplios rayos de luz. Además, había mucha actividad en la parte superior. Cuando Ninereeds planeó, azotando el aire con las alas. Dosflores vio en el techo las sombras de las bestias posadas en sus perchas, y también puntos en forma de hombres que, por alguna extraña razón, caminaban cabeza abajo.

«Esto es una cueva cuadra», dijo el dragón con voz satisfecha.

Mientras Dosflores miraba todo, una de las sombras en forma de hombre se desprendió del techo y empezó a agrandarse…

* * *

Rincewind observó el rostro blanco de Lio!rt mientras se alejaba. Qué cosa más rara, rió una pequeña parte de su mente, ¿por qué me estaré elevando?

Entonces empezó a perder el equilibrio en el aire, y la realidad se impuso. Caía hacia unas rocas, lejanas y manchadas de guano.

Su cerebro se rebeló ante la idea. Las palabras del Hechizo eligieron ese preciso momento para resurgir de las profundidades de su mente, como hacían siempre en momentos de crisis. «¿Por qué no nos pronuncias? —parecían apremiarle—. ¿Qué tienes que perder?»

Mientras caía, Rincewind movió una mano.

—Ashonai —declamó.

La palabra se formó frente a él en una fría llama azul, que se meció al viento.

Movió la otra mano, ebrio de terror y magia.

—Ebiris —entonó.

El sonido se congeló en una fluctuante palabra anaranjada, que flotó junto a su compañera.

—Urshoring. Kvanti. Pythan. N’gurad. Feringomalee.

Mientras las palabras exhibían sus colores de arco iris a su alrededor, maniobró con las manos y se dispuso a pronunciar la octava y última palabra, que aparecería en un chispeante octano y sellaría el Hechizo. Hasta olvidó las inminentes rocas.

De pronto, se quedó sin aliento. El Hechizo se dispersó y desapareció. Un par de brazos se cerraron en torno a su cintura, y el mundo pareció tambalearse hacia un lado cuando el dragón salió de su largo picado. Sus garras arañaron por un momento la superficie de la roca del ahora ruidoso suelo del Wyrmberg. Dosflores dejó escapar una carcajada triunfal.

—¡Le tengo!

Y el dragón se curvó con elegancia en la cúspide del vuelo, aleteó suave, casi perezosamente, y atravesó la entrada de la cueva hacia el aire de la mañana.

* * *

Al mediodía, en una amplia pradera verde sobre la superficie del Wyrmberg, con su equilibrio imposible, los dragones y sus jinetes formaron un ancho círculo. Tras ellos quedaba sitio de sobra para una multitud de siervos, esclavos y otros que arañaban una forma de vida allí, en el techo del mundo. Todos contemplaban las figuras agrupadas en el centro del circo de hierba.

El grupo se componía de una serie de señores dragón, entre los que se encontraban Lio!rt y su hermano. El primero se frotaba todavía las piernas, con una mueca de dolor. Un poco apartados estaban Liessa y Hrun, con algunos partidarios de la mujer.

Entre las dos facciones se encontraba el Maestro Tentador hereditario del Wyrmberg.

—Como ya sabéis —empezó, inseguro—, el no del todo difunto Señor del Wyrmberg, Greicha Primero, ha estipulado que no habrá sucesión hasta que uno de sus hijos —o su hija, que todo puede ser— se sienta con poder suficiente para desafiar y derrotar a sus hermanos, o hermano y hermana, en combate a muerte.

—Sí, sí, todos lo sabemos. Sigue con lo demás —exigió una voz quisquillosa, que surgía del aire junto a él.

El Maestro Tentador tragó saliva. Nunca había terminado de encajar la negativa de su antiguo señor a expirar decentemente. ¿Está muerto el viejo buitre, o no?, se preguntaba.

—No está del todo claro —siguió— si se permite lanzar un desafío por delegación…

—Se permite, se permite —restalló la voz desencarnada de Greicha—. Es una muestra de inteligencia. Y sigue, que nos vamos a pasar aquí todo el día.

—Os desafío —intervino Hrun, mirando a los hermanos—. A los dos a la vez.

Lio!rt y Liartes se miraron.

—¿Quieres luchar contra nosotros dos a la vez? —preguntó Liartes, un hombre alto y delgado, con larga cabellera negra.

—Sí.

—¿Crees que es justo?

—Sí. Os supero en proporción de uno contra dos.

Lio!rt se enfureció.

—¡Bárbaro arrogante…!

—¡Eso ya es el colmo! —rugió Hrun—. ¡Te…!

El Maestro Tentador extendió una mano surcada de venillas azules, para contenerle.

—Está prohibido pelear en el Campo de Matanza —comentó.

Se detuvo, e hizo una pausa para considerar el sentido de lo que había dicho.

—Bueno, ya sabéis a qué me refiero —aventuró. Intentó dar más explicaciones, pero se rindió—. Como parte desafiada, mis señores Lio!rt y Liartes pueden elegir armas —añadió.

—¡Dragones! —exclamaron a la vez.

Liessa bufó.

—Los dragones se pueden usar en una ofensiva, así que son armas —dijo Lio!rt con firmeza—. Si no estás de acuerdo, podemos luchar por eso.

—Eso —asintió su hermano, mientras señalaba a Hrun con un movimiento de cabeza.

El Maestro Tentador sintió que un dedo fantasmal le golpeaba el pecho.

—No te quedes ahí con la boca abierta —dijo la voz sepulcral de Greicha—. ¿Quieres darte prisa?

Hrun dio un paso atrás y meneó la cabeza.

—Oh, no —negó—. Con una vez, he tenido de sobra. Prefiero morir a luchar sobre una de esas cosas.

—Entonces, muere —dijo el Maestro Tentador, con toda la amabilidad que le fue posible.

Lio!rt y Liartes ya se dirigían a zancadas hacia el otro lado de la pradera, donde sus sirvientes aguardaban con las monturas. Hrun se volvió a Liessa. La chica se encogió de hombros.

—¿No tendré ni una espada? —suplicó—. ¿Ni siquiera un cuchillo?

—No —respondió ella—. No esperaba esto.

De repente, la chica parecía más menuda, y todo su aire desafiante había desaparecido.

—Lo siento.

—¿Que tú lo sientes? —se enfadó Hrun.

—Sí, lo siento.

—Eso me pareció oír, que lo sentías.

—¡Oye, no me mires así! Puedo imaginarte el mejor dragón para cabalgar…

—¡No!

El Maestro Tentador se secó la nariz con un pañuelo, sostuvo ante él un momento el pequeño cuadrado de seda, y luego lo dejó caer.

Un repentino batir de alas hizo girar en redondo a Hrun. El dragón de Lio!rt ya estaba en el aire, y se dirigía hacia ellos. Mientras sobrevolaba a poca altura el prado, una ráfaga de llamas surgió de su boca, trazando una línea negra en la hierba. Y la línea se dirigía hacia Hrun.

En el último momento, el bárbaro empujó a Liessa a un lado, y sintió el salvaje dolor del fuego en el brazo mientras se lanzaba al suelo, en busca de refugio. Al caer, rodó sobre sí mismo, y se puso en pie de un salto, buscando frenéticamente al otro dragón. El animal se acercó por un lado, y Hrun se vio obligado a saltar a ciegas para esquivar las llamas. La cola del dragón le azotó al pasar, y le encajó un doloroso golpe en la frente. Consiguió ponerse en pie, y sacudió la cabeza para librarse de aquellas estrellitas bailarinas que tenía ante los ojos. Su maltratada espalda gritaba de dolor.

Lio!rt se aproximaba en una segunda pasada, pero esta vez volaba más despacio, para compensar la inesperada agilidad del hombretón. Cuando el suelo ascendió hacia él, vio al bárbaro de pie, inmóvil como una roca, con el pecho subiendo y bajando, y los brazos caídos a los costados. Un blanco sencillo.

Cuando su dragón sobrepasó al bárbaro, Lio!rt volvió la cabeza. Esperaba ver un enorme montón de cenizas.

Allí no había nada. Sorprendido, Lio!rt se enderezó en el dragón.

Entonces, le vio.

Hrun se había colgado de las escamas en el hombro del dragón con una mano, y con la otra se apagaba las llamas del cabello. La mano de Lio!rt voló hacia su daga, pero el dolor había agudizado los ya excelentes reflejos de Hrun hasta hacerlos afilados como agujas. El canto de una mano golpeó como un martillo la muñeca del señor dragón, y la daga salió despedida hacia el suelo. La otra mano, en forma de puño, alcanzó al hombre de lleno en la barbilla.

El dragón que soportaba el peso de ambos combatientes estaba a tan sólo unos metros de la hierba. Resultó ser una circunstancia afortunada, porque en el momento en que Lio!rt perdió el sentido, el animal dejó de existir.

Liessa corrió por el césped y ayudó a Hrun a ponerse en pie.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? —preguntó, confuso.

—¡Ha sido fantástico! —exclamó ella—. ¡Qué salto pegaste en el aire! ¡Increíble!

—Sí, pero… ¿qué ha pasado?

—Es un poco difícil de explicar.

Hrun examinó el cielo. Liartes, que era con mucho el más cauteloso de los dos hermanos, trazaba círculos muy por encima de ellos.

—Bueno, tienes unos diez segundos para intentarlo —respondió Hrun.

—Los dragones…

—¿Sí?

—…son imaginarios.

—¿Quieres decir tan imaginarios como estas quemaduras que tengo en el brazo?

—Sí. ¡No! —La chica sacudió violentamente la cabeza—. ¡Ya te lo explicaré luego!

—Perfecto, si encuentras un médium verdaderamente bueno —le espetó Hrun.

Levantó la vista hacia Liartes, que empezaba a descender trazando amplios círculos.

—Oye, limítate a escuchar. A menos que mi hermano esté consciente, su dragón no puede existir, no tiene ningún medio para llegar a…

—¡Corre! —gritó Hrun.

La empujó lejos de él y se lanzó de bruces al suelo cuando el dragón de Liartes se precipitó, mientras dejaba otra cicatriz humeante en el césped.

La criatura tomó altura para hacer otra pasada, y Hrun se puso en pie como pudo antes de echar a correr hacia los bosques que bordeaban la zona de combate. Eran muy claros, poco más que unos matorrales crecidos, pero al menos ningún dragón podría volar por allí.

El bicho ni siquiera lo intentó. Liartes llevó a tierra su montura, que se posó en el césped a pocos metros del bárbaro. Su jinete desmontó sin prisa. El dragón dobló las alas y agachó la cabeza hasta la hierba, mientras su amo se apoyaba contra un árbol y silbaba alegremente.

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