El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

Contenía galletas, unas galletas tan duras como la madera diamante.

—Aldita ea —murmuró, acariciándose los dientes doloridos.

—Son Digestivos para Viajes del Capitán Ocho-panteras —dijo el duende desde el umbral de su caja—. Han salvado más de una vida en el mar, sí señor.

—Seguro, seguro. ¿Hacéis balsas con ellas, o se las tiráis a los tiburones para ver cómo se hunden? ¿Qué hay en las botellas? ¿Veneno?

—Agua.

—¡Pero si hay agua en todas partes! ¿Para qué ha traído agua?

—Confianza.

—¿Confianza?

—Exacto. No la tenía en el agua de aquí.

Rincewind abrió una botella. El líquido que contenía podía ser agua. Tenía un aroma vacío, sin rastro de vida.

—No sabe ni huele a nada —refunfuñó.

El Equipaje crujió ligeramente, llamándole la atención. Con un gesto amenazador, perezoso y calculado, cerró lentamente su tapa, aplastando la improvisada palanca de Rincewind como si fuera una hoja seca.

—Vale, vale —dijo el mago—. Estoy pensando.

* * *

El cuartel de Ymor estaba en la Torre Inclinada, en la esquina de la calle Escarcha con el callejón Helado. A medianoche, el guardia solitario, semioculto en las sombras, alzó la vista para observar la conjunción de planetas, y se preguntó vagamente qué cambios conllevaría para su suerte.

Se oyó un ruido ligerísimo, como el de un mosquito bostezando.

El guardia bajó la vista hacia la calle desierta, y ahora vio el brillo de la luna sobre algo que yacía en el lodo, a pocos metros de distancia. Lo recogió. La luz lunar arrancó un nuevo destello del oro, y el guardia contuvo el aliento, tan estentóreamente que el eco resonó en todo el callejón.

Volvió a oír el ligero ruido, y otra moneda rodó por la gravilla, al otro lado de la calle.

Para cuando la recogió, ya había otra, poco más adelante, todavía rodando. Recordaba lo que se decía, que el oro se formaba con la luz cristalizada de las estrellas. Hasta entonces, nunca había creído que fuera cierto que algo tan pesado como el oro pudiera caer naturalmente del cielo.

Cuando llegó a la entrada del callejón, cayó más oro. Lamentablemente, iba todavía en la bolsa. Y había demasiado cuando Rincewind lo dejó caer pesadamente sobre su cabeza.

Al volver en sí, el guardia se encontró mirando los ojos enloquecidos de un mago que le amenazaba la garganta con una espada. Además, en la oscuridad, algo le agarraba la pierna.

Era uno de esos agarrones desconcertantes, de los que sugieren que el agarrador podría hacerlo mucho más fuerte si quisiera.

—¿Dónde está el extranjero rico? —siseó el mago—. ¡Deprisa!

—¿Qué me tiene cogido por la pierna? —preguntó el hombre, con un matiz de pánico en la voz.

Intentó liberarse. La presión se incrementó.

—No querrías saberlo —aseguró Rincewind—. Presta atención, por favor. ¿Dónde está el extranjero?

—¡Aquí, no! ¡Lo tienen en la taberna de Broadman! ¡Todo el mundo le está buscando! Tú eres Rincewind, ¿no? La caja… la caja que muerde a la gente… oh, no… por favoooor…

Rincewind ya se había marchado. El guardia sintió que el agarrapiernas invisible le liberaba de su presión. Luego, mientras intentaba ponerse en pie, algo grande, pesado y cúbico salió corriendo en la oscuridad, tras el mago. Algo con cientos de patitas.

* * *

Con la única ayuda de su libro de frases, compilado por él mismo, Dosflores trataba de explicar los misterios de los canguros a Broadman. El grueso tabernero le escuchaba atentamente, con un extraño brillo en sus ojillos negros.

Al otro lado de la mesa, Ymor les observaba con cierta diversión. De cuando en cuando, alimentaba con los restos de su plato a uno de los cuervos. Junto a él, Whitel recorría la habitación a largas zancadas una y otra vez.

—Te preocupas demasiado —dijo Ymor, sin apartar la vista de los dos hombres que tenía frente a él—. Estoy seguro, Stren. ¿Quién se atrevería a atacarnos aquí? Y el mago de tercera vendrá. Es demasiado cobarde para no venir. E intentará hacer un trato. Y nos apoderaremos de él. Y del oro. Y del cofre.

El único ojo de Withel brilló, y, formando un puño cerró la mano enguantada de negro.

—¿Quién habría imaginado que hay tanto peral sabio en todo el disco? —dijo—. ¿Cómo íbamos a saberlo?

—Te preocupas demasiado, Stren. Estoy seguro de que, esta vez, puedes hacerlo mejor —respondió Ymor con tono agradable.

Su lugarteniente gruñó, disgustado, y salió a zancadas de la habitación para intimidar un rato a sus hombres.

Era extraño, pero el hombrecillo no parecía comprender la gravedad de su situación. En varias ocasiones, Ymor le había visto mirar la habitación que le rodeaba con un gesto de gran satisfacción. Además, llevaba siglos hablando con Broadman, e Ymor había observado que un pedazo de papel cambiaba de manos. Y Broadman había entregado al extranjero algunas monedas. Desde luego, era extraño.

Cuando Broadman se levantó y pasó caminando como un pato junto a la silla de Ymor, el brazo del jefe de los ladrones salió disparado como un muelle de acero, atrapando al gordo por el delantal.

—¿De qué estabais hablando, amigo? —preguntó tranquilamente Ymor.

—D-de nada, Ymor. Sólo negocios privados.

—Entre los amigos no hay secretos, Broadman.

—Sí… bueno, la verdad es que ni yo mismo estoy seguro. Se trata de una especie de apuesta, ¿sabes? —respondió el tabernero, nervioso—. Algo llamado «canguros». Es una apuesta a que el Tambor Roto no se incendiará.

Ymor sostuvo la mirada del hombre hasta que Broadman bajó la vista, temeroso y avergonzado. Entonces, el jefe de los ladrones se echó a reír.

—¿Este viejo montón de madera carcomida? —dijo—. ¡Ese tipo debe de estar loco!

—Sí, loco, pero con dinero. Dice que ahora ya tiene la… no me acuerdo de cómo se llama, empieza por «p», es lo que podríamos decir el dinero de la apuesta… y la gente para quien trabaja en el Imperio Ágata, pagará. Si el Tambor Roto se incendia. No es que espere que suceda eso, claro. Incendiarse el Tambor Roto, quiero decir. O sea, que para mí, es como un hogar, el Tambor, sí…

—No eres del todo idiota, ¿eh? —dijo Ymor, alejando al tabernero de un empujón.

La puerta se abrió de golpe sobre sus bisagras, y chocó fuertemente contra la pared.

—¡Eh, que esa puerta es mía! —grité Broadman.

Entonces advirtió quién estaba en la cima de la escalera, y se agachó tras una mesa justo a tiempo para evitar un pequeño dardo negro, que cruzó la habitación y fue a clavarse en la madera que le protegía.

Ymor movió cautelosamente la mano para servirse de otra botella de cerveza.

—¿No quieres beber conmigo, Zlorf? —dijo en tono conversacional—. Y deja esa espada, Stren. Zlorf Flannelfoot es amigo nuestro.

El presidente del Gremio de los Asesinos hizo girar hábilmente su cerbatana corta, y la guardó en la sobaquera con un rápido movimiento.

—¡Stren! —ordenó Ymor.

El ladrón de la garra negra siseó y guardó la espada en su funda. Pero mantuvo la mano en la empuñadura, y los ojos fijos en el asesino. Lo que no era fácil. En el Gremio de Asesinos, la promoción se efectuaba mediante examen competitivo, y la práctica era la asignatura más importante. Para ser exactos, la única. Así que la ancha y sincera cara de Zlorf era un laberinto de cicatrices, resultado de muchas confrontaciones directas. De no ser así, probablemente tampoco habría resultado demasiado atractivo. Se decía que Zlorf había elegido una profesión llena de capuchas oscuras, capas y andanzas nocturnas, porque en su árbol genealógico había algún troll temeroso de la luz del día. La gente que comentaba esto al alcance del oído de Zlorf, solía llevarse sus propias orejas a casa guardadas en el sombrero.

Bajó la escalera a zancadas, seguido por varios asesinos.

—He venido a por el turista —dijo cuando estuvo justo delante de Ymor.

—¿Es asunto tuyo, Zlorf?

—Sí. Grinjo, Urmond, cogedle.

Dos de los asesinos dieron un paso hacia adelante. Una décima de segundo más tarde, Stern estaba frente a ellos. Su espada pareció materializarse a un centímetro de sus gargantas, sin necesidad de atravesar el aire intermedio.

—Posiblemente, sólo podría matar a uno de vosotros dos —murmuro—. Pero os recomiendo que os preguntéis… ¿a cuál?

—Mira hacia arriba, Zlorf —sugirió Ymor.

Una fila de ojos amarillentos, ominosos, les observaban entre la oscuridad, desde las alfardas.

—Un paso más y saldréis de aquí con menos ojos de los que trajisteis —dijo el jefe de los ladrones—. Así que siéntate y bebe algo, Zlorf. Discutamos esto con sensatez. Creí que teníamos un acuerdo; tú no robas, yo no mato. Al menos, no por dinero —añadió tras una pausa.

Zlorf tomó la cerveza que le ofrecían.

—¿Y qué? —dijo—. Yo le mato, y luego tú le robas. ¿Es ese tipo raro de allí?

—Sí.

Zlorf miró a Dosflores, que le sonrió. El asesino rara vez se preguntaba por qué algunas personas querían matar a otras. Sencillamente, era su trabajo.

—¿Puedo preguntar quién es tu cliente? —inquirió Ymor.

Zlorf alzó una mano.

—¡Por favor! —protestó—. Secreto profesional. Claro, claro. Por cierto…

—¿Sí?

—Creo que tengo un par de guardias fuera…

—Tenías.

—Y algunos más en el portal, al otro lado de la calle. Son buenos chicos…

—Eran buenos chicos.

—Y dos arqueros en el tejado.

La sombra de una duda atravesó el rostro de Zlorf, como el último rayo de sol sobre un campo mal arado.

La puerta se abrió de golpe, aplastando al asesino que se encontraba a un lado.

—¡Dejad de hacer eso! —gritó Broadman desde debajo de su mesa.

Zlorf e Ymor miraron la figura que se alzaba en el umbral. Era un hombre bajo, grueso y lujosamente vestido. Muy lujosamente vestido. Tras él, en la oscuridad, había varias formas altas y grandes. Muy grandes. Muy amenazadoras.

—¿Quién es ése? —preguntó Zlorf.

—Le conozco —dijo Ymor—. Se llama Rerpf. Es el propietario de la taberna La Fuente Gruñona, junto al Puente de Latón. Elimínale, Stren.

Rerpf alzó una mano llena de anillos. Stren Withel, ya a medio camino hacia la puerta, titubeó al ver a un buen número de gigantescos trolls que se agachaban para pasar bajo el marco de la puerta y situarse a ambos lados del hombre grueso, parpadeando bajo la luz. Músculos del tamaño de melones destacaban en antebrazos grandes como sacos de harina. Cada troll llevaba una enorme hacha de doble filo. Entre el índice y el pulgar.

Broadman saltó de su escondrijo, con el rostro enrojecido por la ira.

—¡Fuera! —gritó—. ¡Sacad de aquí a esos trolls!

Nadie se movió. La habitación se había sumido en un silencio repentino. Broadman miró rápidamente a su alrededor. Empezó a comprender lo que acababa de decir, y a quién. Un gemido escapó de sus labios, contento de verse libre.

Llegó junto a la puerta de la bodega en el momento que uno de los trolls, con un perezoso movimiento de una mano del tamaño de un jamón, lanzaba su hacha girando hacia el otro extremo de la habitación. El golpe de la puerta al cerrarse y el consiguiente chasquido del hacha al clavarse en la madera, se fundieron en un solo sonido.

—¡Maldita sea! —exclamó Zlorf Flannelfoot.

—¿Qué quieres? —pregunto Ymor.

—Estoy aquí en nombre del Gremio de Mercaderes y Comerciantes —respondió tranquilamente Rerpf—. Para proteger nuestros intereses, si quieres decirlo así. O sea, al hombrecillo.

Ymor arqueó las cejas.

—Disculpa —siguió—, me pareció oírte decir «Gremio de Mercaderes».

—Y Comerciantes —asintió Rerpf.

Ahora, tras él, aparte de más trolls, había varios humanos que Ymor reconoció vagamente. Quizá los había visto detrás de barras y mostradores. Generalmente, figuras borrosas, fácilmente ignorables, fácilmente olvidables. En lo más profundo de su mente, un mal presentimiento empezaba a cobrar forma. Por ejemplo, imaginó cómo se sentiría un zorro enfrentado a un rebaño de ovejas furiosas. Unas ovejas que, además, podían contratar a lobos.

—¿Puedo preguntar cuánto hace que existe este… Gremio? —dijo.

—Desde esta tarde —respondió Rerpf—. Soy el vicepresidente, encargado de los asuntos de turismo.

—¿Qué es eso del turismo?

—Eh… no estamos muy seguros —titubeó Rerpf.

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