El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

El Maestro Tentador cerró los ojos y tragó saliva con dificultad.

—Creí que, a estas alturas, mi señor ya estaría residiendo plenamente en la Tierra Temible —consiguió decir.

—Soy un mago —señaló Greicha—. La Muerte en persona tiene que recoger a un mago. Y, ajá, parece que hoy no está por estos alrededores…

—¿Nos vamos? —preguntó la Muerte.

Iba a lomos de un caballo blanco, un caballo de carne y hueso, pero de ojos rojos y fosas nasales distendidas. Extendió su mano huesuda, recogió el alma de Greicha del aire y la enrolló hasta que no fue más que un punto dolorosamente luminoso. Luego, se la tragó.

Picó espuelas a su corcel y el animal salió disparado, arrancando chispas con los cascos.

—¡Señor Greicha! —susurró el viejo Maestro Tentador cuando el universo fluctuó a su alrededor.

—Ha sido un truco sucio —le llegó la voz del mago, una simple molécula de sonido alejándose entre las infinitas dimensiones negras.

—Mi señor…, ¿cómo es la muerte? —preguntó con voz trémula el anciano.

—Te lo haré saber en cuanto lo haya investigado a fondo —le respondió la más ligera modulación de la brisa.

—Sí —murmuró el Maestro Tentador.

Se le ocurrió una idea terrible.

—Que sea de día, por favor —añadió.

* * *

—¡Payasos! —rugió Hrun desde su asidero entre las garras delanteras de Ninereeds.

—¿Qué dice? —gritó Rincewind mientras el dragón batía estruendosamente sus alas en el aire, en un intento de ganar más altura.

—¡No le oigo! —respondió Dosflores, también a gritos.

Pero el viento se llevó su voz. Cuando el dragón se escoró ligeramente, bajó la vista hacia el juguete que era la cima del poderoso Wyrmberg, y vio la oleada de criaturas que alzaban el vuelo para perseguirles. Las alas de Ninereeds batían el aire con algo parecido a la satisfacción. El aire… el aire era cada vez más tenue. A Dosflores se le taponaron los oídos por tercera vez.

Advirtió que, al frente de la bandada persecutoria, había un dragón dorado. Con su jinete incluido.

—Oye, ¿estás bien? —preguntó un asustado Rincewind.

Tuvo que aspirar varias bocanadas de aquel extraño aire destilado para poder formular las palabras.

—Podía haberme convertido en Señor, pero vosotros, payasos, tuvisteis que… —jadeó Hrun, mientras el tenue aire gélido arrancaba la vida hasta de su poderoso pecho.

—¿Qué le pasa al aire? —murmuró Rincewind.

Unas lucecitas azules aparecieron ante sus ojos.

Dosflores emitió un gemido, y se desmayó.

El dragón desapareció.

Durante unos segundos, los dos hombres siguieron ascendiendo. Dosflores y el mago ofrecían una extraña imagen, el uno sentado ante el otro, a horcajadas sobre algo que no estaba allí. Luego, lo que recibía el nombre de gravedad en el Mundodisco se recuperó de la sorpresa, y los reclamó.

En ese momento, el dragón de Liessa pasó como un rayo, y Hrun aterrizó pesadamente sobre el cuello de la bestia. Liessa se inclinó hacia adelante y le besó.

Rincewind se perdió este detalle mientras caía, con los brazos todavía engarfiados en torno a la cintura de Dosflores. El disco era un diminuto mapa redondo clavado contra el cielo. No parecía moverse, pero Rincewind sabía que lo hacía. El mundo entero se acercaba a él como un gigantesco plato de natillas.

—¡Despierta! —gritó, tratando de imponer su voz sobre el rugido del viento—. ¡Dragones! ¡Piensa en dragones!

Atisbó un montón de alas borrosas cuando cayeron en picado entre la bandada de criaturas que les perseguían, que pronto quedaron mucho más arriba. Los dragones graznaban y trazaban círculos en el cielo.

Dosflores no respondió. La túnica de Rincewind le azotaba, pero el turista no despertó.

«Dragones», pensó un aterrado Rincewind. Intentó concentrar toda su mente, visualizar un dragón auténtico. «Si él puede hacerlo, yo también», se decía. Pero no sucedió nada.

El disco era mucho más grande ahora, un círculo entre las nubes, que se acercaba hacia ellos.

Rincewind lo intentó de nuevo, giró los ojos y tensó hasta el último nervio de su cuerpo. Un dragón. Su imaginación, que generalmente iba sobrecargada de trabajo, buscaba desesperadamente un dragón, cualquier dragón.

—No lo conseguirás —rió la voz de la Muerte que era como el monótono repicar de campanas funerarias—. No crees en ellos.

Rincewind miró la terrible aparición a caballo que le sonreía y el terror se apoderó de su mente.

Hubo un relámpago brillante.

Hubo una repentina oscuridad.

Hubo un suelo suave bajo los pies de Rincewind. Se vio rodeado por una luz rosada, y por los repentinos gritos angustiados de muchas personas.

Miró espantado a su alrededor. Estaba de pie en una especie de túnel, lleno casi por completo de asientos, sobre los que había atadas muchas personas con ropas muy extrañas. Todos le gritaban a él.

—¡Despierta! —siseó—. ¡Ayúdame!

Arrastró al turista todavía inconsciente, e intentó alejarse de la gente. Su mano libre encontró el extraño pestillo de una puerta. Lo giró y se agachó para cruzarla, antes de cerrar de golpe.

Contempló la nueva habitación en que se hallaba, y se encontró con la mirada aterrorizada de una joven, que dejó caer la bandeja que sostenía, y gritó.

Parecía la clase de grito que suele atraer ayuda muscular. Rincewind, con un miedo que destilaba cantidades ingentes de adrenalina, pasó corriendo junto a ella. Allí había más asientos, y la gente que los ocupaba se agachó cuando el mago pasó junto a ellos, arrastrando a Dosflores por el corredor central. Más allá de las filas de asientos había pequeñas ventanas. Y más allá de las ventanas, contra un fondo de nubes algodonosas, vio el ala de un dragón. Era plateada.

«Un dragón me ha devorado —pensó—. Eso es ridículo —se replicó a sí mismo—, los dragones no tienen ventanas.» Entonces, tropezó con un hombro contra el otro extremo del túnel, y entró en una habitación cónica todavía más extraña que la anterior.

Estaba llena de lucecitas parpadeantes. Entre las luces, sentados en sillas giratorias, había cuatro hombres que le miraban boquiabiertos. Cuando echó un vistazo a su espalda, vio que la mirada de los cuatro hombres se desviaba hacia un lado.

Rincewind se volvió lentamente. Junto a él se encontraba un quinto hombre, joven, barbudo, y tan moreno como el pueblo nómada del Gran Nef.

—¿Dónde estoy? —preguntó el mago—. ¿Es el vientre de un dragón?

El joven dio un paso hacia atrás y exhibió ante el rostro del mago una pequeña caja negra. Los hombres de los asientos se encogieron.

—¿Qué es esto? —preguntó Rincewind—. ¿Una caja de dibujos?

Extendió la mano y la cogió: este movimiento pareció sorprender al hombre moreno, que gritó y trató de recuperarla. Se oyó otro grito, esta vez procedente de uno de los hombres sentados. Sólo que ahora ya no estaba sentado. Se había puesto en pie, y apuntaba al joven con un pequeño objeto metálico.

Su actitud tuvo un efecto sorprendente. El hombre se inclinó, y levantó las manos.

—Por favor, señor, déme la bomba —dijo el hombre del objeto metálico—. Con cuidado, por favor.

—¿Esta cosa? —preguntó el mago—. ¡Toda tuya! ¡No la quiero para nada!

El hombre la recogió con mucho cuidado y la depositó en el suelo. Los que seguían sentados se relajaron, y uno de ellos empezó a hablar urgentemente con la pared. El mago le miró, asombrado.

—¡No se mueva! —gritó el hombre del objeto metálico.

«Un amuleto —decidió Rincewind—. Debe de ser un amuleto.»

El hombre moreno retrocedió hasta un rincón.

—Ha sido usted muy valiente —dijo a Rincewind el Portador del Amuleto—. ¿Lo sabe?

—¿El qué?

—¿Qué le pasa a su amigo?

—¿Amigo?

Rincewind bajó la vista hacia Dosflores, que seguía durmiendo con toda tranquilidad. Esto no le sorprendió. Lo que le sorprendió de verdad fue que el turista llevaba ropa nueva. Ropa extraña. Ahora, los calzones le llegaban justo por encima de las rodillas. En el torso llevaba una especie de chaleco de un tejido brillante. Tenía en la cabeza un ridículo sombrero de paja. Con una pluma y todo.

Una sensación extraña en las piernas hizo que Rincewind bajara la vista. Sus propias ropas también habían cambiado. En vez de la vieja túnica, tan cómoda, tan maravillosamente bien adaptada para la velocidad en cualquier contingencia posible, ahora tenía las piernas apresadas en tubos de tela. Además, llevaba una chaqueta de un tejido gris…

Hasta entonces, nunca había oído el idioma que estaba usando el hombre del amuleto. Era grosero, y con un ligero acento ejeño. Entonces, ¿por que entendía cada palabra?

A ver, habían aparecido de repente en el interior de este dragón, se habían materializado, se habían, se habían…, se habían conocido charlando en el aeropuerto y claro, decidieron sentarse juntos en el avión, y él le había prometido a Jack Zweiblumen acompañarle cuando volvieran a Estados Unidos. Sí, eso era. Y entonces Jack se había puesto enfermo, y él se asustó, y entró allí, y sorprendió al secuestrador aéreo. Claro. ¿Qué demonios quería decir «ejeño»?

El doctor Rjinswand se restregó la frente. Le vendría bien una copa.

Las ondas concéntricas de la paradoja se extendieron por el mar de la causalidad.

Lo más urgente es aclarar a cualquiera que no comprenda la totalidad del multiverso que, aunque el mago y el turista acababan de aparecer en el avión, al mismo tiempo ya habían estado a bordo desde el comienzo del vuelo, siguiendo el curso normal de los hechos. O sea: aunque es cierto que acababan de aparecer en este juego concreto de dimensiones, no es menos cierto que llevaban toda la vida en ellas. En este punto de la explicación es cuando el lenguaje se rinde y se va a tomar un trago.

El hecho es que varios quintillones de átomos acababan de materializarse (aunque no exactamente, véase lo antes expuesto) en un universo donde no tenían derecho a estar. El resultado habitual de estas cosas suele ser una gran explosión. Pero como los universos son unas cosas bastante resistentes, este universo concreto se había salvado a sí mismo deshilando su continuum espaciotemporal hasta un punto donde los átomos sobrantes pudieran acomodarse sin peligro, y tejiéndose luego a toda velocidad hasta alcanzar de nuevo ese círculo de fuego al que buena parte de sus habitantes gustan de llamar El Presente. Por supuesto, esto cambia la historia —hubo unas cuantas guerras de menos, unos cuantos dinosaurios de más, cosas por el estilo—, pero en resumen, el episodio completo transcurrió con una tranquilidad muy notable.

De todos modos, fuera de este universo concreto, las repercusiones de la repentina aparición doble rebotaron de un lado a otro bajo las mismas narices del Total de las Cosas, retorciendo dimensiones enteras y borrando galaxias que no dejaron ni rastro.

Pero todo esto pasó inadvertido para el doctor Rjinswand, treinta y tres años, soltero, nacido en Suecia, educado en Nueva Jersey, especialista en los fenómenos de oxidación y fugas en ciertos reactores nucleares. De cualquier manera, lo más seguro es que no lo hubiera creído.

Zweiblumen seguía inconsciente. La azafata, que había ayudado a Rjinswand a llegar a su asiento, entre los aplausos del resto de los pasajeros, se inclinaba preocupada sobre él.

—Hemos enviado un mensaje por radio —dijo a Rjinswand—, cuando aterricemos, la ambulancia ya estará esperando. Eh… en la lista de pasajeros dice que usted es doctor…

—No sé qué le pasa —respondió rápidamente Rjinswand—. Lo mío son los reactores Magnox, y esas cosas. ¿Es alguna especie de conmoción?

—Nunca he…

La frase se vio interrumpida por un terrible golpe en la parte trasera del avión. Muchos pasajeros gritaron. Una brusca ráfaga de viento barrió todos los periódicos y revistas sueltas hacia el torbellino aullante que azotaba el pasillo.

Algo más recorría el pasillo. Algo grande, oblongo, de madera y con remaches de latón. Si era lo que parecía —un cofre andante, como los que suelen aparecer en las historias de piratas, llenos de oro manchado de sangre y de piedras preciosas—, entonces lo que se abrió bruscamente era la tapa.

Allí no había piedras preciosas. Pero sí muchos, muchos dientes enormes, blancos como el sicomoro, y una lengua palpitante, roja como la caoba.

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