El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

Entre las manos de Rincewind, la rana alzó la vista para mirarle, y le mordió el pulgar con gesto pensativo. Dosflores dejó escapar una risita tonta. Rincewind se guardó la rana en un bolsillo y fingió que no le había oído.

—Muy humanitario, sí, pero… ¿para qué? —preguntó el turista—. Dentro de una hora, le dará igual.

—Mira —respondió vagamente Rincewind.

Y se dedicó un momento a achicar agua. Ahora, las olas provocaban una fina lluvia al batir contra su barca, y la rápida corriente hacía que aquéllas fueran cada vez más fuertes. El ambiente parecía cálido, antinaturalmente cálido. Una neblina caliente y dorada se elevaba del mar.

Ahora el rugido se escuchaba con claridad. El pulpo más grande que Rincewind había visto en su vida salió a la superficie a unos metros de ellos y agitó desesperado sus tentáculos antes de hundirse de nuevo. Otra cosa, mucho más grande, y por suerte inidentificable, aulló entre la niebla. Todo un escuadrón de peces voladores saltó entre gotas teñidas de arco iris, y consiguieron adelantar unos metros antes de caer de nuevo y ser barridos por el remolino.

Se estaban saliendo del mundo. Rincewind dejó caer el cubo y se agarró al mástil cuando el final rugiente y definitivo de todo se acercó rápidamente a él.

—Tengo que verlo —decía Dosflores, medio caído y medio apoyado sobre la proa.

Algo duro y rígido golpeó el casco, que giro noventa grados hasta ponerse de lado contra el obstáculo invisible. Luego, el barco se detuvo bruscamente, y una ola de fría espuma marina cayó en cascada sobre la cubierta, de manera que, durante unos segundos, Rincewind se vio sepultado bajo un metro de aguas verdosas burbujeantes. Empezó a gritar, y el mundo submarino adquirió el color púrpura brillante de la inconsciencia. Porque fue en ese momento cuando Rincewind empezó a ahogarse.

* * *

Despertó con la boca llena de un líquido ardiente y, cuando lo tragó, un dolor agudo en la garganta le hizo recuperar la consciencia por completo.

La borda del bote le presionaba la espalda, y Dosflores le miraba con una expresión preocupada. Rincewind dejó escapar un gemido y se sentó.

Cometió un error: el Borde del mundo estaba a muy pocos metros.

Más allá, muy poco más abajo del principio de la interminable Catarata Periférica, había algo mágico.

* * *

A unos cien kilómetros, fuera del alcance de la corriente Periférica, una embarcación de un solo mástil con velas rojas, típica de los traficantes de esclavos, vagaba sin rumbo en el ocaso aterciopelado. La tripulación, o los que quedaban de ella, se amontonaban en la cubierta superior, alrededor de los hombres que preparaban febrilmente una almadía.

El capitán, un hombre fornido que llevaba el turbante típico en las tribus del Gran Nef, había viajado mucho, y conocía muchos pueblos extraños y muchos objetos curiosos, buen número de los cuales había esclavizado y robado, respectivamente. Empezó su carrera como marinero en el Océano Deshidratado, en el centro del desierto más seco del disco. (En este mundo, el agua se encontraba a veces en un cuarto estado poco común, provocado por un calor intenso combinado con los extraños efectos desecantes de la luz octarina. El liquido se deshidrata, y deja un residuo plateado que fluye como una arena finísima por la cual el casco de una nave bien diseñada puede deslizarse con facilidad. El Océano Deshidratado es un lugar extraño, pero no tanto como los peces que lo habitan). El capitán no había tenido miedo nunca. Ahora, estaba aterrado.

—No oigo nada —murmuró al primer maestre.

El maestre escudriñó la oscuridad.

—Quizá haya caído por la borda —sugirió, esperanzado.

La respuesta le llegó en forma de un furioso golpe, procedente de la cubierta de remeros, bajo sus pies. Le siguió el sonido de la madera al hacerse astillas. Los tripulantes se apiñaron aún más, temerosos, mientras blandían las hachas y las antorchas.

Lo más probable era que no se atrevieran a usarlas ni aunque el Monstruo cargara contra ellos. Antes de que comprendieran plenamente su terrible naturaleza, varios hombres le habían atacado con hachas. El resultado fue que abandonó unos instantes su obsesivo registro del barco para arrojarlos por la borda… o devorarlos. El capitán no estaba seguro. La Cosa parecía un cofre, quizá algo más grande de lo corriente, aunque no tanto como para resultar sospechoso. Pero, aunque a veces parecía contener calcetines viejos y demás cosas corrientes en cualquier equipaje, en otras ocasiones —se estremeció con sólo recordarlo— parecía ser… parecía ser… parecía tener… Intentó no pensarlo. Pero tenía la sensación de que los hombres que cayeron por la borda y se ahogaron habían tenido más suerte que los que quedaron atrapados. Intentó no pensarlo. Había dientes, dientes blancos como lápidas mortuorias, y una lengua tan roja como la caoba…

Intentó no pensarlo. No lo consiguió.

Pero lo que sí pensó con amargura fue otra cosa: era la última vez que rescataba a unos desagradecidos a punto de ahogarse en misteriosas circunstancias. La esclavitud era mejor que los tiburones, ¿no? Y luego los hombres escaparon, y cuando sus marineros investigaron el gran cofre —por cierto, ¿cómo demonios habían aparecido en el océano en calma, sentados dentro de un gran cofre?—, éste mordió… Otra vez intentó no pensarlo, pero no pudo evitar preguntarse qué pasaría cuando aquel maldito trasto comprendiera que su propietario ya no estaba a bordo.

—La almadía está preparada, señor —le comunicó el primer maestre.

—Pues al agua con ella —ordenó el capitán—. ¡Todos a bordo! ¡Prended fuego al barco!

Después de todo, pensó con filosofía, no le resultaría tan difícil conseguir otro barco. Y un hombre tenía que pasar mucho tiempo en el Paraíso del que hablaban los mullahs, antes de tener derecho a otra vida. Que la caja mágica comiera langostas.

Algunos piratas conseguían la inmortalidad por sus grandes crueldades o proezas. Otros conseguían la inmortalidad gracias a la gran riqueza amasada. Pero el capitán había decidido mucho tiempo antes que quería alcanzar la inmortalidad por no haber muerto.

* * *

—¿Qué demonios es eso? —exigió saber Rincewind.

—Es hermoso —respondió Dosflores, embelesado.

—Opinaré al respecto cuando sepa qué es —insistió el mago.

—Es el Arco Periferiris —dijo una voz, justo detrás de su oreja izquierda—. Y tienes mucha suerte por estarlo viendo… desde arriba.

La voz venia acompañada de una ráfaga de aliento húmedo, con olor a pescado. Rincewind se sentó, muy rígido.

—¿Dosflores? —llamó.

—¿Sí?

—Si me doy la vuelta, ¿qué veré?

—Se llama Tetis. Dice que es un troll marino. Estamos en su bote. Él nos rescató —le explicó Dosflores—. ¿Quieres darte la vuelta ya?

—Por ahora no, muchas gracias. Dime, ¿por qué no caemos por el Borde? —inquirió Rincewind con una fragilísima calma.

—Porque vuestro bote chocó contra la Circunferencia —dijo la voz tras él, en tonos que sugirieron a Rincewind imágenes de abismos submarinos y Cosas arrastrándose en arrecifes de coral.

—¿La Circunferencia? —repitió.

—Sí. Discurre por todo el Borde del mundo —explicó el troll, invisible para él.

Por encima del rugido de la catarata, Rincewind creyó distinguir el chapoteo de unos remos. Al menos, esperaba que fueran remos.

—Ah, la Circunferencia —dijo el mago—. Una circunferencia marca el límite de las cosas.

—Eso hace la Circunferencia —asintió el troll.

—Se refiere a esto —explicó Dosflores, al tiempo que señalaba hacia abajo.

Los ojos de Rincewind siguieron el dedo, temerosos de lo que podían ver…

En el eje del bote había una cuerda, suspendida un metro por encima de la superficie de las blancas aguas. El bote estaba atado a ella, sujeto pero móvil, mediante un complejo mecanismo de poleas y ruedecillas de madera. Iban recorriendo la longitud de la cuerda, mientras el remero invisible impulsaba el bote junto a la mismísima Catarata Periférica. Eso explicaba el misterio, pero… ¿cómo se sostenía la cuerda?

Rincewind la siguió con los ojos, y descubrió un recio poste de madera que surgía de las aguas, pocos metros más adelante. Mientras miraba, el bote se acercó a él y lo sobrepasó. Las pequeñas ruedas encajaban con limpieza en una ranura, hecha evidentemente para ese propósito.

Rincewind advirtió también que unas cuerdas más finas colgaban de la principal, a intervalos de más o menos un metro.

Se volvió hacia Dosflores.

—Ya veo lo que es —dijo—, pero… ¿qué es?

Dosflores se encogió de hombros.

—Poco más adelante, está mi casa —dijo tras Rincewind el troll marino—. Ya hablaremos cuando estemos allí. Ahora, tengo que remar.

Rincewind descubrió que darse la vuelta para mirar «poco más adelante» implicaría descubrir el aspecto del troll marino, y no estaba seguro de querer hacerlo todavía. En vez de eso, contempló el Arco Periferiris.

Colgaba entre las nieblas, por encima del Borde del mundo. Sólo aparecía por la mañana y por la noche, cuando la luz del pequeño sol orbital brillaba sobre la enorme masa de Gran A’Tuin, la Tortuga del Mundo, y alcanzaba el campo mágico del Mundodisco desde el ángulo preciso.

Un doble arco iris empezaba a aparecer. Cerca del inicio de la Catarata Periférica estaban los siete colores menores, que chispeaban y bailaban entre la espuma de los mares moribundos.

Pero palidecían en comparación con la franja más ancha que flotaba tras ellos, sin dignarse a compartir el mismo espectro.

Era el Color Rey, del cual todos los colores menores eran simples reflejos parciales e insulsos. Era el octarino, el color de la magia. Estaba vivo, brillante y vibrante. Y era, sin discusiones, el pigmento de la imaginación: porque, allí donde aparecía, indicaba que la simple materia estaba al servicio de los poderes de la mente mágica. Era la esencia misma del encantamiento.

Pero a Rincewind siempre le parecía una especie de púrpura verdoso.

* * *

Tras un rato, un pequeño punto casi al borde del mundo resultó ser un diminuto acantilado, tan peligrosamente suspendido que las aguas de la catarata giraban a su alrededor antes de empezar la gran caída. Allí se había construido una chabola, con maderos arrastrados por la corriente, y Rincewind advirtió que la cuerda superior de la Circunferencia subía por el islote rocoso gracias a varias estacas de hierro, y que atravesaba la chabola entrando por una ventanita redonda. Más tarde, descubrió que así era como el troll se enteraba de la llegada de cualquier cosa salvable a su segmento de la Circunferencia, gracias a varios juegos de campanillas de bronce que colgaban de la cuerda en un equilibrio delicado.

Alguien había construido una empalizada flotante con maderos bastos, en el lado Eje de la isla. Se componía de un par de cascos de barcos, y de una buena cantidad de madera en forma de planchas, maderos, e incluso troncos enteros de árboles, algunos de los cuales todavía ostentaban hojas verdes. A tan escasa distancia del Borde, el campo mágico del Mundodisco era tan intenso que todo aparecía rodeado de un aura brillante, producto de la descarga espontánea de ilusión pura.

Con unos pocos trompicones más, el bote quedó bien encajado contra un espigón de madera. En cuanto estuvo allí, Rincewind advirtió todas las sensaciones familiares que delatan la presencia de una gran aura oculta: un sabor aceitoso, azulado, y un olor como a lata. Alrededor de ellos, la magia desenfocada reptaba sin ruido por el mundo.

El mago y Dosflores saltaron a las planchas de madera, y Rincewind vio por primera vez al troll.

No era ni la mitad de temible de como lo había imaginado.

Hummm, titubeó su imaginación al poco rato.

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