El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

Pero la vista más impresionante de todas —al menos por la razón de que la mayoría de los cerebros enfrentados a la enormidad galáctica de A’Tuin se niegan a creerla— es la interminable Catarata Periférica, donde los mares del disco se vierten incesantemente por Borde, hacia el espacio. O quizá sea el Arco Periferiris, ese deslumbrante puente de ocho colores que pende en el aire, entre las nieblas de la Catarata. El octavo color es el octarino, provocado por los rayos más fuertes del sol al atravesar un intenso campo mágico.

U, otra vez quizá, la vista más magnífica sea el Eje, una espiral de hielo verde de quince kilómetros de altura que se alza entre las nubes y soporta en su cima el reino de Dunmanifestin, donde residen los dioses del disco. Estos dioses del disco, pese al esplendor del mundo que se extiende bajo ellos, rara vez están satisfechos. Es bastante embarazoso saber que uno es dios de un mundo que sólo existe porque cada curva de improbabilidad debe tener su cenit. Sobre todo, si uno puede echar un vistazo a otras dimensiones, a otros mundos cuyos Creadores tenían más aptitudes mecánicas que imaginación. Por tanto, no es de extrañar que los dioses del disco pasen más tiempo discutiendo que enterándose de todo.

En este día concreto, Ío el Ciego, jefe de los dioses a fuerza de vigilar constantemente, estaba sentado, con la barbilla apoyada en una mano y miraba el tablero de juego sobre la mesa de mármol rojo que tenía delante. Ío el Ciego se había ganado su nombre porque, donde debería tener las cuencas de los ojos, sólo había dos zonas de piel blanca. Sus ojos, que tenía en un número más que respetable, llevaban una vida semiindependiente. En aquel momento, muchos de ellos planeaban sobre el tablero.

El tablero de juego era un mapa cuidadosamente tallado del Mundodisco, con casillas sobreimpresas. Varias piezas de juego, delicadamente modeladas, ocupaban algunas de las casillas. Por ejemplo, un observador humano habría reconocido en dos de ellas los rasgos de Bravd y de Comadreja. Otras representaban a más héroes y campeones, de los cuales el disco estaba más que suficientemente abastecido.

Los jugadores todavía en juego eran Ío, Offler el Dios Cocodrilo, Céfiro —dios de las brisas suaves—, Sino y la Dama. Había una atmósfera de concentración en torno al tablero, ahora que los participantes menores habían quedado fuera del juego. Casualidad fue una de las primeras bajas, cuando metió a su héroe en una casa llena de gnolls blindados (resultado de una afortunada tirada de dados de Offler) y, poco después, Noche cambió por efectivo sus fichas, suplicando una cita con Destino. Muchas deidades menores tuvieron que retirarse, y cotilleaban ahora por encima de los hombros de los jugadores.

Según las apuestas, Dama sería la siguiente en dejar el tablero. Su último campeón de cierta importancia era ahora un montoncito de potasio entre las ruinas todavía humeantes de Ankh-Morpork, y apenas le quedaba ninguna pieza que pudiera promover a primer rango.

Ío el Ciego levantó la caja de dados —un cráneo cuyos diversos orificios habían sido taponados con rubíes— y, con muchos de sus ojos fijos en la Dama, sacó tres cincos.

Ella sonrió. Tal era la naturaleza de los ojos de Dama: eran de un verde brillante, no tenían iris ni pupila, y resplandecían desde dentro.

La habitación quedó en silencio mientras rebuscaba en su caja de piezas y, del mismo fondo, sacó dos que depositó sobre el tablero con sendos chasquidos decididos. El resto de los jugadores, como un solo dios, se inclinaron hacia adelante para examinarlas.

—Un mago guenegado y una egpecie de oficinigta —dijo Offler el Dios Cocodrilo, al que sus colmillos impedían pronunciar mejor—. ¡Mirá qué cogag!

Con una garra, empujó un montoncito de fichas color blanco hueso hacia el centro del tablero.

La Dama asintió ligeramente. Tomó el recipiente de los dados y lo sostuvo con la firmeza de una roca. Pero, aun así, todos los dioses pudieron oír los tres cubos saltando en el interior. Luego, los arrojó rebotando sobre el tablero.

Un seis. Un tres. Un cinco.

Pero algo le sucedía al cinco. Golpeado por la colisión al azar de varios billones de moléculas, el dado se tambaleó suavemente hacia un lado, rodó con delicadeza, y acabó siendo un siete.

Ío el Ciego recogió el cubo y contó las caras.

—¡Vamos, por favor! —dijo con tono cansado—. ¡Juego limpio!

* * *

El camino de Ankh-Morpork a Chirm es empinado, blanco y azotado por los vientos: treinta leguas de agujeros y rocas medio enterradas. Caracolea alrededor de montañas y se precipita en valles verdes de árboles cítricos, cruza desfiladeros en entretejidos de lianas que quieren parecer puentes y, generalmente, se le considera más pintoresco que útil.

Pintoresco. Era una palabra nueva para Rincewind, el mago (Mg. por la Universidad Invisible [suspenso]). Una de las muchas que había aprendido desde que dejaran las ruinas humeantes de Ankh-Morpork. Otra era «típico». Tras un examen cuidadoso de los paisajes que inducían a Dosflores a utilizar la palabra pintoresco, Rincewind dedujo que significaba que el panorama era espantosamente abrupto. Típico, cuando la usaba para describir los escasos pueblos que atravesaban, quería decir ruinoso y destartalado.

Dosflores era un turista, el primero del Mundodisco. Según decidió Rincewind, turista significaba «imbécil».

Mientras cabalgaban pausadamente bajo una brisa con olor a tomillo, que les llevaba el zumbido de las abejas, Rincewind repasó las experiencias de los últimos días. El pequeño extranjero estaba loco, sin duda, pero también era generoso, y mucho menos mortífero que la mitad de la gente con la que solía mezclarse el mago en la ciudad. Rincewind casi le apreciaba. Odiar a Dosflores sería como patear a un cachorrillo.

Últimamente Dosflores mostraba un gran interés en la teoría y práctica de la magia.

—Pues la verdad, me parece bastante inútil —dijo—. Siempre había imaginado… bueno, ya sabes, que un mago dice las palabras mágicas y ya está. No sabía nada de eso tan aburrido de memorizarlas.

Rincewind asintió, malhumorado. Intentó explicarle que, en otros tiempos, la magia sí había sido salvaje, sin leyes. Pero, en el principio más remoto, los Antiguos la habían domesticado para que obedeciera la Ley de Conservación de la Realidad, entre otras cosas. Ésta exigía que el esfuerzo necesario para alcanzar un objetivo fuera siempre el mismo, se usara el método que se usara. En términos prácticos, esto quería decir que, por ejemplo, crear la ilusión de un vaso de vino era relativamente sencillo, puesto que sólo implicaba un ligero cambio en las pautas lumínicas. Por el contrario, elevar un auténtico vaso de vino a un par de metros en el aire por fuerza bruta mental, requería varias horas de preparativos sistemáticos, si el mago quería evitar que el sencillo principio de palanca le sacara el cerebro por las orejas.

Siguió añadiendo que aún se podía encontrar magia antigua en estado puro. El iniciado podía reconocerla por el pliegue octogonal que imprimía en la estructura cristalina del espaciotiempo. Por ejemplo, estaba el metal octhierro, y el gas octógeno.

Ambos irradiaban peligrosas cantidades de encantamiento puro.

—Todo es muy deprimente —terminó.

—¿Deprimente?

Rincewind se volvió en la silla y echó un vistazo al Equipaje de Dosflores, que trotaba sobre sus pequeñas patas y, de cuando en cuando, cerraba la tapa sobre una mariposa. El mago suspiró.

—Rincewind cree que debería ser posible domar al relámpago —dijo el duende de las pinturas, que iba observando el paisaje desde la diminuta puerta de su caja, colgada del cuello de Dosflores.

Se había pasado la mañana pintando paisajes pintorescos y escenas típicas para su amo, y se le había permitido salir a fumar un rato.

—Cuando dije domar, no quería decir exactamente domar —le espetó Rincewind—. Me refería a… bueno, sólo que… no sé, no encuentro las palabras adecuadas. Simplemente, creo que el mundo debería estar un poco organizado.

—Eso es una fantasía —señaló Patricio.

—Ya lo sé, ahí está el problema.

Rincewind suspiró de nuevo. Estaba muy bien apoyarse en la lógica pura, decir que el universo estaba regido por la lógica y la armonía de los números, pero lo obvio era que el disco atravesaba el espacio a lomos de una tortuga gigante, y que los dioses tenían la costumbre de rondar por las casas de los ateos para destrozarles las ventanas.

Se oyó un ruido ligero, apenas más alto que el zumbido de las abejas entre el romero que bordeaba el camino. El sonido tenía un curioso matiz óseo, como de cráneos rodando, o dados agitándose en su cubilete. Rincewind miró a su alrededor. No había nadie cerca.

Por algún motivo, esto le preocupó.

Entonces llegó una ligera brisa, que se mantuvo y aumentó durante el tiempo que tarda el corazón en latir unas pocas veces. Dejó el mundo exactamente igual que como estaba, a excepción de algunos detalles interesantes.

Por ejemplo, ahora había un troll montañés de cinco metros en medio del camino. Estaba excepcionalmente furioso. En parte se debía a que los trolls siempre suelen estarlo, pero más aún al hecho de que le acababan de teleportar, repentina e instantáneamente, desde su guarida en las Montañas Rammerorck, que distaba mil metros de la Periferia, a casi cinco mil kilómetros de allí. La teleportación había elevado su temperatura interna hasta un nivel peligroso, según las leyes de la conservación de la energía. Así que enseñó los colmillos y atacó.

—¡Qué criatura tan extraña! —se admiró Dosflores—. ¿Es peligrosa?

—¡Sólo para la gente! —gritó Rincewind.

Desenvainó la espada y, con un rápido y ágil movimiento, cortó el aire, a una respetable distancia del troll. La espada se le escapó de las manos y fue a caer entre el brezo que bordeaba el sendero.

Se oyó el más ligero de los sonidos, como el rechinar de dientes viejos.

La espada golpeó contra un pedrusco oculto en el brezo. Tan bien oculto, según habría advertido cualquier observador, que un segundo antes no parecía estar allí. El arma saltó como un salmón contracorriente y, en la trayectoria del rebote, se hundió profundamente en la nuca gris del troll.

La criatura rugió y, con un zarpazo, hirió profundamente al caballo de Dosflores en el flanco. El animal relinchó y se lanzó hacia los árboles que flanqueaban el camino. El troll se dio la vuelta e intentó atrapar a Rincewind.

En aquel momento, su torpe sistema nervioso le llevó el mensaje de que estaba muerto. Por un segundo, pareció sorprendido. Luego se derrumbó hacia adelante y se hizo añicos contra la gravilla (los trolls son formas de vida silíceas, y sus cuerpos se convierten en piedra instantáneamente cuando mueren).

Rincewind maldijo cuando su caballo se encabritó, aterrorizado. Se agarró desesperadamente mientras el animal se alzaba sobre dos patas en el camino, antes de relinchar y lanzarse al galope hacia el bosque.

El ruido de los cascos murió en la distancia, dejando el aire para el zumbido de las abejas y el susurro ocasional de las alas de las mariposas. También había otro sonido, un ruido extraño para aquella luminosa hora del mediodía.

Parecían dados.

* * *

—¿Rincewind?

Los grandes grupos de árboles llevaron la voz de Dosflores de lado a lado, y se la devolvieron poco más tarde, pero sin respuesta que la acompañase. El turista se sentó en una roca e intentó pensar.

En primer lugar, se había perdido. Eso era humillante, pero no le preocupaba en exceso. El bosque parecía interesante, quizá hubiera elfos o gnomos. Tal vez las dos cosas. De hecho, en un par de ocasiones, le pareció ver extraños rostros verdosos espiándole desde las ramas. Dosflores siempre había deseado ver a un elfo. En realidad, lo que más deseaba era ver un dragón, pero se conformaría con un elfo. O un auténtico trasgo.

Su Equipaje había desaparecido, y eso ya era bastante molesto. Además, empezaba a llover. Se removió incomodo sobre la piedra húmeda, e intentó ver el lado bueno del asunto. Por ejemplo, durante aquel loco galope su caballo se había precipitado sobre unos arbustos, molestando a una osa con sus cachorros…, pero el animal siguió corriendo antes de que la furiosa madre tuviera tiempo de reaccionar. Luego, repentinamente, saltó sobre los cuerpos dormidos de una gran manada de lobos. Otra vez les salvó la velocidad, y los furiosos animales quedaron aullando muy atrás. De cualquier manera, el día tocaba a su fin, y Dosflores pensó que no sería buena idea quedarse toda la noche al aire libre. Quizá hubiera… —se exprimió el cerebro, intentando recordar qué clase de alojamiento solían ofrecer tradicionalmente los bosques— …quizá hubiera una casita de chocolate, o algo así.

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