El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

Se dio la vuelta de nuevo y sonrió débilmente a Druellae. La vida empezaba a recobrar su forma habitual.

—No me has rescatado, ¿verdad? —dijo—. Me has capturado, ¿no?

—Por supuesto.

—¿Y no vas a dejarme ir?

En realidad no era una pregunta, sino una afirmación.

Druellae meneó la cabeza.

—Has herido al árbol, pero tienes suerte. Tu amigo se encontrará con Bel-Shamharoth. Tú, sólo morirás.

Desde detrás, dos manos le agarraron por los hombros, igual que las raíces de un árbol viejo se cerrarían despiadadamente en torno a un guijarro.

—Con cierta ceremonia, claro —siguió la dríada—. Cuando el Emisor de Ocho haya acabado con tu amigo.

—Nunca imaginé que hubiera dríadas macho —fue todo lo que consiguió decir Rincewind—. Ni siquiera en un roble.

Uno de los gigantes le sonrió.

Druellae gruñó.

—¡Imbécil! Entonces, ¿de dónde crees que vienen las bellotas?

Había un gran espacio vacío, como un salón. El techo se perdía en un brillo dorado. La interminable escalera discurría directamente hacia arriba, atravesándolo.

Varios cientos de dríadas se agrupaban al otro lado del salón. Se separaron respetuosamente cuando se acercó Druellae, y observaron cómo Rincewind era arrastrado con firmeza.

La mayoría eran hembras, aunque también había unos cuantos gigantes. Parecían estatuas de dioses entre las menudas e inteligentes mujeres. Insectos, pensó Rincewind. El árbol es como una colmena.

Pero ¿por qué había dríadas, fueran del sexo que fuesen? Por lo que recordaba, el Pueblo de los Árboles había muerto siglos antes. Los humanos los habían sobrepasado en la evolución, así como a la mayoría de los Pueblos del Crepúsculo. Sólo los elfos y los trolls sobrevivieron a la llegada del hombre a Mundodisco. Los elfos porque ya eran inteligentes de sobra, y el pueblo troll porque tenía al menos la misma habilidad que el hombre para ser malvado, desagradable y codicioso. Se suponía que las dríadas habían muerto junto con los gnomos y las hadas.

El sonido de fondo se oía ahora con más claridad. De cuando en cuando, un palpitante brillo dorado recorría los muros translúcidos para perderse en el techo iluminado. Algún tipo de energía en el aire hacia vibrar la luz.

—¡Oh, mago incompetente! —exclamó Druellae—, aprende ahora lo que es magia. No tu magia domesticada de comadreja, sino magia de raíces y ramas, la magia antigua. La magia salvaje. Observa.

Unas cincuenta de las hembras formaron un grupo más apretado, unieron sus manos y caminaron hacia atrás, hasta formar un gran círculo. El resto de las dríadas empezó a cantar con gravedad. Entonces, a un gesto de Druellae, el círculo comenzó a girar hacia la izquierda.

Cuando empezaron a apresurar el paso y los versos del cántico se complicaron y subieron de tono, Rincewind descubrió que estaba fascinado. No podía apartar la vista. Había oído hablar de la Magia Antigua en la Universidad, aunque a los magos les estaba vedada. Sabía que, cuando el círculo girase a suficiente velocidad contra el campo mágico estático del Mundodisco, la fricción astral resultante provocaría un enorme potencial que concluiría en una terrible descarga de la Energía Mágica Elemental.

Ahora, el círculo era sólo una mancha borrosa, y los muros del árbol resonaban con los ecos del cántico…

Rincewind sintió el familiar cosquilleo pegajoso en el cuero cabelludo, que indicaba la aparición y crecimiento de una gran carga de hechizo puro en las proximidades. Así que no se sorprendió cuando, segundos más tarde, un vívido rayo de luz octarina surgió del invisible techo, se enfocó y crepitó en el centro del círculo.

Allí, formó la imagen de una colina azotada por la tormenta y rodeada de árboles. En la cima había un templo. La forma de éste comunicaba sensaciones desagradables al ojo. Rincewind sabía que, si era el templo de Bel-Shamharoth, tendría ocho lados. (El ocho era también el Número de Bel-Shamharoth. Por eso, ningún mago sensato lo mencionaría jamás si podía evitarlo. «O tu vida no valdrá un ochavo», como solían advertir jocosamente a los aprendices. Bel-Shamharoth sentía una atracción especial hacia los magos superficiales que, al ser simples bañistas en la orilla del mar de lo sobrenatural, ya estaban medio metidos en sus redes. En el colegio mayor de la Universidad, la habitación de Rincewind tenía el número 7 bis. No le sorprendió.)

* * *

La lluvia azotaba los muros negros del Templo. El único rastro de vida era el caballo atado en el exterior, y no pertenecía a Dosflores. Para empezar, tenía un tamaño más que considerable. Era un caballo de batalla blanco, con pezuñas como platos y arneses de cuero con ostentosos ornamentos de oro. En aquel momento, disfrutaba de un morral con cebada.

Lo conocía de algo. Rincewind trató de recordar dónde lo había visto antes.

De cualquier manera, parecía capaz de alcanzar una velocidad respetable. Y, una vez alcanzada, mantenerla durante mucho tiempo. Rincewind sólo tenía que escapar de sus guardianes, abrirse camino luchando para salir del árbol, encontrar el templo y robar el caballo de debajo de lo que Bel-Shamharoth, utilizara como nariz.

—Parece que el Emisor de Ocho tiene doble cena —comentó Druellae, dedicando una dura mirada a Rincewind—. ¿A quién pertenece ese caballo, falso mago?

—Ni idea.

—¿No lo sabes? Bueno, tampoco importa. Pronto lo averiguaremos.

Hizo un gesto con la mano. El encuadre de la imagen se movió hacia el interior, cruzó un gran arco octogonal y siguió por el pasillo.

Allí había una figura que se deslizaba con seguridad, la espalda apoyada contra una pared. Rincewind advirtió el brillo del oro y el bronce.

La forma era inconfundible. La había visto muchas veces. El amplio pecho, el cuello como un tronco de árbol, y una cabeza sorprendentemente pequeña bajo la mata salvaje de pelo negro, una cabeza que parecía un tomate en un ataúd. Podía poner nombre a aquella figura furtiva, y ese nombre era Hrun el Bárbaro.

Hrun era uno de los héroes más duraderos del Mar Circular: matador de dragones, saqueador de templos, mercenario y punto de referencia en cualquier pelea callejera. Al contrario que muchos héroes conocidos por Rincewind, era capaz de usar palabras de más de dos sílabas y, si le daban tiempo, de decir alguna que otra agudeza.

Rincewind oyó algo de fondo. Algo que sonaba como muchos cráneos rebotando escalera abajo en alguna mazmorra lejana. Miró de reojo a sus guardianes, para ver si ellos también lo oían.

Tenían su limitada capacidad de atención concentrada en Hrun, cuyos rasgos físicos eran muy parecidos a los suyos. Sus manos descansaban suavemente sobre los hombros del mago.

Rincewind se agachó, rodó hacia atrás como un acróbata, se levantó y echó a correr. Oyó tras él el grito de Druellae, y redobló la velocidad.

Algo le agarró por la capucha de la túnica, que se desgarró. Un dríada macho que esperaba en la escalera abrió los brazos y sonrió con la rigidez de un tronco a la figura que se precipitaba hacia él. Sin dejar de correr, Rincewind se agachó de nuevo, tanto que la barbilla le quedó a la altura de las rodillas, mientras un puño del tamaño de un leño machacaba el aire a un centímetro de su oreja.

Más adelante, le aguardaba todo un grupo de hombres del árbol. Así que dio media vuelta, esquivó otro puñetazo del asombrado guardia y corrió otra vez hacia el círculo, cruzándose con las dríadas que le perseguían y dispersándolas como si fueran lobos.

Pero todavía quedaban más: machos que se abrían camino entre la multitud de hembras, golpeándose con los puños en las palmas nudosas de sus manos, relamiéndose de anticipación.

—¡Alto ahí, falso mago! —exclamó Druellae mientras daba un paso al frente.

Tras ella, las bailarinas hechiceras seguían girando. El centro del círculo quedaba ahora en un pasillo iluminado por luz violácea.

Rincewind se hartó.

—¿Quieres dejar de decir eso? —casi gritó—. Aclaremos las cosas, ¿vale? ¡Soy un auténtico mago!

Pegó una patada en el suelo, con muy mal genio.

—Ah, ¿sí? —dijo la dríada—. Entonces, muéstranos algún hechizo.

—Eh… —empezó Rincewind.

Lo malo era que, desde que el antiguo y misterioso hechizo se instalara sin permiso en su mente, había sido incapaz de recordar hasta la fórmula más sencilla. Ni siquiera podía matar cucarachas, o rascarse la base de la espalda sin usar las manos. Los magos de la Universidad Invisible trataron de explicar el fenómeno sugiriendo que la memorización involuntaria del hechizo había ocupado todas sus células de retención de encantamientos. Pero, en sus momentos más pesimistas, Rincewind se inclinaba por otra explicación al motivo de que incluso los hechizos menores se negasen a permanecer en su cabeza unos míseros segundos.

Decidió que tenían miedo.

—Eh… —repitió.

—Nos conformaremos con uno pequeñito —concedió Druellae, mientras le observaba fruncir los labios en una mueca de ira y vergüenza a la vez.

Hizo una señal, y dos dríadas macho se acercaron a Rincewind.

El Hechizo eligió aquel momento para montar en la silla temporalmente abandonada que era la consciencia del mago. Lo notó allí sentado, mirándole de reojo con socarronería.

—Conozco un hechizo —dijo débilmente.

—¿Si? Pronúncialo, por favor —pidió Druellae.

Rincewind no estaba nada seguro de atreverse. Aunque el Hechizo intentaba controlar su lengua, lo combatió.

—Dijizte que podíaz leerme la mente —dijo con dificultad—. Hazlo.

Ella dio un paso al frente, mirándole burlona a los ojos.

Se le congeló la sonrisa. Alzó las manos para protegerse, y retrocedió tambaleándose. De su garganta surgió un sonido de terror puro.

Rincewind miró a su alrededor. El resto de las dríadas también retrocedían. ¿Qué había hecho? Al parecer, algo terrible.

Pero, como bien sabía por experiencia, sólo era cuestión de tiempo que el equilibrio del universo volviera a sus cauces normales y empezaran a sucederle las cosas terribles de siempre. Retrocedió alejándose, se agachó entre las dríadas que aún giraban en su círculo mágico y esperó para ver qué hacía Druellae.

—¡Cogedle! —gritó la dríada—. ¡Llevadle lejos del árbol y matadle!

Rincewind dio la vuelta y se lanzó.

Hacia el centro del círculo.

Hubo un relámpago brillante.

Hubo una repentina oscuridad.

Hubo una vaga sombra violeta, con la forma de Rincewind, que disminuyó hasta convertirse en un punto para luego desaparecer.

Hubo… nada.

* * *

Hrun el Bárbaro se arrastraba, sin hacer el menor ruido, por pasillos iluminados con una luz tan violácea que era casi negra. La confusión del primer momento había desaparecido. Evidentemente, estaba en un templo mágico. Eso lo explicaba todo.

Explicaba por qué, a primera hora de la tarde, mientras cabalgaba por este bosque sumido en la oscuridad del anochecer, había visto un cofre a un lado del camino. Tenía la tapa invitadoramente abierta, mostrando mucho oro. Pero, cuando saltó de su caballo para acercarse a él, al cofre le crecieron patas y se adentró trotando en el bosque, sólo para detenerse a unos cientos de metros.

Ahora, tras muchas horas de agotadora búsqueda, se había perdido en unos túneles infernales. En realidad, las desagradables tallas y los ocasionales esqueletos descoyuntados no inspiraban el menor temor a Hrun. Esto se debía en parte a que no era especialmente listo, al tiempo que tenía una excepcional carencia de imaginación; pero, sobre todo, a que las figuras extrañas y los túneles peligrosos eran elementos cotidianos en su trabajo. Se pasaba la mayor parte del tiempo en situaciones similares, buscando oro, demonios o vírgenes en apuros, para aliviarles respectivamente de sus propietarios, sus vidas y al menos uno de sus apuros.

Observemos a Hrun mientras salta ágilmente hacia la sospechosa entrada de un túnel. Incluso bajo esta luz violácea, su piel tiene destellos cobrizos. También lleva mucho oro encima, en forma de muñequeras y tobilleras… pero, por lo demás, está casi desnudo: sólo viste un taparrabos de piel de leopardo. Lo consiguió en los humeantes bosques de Howondaland, tras matar a mordiscos a su legítimo propietario.

En la mano derecha lleva la mágica espada negra llamada Kring. Fue forjada a partir de un trueno, y tiene alma, pero no soporta las vainas. Hrun la robó hace tan sólo tres días en el inexpugnable palacio del Archimandrita de B’Ituni, y ya empieza a lamentarlo. Le está consumiendo los nervios.

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