El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

En la cubierta del Octavo había una representación de Bel-Shamharoth. No era malvado, porque hasta el Mal tiene una cierta entidad. Bel-Shamharoth era el reverso de una moneda en la que Bien y Mal ocupaban la misma cara.

—El Devorador de Almas. Su número está entre el siete y el nueve; es dos veces cuatro —citó Rincewind, con la mente congelada por el miedo—. ¡Oh, no! ¿Dónde está el Templo?

—En el centro del bosque, en dirección al Eje —respondió la dríada—. Es muy antiguo.

—Pero ¿quién sería tan idiota como para adorar a Bel… a ése? Que se adore a un demonio, bueno, pase. ¡Pero es el Devorador de Almas…!

—Había… ciertas ventajas. Y la raza que solía vivir por esta zona tenía ideas extrañas.

—¿Y qué les pasó?

—He dicho que solían vivir por esta zona.

La dríada se levantó y le tendió una mano.

—Ven. Soy Druellae. Ven conmigo, veamos el destino de tu amigo. Será interesante.

—Me parece que no quiero… —empezó Rincewind.

La dríada volvió sus ojos verdes hacia él.

—¿Crees que tienes elección? —preguntó.

* * *

Una escalera de caracol era el camino principal del árbol. Grandes habitaciones salían de cada rellano. La luz amarilla sin fuente definida se difundía por todas partes. También había un sonido como… Rincewind se concentró, tratando de identificarlo. Parecía un trueno lejano, o una catarata distante.

—Es el árbol —explicó brevemente la dríada.

—¿Qué hace? —quiso saber Rincewind.

—Vivir.

—Es lo que me estaba preguntando. O sea, ¿nos encontramos de verdad en un árbol? ¿Me he reducido de tamaño? Desde fuera, parecía tan estrecho que habría podido rodearlo con los brazos.

—Lo es.

—Sí, pero… ¿estoy dentro?

—Lo estás.

—Ah, ya.

Druellae se echó a reír.

—¡Puedo leer tu mente, falso mago! ¿No soy una dríada? ¿No sabes que lo que tú llamas árbol es sólo la analogía en cuatro dimensiones de todo un universo multidimensional en el que…? No, ya veo que no lo sabes. Debí comprender que no eras un mago de verdad cuando vi que no tenías cayado.

—Se me perdió en un incendio —mintió automáticamente Rincewind.

—Ni espíritu protector.

—Se me murió. Mira, gracias por rescatarme. Pero si no te importa, tengo que irme. Si haces el favor de enseñarme la salida…

Algo en la expresión de la chica le hizo darse la vuelta. Había tres dríadas macho tras él. Estaban tan desnudos como ella, y desarmados. Pero, de cualquier manera, esto último no tenía demasiada importancia. Por su aspecto, no necesitarían armas para luchar contra Rincewind. Parecía que podían abrirse paso a empujones a través de la roca sólida, y de paso derrotar a un regimiento de trolls. Los tres guapos gigantes bajaron la vista para mirarle con una expresión amenazadora de palo rígido. Tenían la piel del color de una cáscara de nuez y, bajo ella, los músculos destacaban como sacos de melones.

Se dio la vuelta de nuevo y sonrió débilmente a Druellae. La vida empezaba a recobrar su forma habitual.

—No me has rescatado, ¿verdad? —dijo—. Me has capturado, ¿no?

—Por supuesto.

—¿Y no vas a dejarme ir?

En realidad no era una pregunta, sino una afirmación.

Druellae meneó la cabeza.

—Has herido al árbol, pero tienes suerte. Tu amigo se encontrará con Bel-Shamharoth. Tú, sólo morirás.

Desde detrás, dos manos le agarraron por los hombros, igual que las raíces de un árbol viejo se cerrarían despiadadamente en torno a un guijarro.

—Con cierta ceremonia, claro —siguió la dríada—. Cuando el Emisor de Ocho haya acabado con tu amigo.

—Nunca imaginé que hubiera dríadas macho —fue todo lo que consiguió decir Rincewind—. Ni siquiera en un roble.

Uno de los gigantes le sonrió.

Druellae gruñó.

—¡Imbécil! Entonces, ¿de dónde crees que vienen las bellotas?

Había un gran espacio vacío, como un salón. El techo se perdía en un brillo dorado. La interminable escalera discurría directamente hacia arriba, atravesándolo.

Varios cientos de dríadas se agrupaban al otro lado del salón. Se separaron respetuosamente cuando se acercó Druellae, y observaron cómo Rincewind era arrastrado con firmeza.

La mayoría eran hembras, aunque también había unos cuantos gigantes. Parecían estatuas de dioses entre las menudas e inteligentes mujeres. Insectos, pensó Rincewind. El árbol es como una colmena.

Pero ¿por qué había dríadas, fueran del sexo que fuesen? Por lo que recordaba, el Pueblo de los Árboles había muerto siglos antes. Los humanos los habían sobrepasado en la evolución, así como a la mayoría de los Pueblos del Crepúsculo. Sólo los elfos y los trolls sobrevivieron a la llegada del hombre a Mundodisco. Los elfos porque ya eran inteligentes de sobra, y el pueblo troll porque tenía al menos la misma habilidad que el hombre para ser malvado, desagradable y codicioso. Se suponía que las dríadas habían muerto junto con los gnomos y las hadas.

El sonido de fondo se oía ahora con más claridad. De cuando en cuando, un palpitante brillo dorado recorría los muros translúcidos para perderse en el techo iluminado. Algún tipo de energía en el aire hacia vibrar la luz.

—¡Oh, mago incompetente! —exclamó Druellae—, aprende ahora lo que es magia. No tu magia domesticada de comadreja, sino magia de raíces y ramas, la magia antigua. La magia salvaje. Observa.

Unas cincuenta de las hembras formaron un grupo más apretado, unieron sus manos y caminaron hacia atrás, hasta formar un gran círculo. El resto de las dríadas empezó a cantar con gravedad. Entonces, a un gesto de Druellae, el círculo comenzó a girar hacia la izquierda.

Cuando empezaron a apresurar el paso y los versos del cántico se complicaron y subieron de tono, Rincewind descubrió que estaba fascinado. No podía apartar la vista. Había oído hablar de la Magia Antigua en la Universidad, aunque a los magos les estaba vedada. Sabía que, cuando el círculo girase a suficiente velocidad contra el campo mágico estático del Mundodisco, la fricción astral resultante provocaría un enorme potencial que concluiría en una terrible descarga de la Energía Mágica Elemental.

Ahora, el círculo era sólo una mancha borrosa, y los muros del árbol resonaban con los ecos del cántico…

Rincewind sintió el familiar cosquilleo pegajoso en el cuero cabelludo, que indicaba la aparición y crecimiento de una gran carga de hechizo puro en las proximidades. Así que no se sorprendió cuando, segundos más tarde, un vívido rayo de luz octarina surgió del invisible techo, se enfocó y crepitó en el centro del círculo.

Allí, formó la imagen de una colina azotada por la tormenta y rodeada de árboles. En la cima había un templo. La forma de éste comunicaba sensaciones desagradables al ojo. Rincewind sabía que, si era el templo de Bel-Shamharoth, tendría ocho lados. (El ocho era también el Número de Bel-Shamharoth. Por eso, ningún mago sensato lo mencionaría jamás si podía evitarlo. «O tu vida no valdrá un ochavo», como solían advertir jocosamente a los aprendices. Bel-Shamharoth sentía una atracción especial hacia los magos superficiales que, al ser simples bañistas en la orilla del mar de lo sobrenatural, ya estaban medio metidos en sus redes. En el colegio mayor de la Universidad, la habitación de Rincewind tenía el número 7 bis. No le sorprendió.)

* * *

La lluvia azotaba los muros negros del Templo. El único rastro de vida era el caballo atado en el exterior, y no pertenecía a Dosflores. Para empezar, tenía un tamaño más que considerable. Era un caballo de batalla blanco, con pezuñas como platos y arneses de cuero con ostentosos ornamentos de oro. En aquel momento, disfrutaba de un morral con cebada.

Lo conocía de algo. Rincewind trató de recordar dónde lo había visto antes.

De cualquier manera, parecía capaz de alcanzar una velocidad respetable. Y, una vez alcanzada, mantenerla durante mucho tiempo. Rincewind sólo tenía que escapar de sus guardianes, abrirse camino luchando para salir del árbol, encontrar el templo y robar el caballo de debajo de lo que Bel-Shamharoth, utilizara como nariz.

—Parece que el Emisor de Ocho tiene doble cena —comentó Druellae, dedicando una dura mirada a Rincewind—. ¿A quién pertenece ese caballo, falso mago?

—Ni idea.

—¿No lo sabes? Bueno, tampoco importa. Pronto lo averiguaremos.

Hizo un gesto con la mano. El encuadre de la imagen se movió hacia el interior, cruzó un gran arco octogonal y siguió por el pasillo.

Allí había una figura que se deslizaba con seguridad, la espalda apoyada contra una pared. Rincewind advirtió el brillo del oro y el bronce.

La forma era inconfundible. La había visto muchas veces. El amplio pecho, el cuello como un tronco de árbol, y una cabeza sorprendentemente pequeña bajo la mata salvaje de pelo negro, una cabeza que parecía un tomate en un ataúd. Podía poner nombre a aquella figura furtiva, y ese nombre era Hrun el Bárbaro.

Hrun era uno de los héroes más duraderos del Mar Circular: matador de dragones, saqueador de templos, mercenario y punto de referencia en cualquier pelea callejera. Al contrario que muchos héroes conocidos por Rincewind, era capaz de usar palabras de más de dos sílabas y, si le daban tiempo, de decir alguna que otra agudeza.

Rincewind oyó algo de fondo. Algo que sonaba como muchos cráneos rebotando escalera abajo en alguna mazmorra lejana. Miró de reojo a sus guardianes, para ver si ellos también lo oían.

Tenían su limitada capacidad de atención concentrada en Hrun, cuyos rasgos físicos eran muy parecidos a los suyos. Sus manos descansaban suavemente sobre los hombros del mago.

Rincewind se agachó, rodó hacia atrás como un acróbata, se levantó y echó a correr. Oyó tras él el grito de Druellae, y redobló la velocidad.

Algo le agarró por la capucha de la túnica, que se desgarró. Un dríada macho que esperaba en la escalera abrió los brazos y sonrió con la rigidez de un tronco a la figura que se precipitaba hacia él. Sin dejar de correr, Rincewind se agachó de nuevo, tanto que la barbilla le quedó a la altura de las rodillas, mientras un puño del tamaño de un leño machacaba el aire a un centímetro de su oreja.

Más adelante, le aguardaba todo un grupo de hombres del árbol. Así que dio media vuelta, esquivó otro puñetazo del asombrado guardia y corrió otra vez hacia el círculo, cruzándose con las dríadas que le perseguían y dispersándolas como si fueran lobos.

Pero todavía quedaban más: machos que se abrían camino entre la multitud de hembras, golpeándose con los puños en las palmas nudosas de sus manos, relamiéndose de anticipación.

—¡Alto ahí, falso mago! —exclamó Druellae mientras daba un paso al frente.

Tras ella, las bailarinas hechiceras seguían girando. El centro del círculo quedaba ahora en un pasillo iluminado por luz violácea.

Rincewind se hartó.

—¿Quieres dejar de decir eso? —casi gritó—. Aclaremos las cosas, ¿vale? ¡Soy un auténtico mago!

Pegó una patada en el suelo, con muy mal genio.

—Ah, ¿sí? —dijo la dríada—. Entonces, muéstranos algún hechizo.

—Eh… —empezó Rincewind.

Lo malo era que, desde que el antiguo y misterioso hechizo se instalara sin permiso en su mente, había sido incapaz de recordar hasta la fórmula más sencilla. Ni siquiera podía matar cucarachas, o rascarse la base de la espalda sin usar las manos. Los magos de la Universidad Invisible trataron de explicar el fenómeno sugiriendo que la memorización involuntaria del hechizo había ocupado todas sus células de retención de encantamientos. Pero, en sus momentos más pesimistas, Rincewind se inclinaba por otra explicación al motivo de que incluso los hechizos menores se negasen a permanecer en su cabeza unos míseros segundos.

Decidió que tenían miedo.

—Eh… —repitió.

—Nos conformaremos con uno pequeñito —concedió Druellae, mientras le observaba fruncir los labios en una mueca de ira y vergüenza a la vez.

Hizo una señal, y dos dríadas macho se acercaron a Rincewind.

El Hechizo eligió aquel momento para montar en la silla temporalmente abandonada que era la consciencia del mago. Lo notó allí sentado, mirándole de reojo con socarronería.

—Conozco un hechizo —dijo débilmente.

—¿Si? Pronúncialo, por favor —pidió Druellae.

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