El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

—Puedo achicharrarte hasta que salgas —comentó Liartes al rato.

Nada se movió entre los arbustos.

—¿Estás quizá tras aquel arbusto de acebo?

El arbusto de acebo se transformó en una bola de llamas.

—Seguro que he visto un movimiento en esos helechos.

Los helechos se convirtieron en simples esqueletos de cenizas blancas.

—No haces más que prolongar tu agonía, bárbaro. ¿Por qué no te rindes ya? He abrasado a mucha gente. No duele nada —prometió Liartes, mirando de soslayo a los arbustos.

El dragón siguió trazando su espiral, incinerando cada arbusto sospechoso y cada matorral de helechos. Liartes esgrimió la espada y aguardó.

Hrun saltó de un árbol, y aterrizó ya corriendo. Tras él, el dragón rugió y aplastó arbustos mientras intentaba girar en redondo, pero Hrun corría, corría con la vista fija en Liartes y una rama seca en las manos.

Hay un hecho poco conocido, pero cierto: una criatura de dos patas vence casi siempre a otra de cuatro en distancias cortas, porque un cuadrúpedo tarda más tiempo en ordenar y acompasar sus extremidades. Hrun oyó el roce de las garras tras él, y luego un sonido ominoso: el dragón tenía las alas medio desplegadas, y trataba de volar.

Cuando Hrun se lanzó sobre el señor dragón, la espada de Liartes trazó un arco malintencionado, sólo para verse incrustada contra la rama. Entonces, Hrun se precipitó contra él y los dos hombres lucharon en el suelo.

El dragón rugió.

Liartes gritó cuando Hrun levantó una rodilla con precisión anatómica, pero consiguió lanzar un golpe a ciegas que acertó en la nariz del bárbaro.

Hrun se separó de un salto y se puso en pie, sólo para encontrarse frente a frente con un rostro equino salvaje, el del dragón, con las fosas nasales distendidas.

Lanzó una patada, y acertó en plena sien a Liartes, que en ese momento trataba de levantarse. El hombre se derrumbó.

El dragón desapareció. La bola de fuego que se precipitaba hacia Hrun fue desvaneciéndose hasta que, cuando llegó a él, no era más que una brisa de aire cálido. Luego no se oyó nada más que el crepitar de los arbustos en llamas.

Hrun se echó al hombro al señor dragón inconsciente, y trotó hacia el circo. A medio camino, encontró a Lio!rt tirado en el suelo, con una pierna doblada en un ángulo extraño. Se detuvo con un gruñido, y se echó al segundo señor sobre el hombro libre.

Liessa y el Maestro Tentador le aguardaban sobre un estrado, en un extremo del prado. La dama dragón ya había recuperado su compostura, y ahora miraba directamente a Hrun, mientras el bárbaro soltaba a los dos hombres en un escalón, ante ella. La gente que la rodeaba mantenía una pose deferente, como si fueran su corte.

—Mátalos —dijo Liessa.

—Los mataré cuando yo decida —replicó—. En cualquier caso, no está bien matar a gente inconsciente.

—Pues no se me ocurre un momento más adecuado —dijo el Maestro Tentador.

Liessa bufó.

—Entonces, los desterraré —afirmó—. Cuando estén fuera del alcance de la magia del Wyrmberg, no tendrán Poder. Serán simples bandoleros. ¿Te das por satisfecho con eso?

—Sí.

—Me sorprende que seas tan misericordioso, bár… Hrun.

Hrun se encogió de hombros.

—Un hombre de mi posición no puede permitirse no serlo. Hay que pensar en la imagen. —Miró a su alrededor—. Bien, ¿cuál es la siguiente prueba?

—Te advierto que es algo peligroso. Si quieres, puedes marcharte ahora. Pero, si superas la prueba, te convertirás en el Señor del Wyrmberg y, por supuesto, en mi esposo legítimo.

Hrun la miró a los ojos. Pensó en cómo había sido su vida hasta la fecha. De repente, le pareció llena de largas noches húmedas durmiendo bajo las estrellas, de luchas desesperadas con trolls, guardias de ciudades, innumerables bandidos, sacerdotes malvados y, al menos en tres ocasiones, con auténticos semidioses. Y todo eso, ¿para qué? Bueno, para conseguir un tesoro respetable, tenía que admitirlo. Pero ya lo había gastado todo. Rescatar doncellas en apuros tenía su recompensa temporal, sí, pero luego siempre acababa situándolas en cualquier ciudad con una buena dote. Porque, tras una temporada, hasta la ex doncella más complaciente se volvía posesiva, y no simpatizaba demasiado con los esfuerzos de Hrun por rescatar a sus hermanas en sufrimientos. En resumen, la vida no le había dejado mucho más que una reputación y toda una red de cicatrices. Ser señor resultaría divertido. Hrun sonrió. Con una base como aquélla, con todos aquellos dragones y un buen puñado de luchadores, un hombre podía labrarse una posición.

Además, la moza no era nada desdeñable.

—¿La tercera prueba? —preguntó ella.

—¿Volveré a estar desarmado? —quiso saber Hrun.

Liessa subió un brazo y se quitó el casco, de manera que los rizos de pelo rojizo se le desparramaron por la espalda. Luego se quitó el broche de la túnica. No llevaba nada bajo ella.

Cuando Hrun la miró de arriba abajo, dos maquinas de cálculos especulativos empezaron a funcionar en su mente. Una calibraba el oro de sus ajorcas, los rubíes engarzados en los anillos de oro que llevaba en los dedos de los pies, el diamante que le adornaba el ombligo, y las dos filigranas de plata. La otra máquina conectaba directamente con su libido. Las dos arrojaron resultados que le complacieron mucho.

Liessa alzó una mano y le ofreció sonriente una copa de vino.

—Creo que no —respondió.

* * *

—Él no intentó rescatarte a ti —señaló Rincewind como último recurso.

Se agarró desesperado a la cintura de Dosflores cuando el dragón trazó un pausado círculo, mientras se inclinaba sobre el mundo en un ángulo peligroso. El recién adquirido conocimiento de que el lomo escamoso sobre el que se encontraba sólo existía como una especie de ensoñación tridimensional no eliminaba nada en absoluto, como pronto comprendió, aquella desagradable sensación en el estómago. Su mente no hacía más que desviarse hacia las posibles consecuencias que tendría una pérdida de concentración por parte de Dosflores.

—Ni siquiera Hrun habría derrotado a todos esos arqueros —insistió un testarudo Dosflores.

Cuando el dragón se elevó todavía más sobre el bosque, donde los tres habían echado un sueño tan húmedo como incómodo, el sol ya salía por el borde del disco. Al momento, los tenebrosos azules y grises del preamanecer se transformaron en un deslumbrante río de bronce que fluía por todo el mundo, transformando en oro a su paso el hielo, el agua o los embalses de luz. (Debido a la densidad del campo mágico que rodeaba el disco, la luz se movía a velocidades subsónicas. Esta interesante propiedad se podía aprovechar: por ejemplo, el pueblo Sorca del Gran Nef se había pasado siglos construyendo intrincados y sutiles embalses de sílice pulido para atrapar la lenta luz solar y «almacenarla», por llamarlo de alguna manera. Las chispeantes reservas del Nef, sobrecargadas tras muchas semanas de luz solar ininterrumpida, resultaban sin duda un espectáculo magnífico desde el aire, y fue una pena que Rincewind y Dosflores no mirasen en aquella dirección.)

Frente a ellos, los mil millones de toneladas de la imposibilidad que era el mágico Wyrmberg se alzaban contra el cielo. Esto no era tan grave, al menos hasta que Rincewind volvió la cabeza y vio la sombra de la montaña deslizándose poco a poco por las nubes del mundo…

—¿Qué ves? —preguntó Dosflores al dragón.

«Veo una pelea en la cima de la montaña», fue la amable respuesta que le llegó.

—¿Has oído? —exclamó Dosflores—. Probablemente, Hrun está luchando por su vida en este momento.

Rincewind no respondió. Tras una pausa, Dosflores miró tras él. El mago miraba fijamente hacia nada en concreto, y movía los labios sin emitir sonido alguno.

—¿Rincewind?

El mago dejó escapar un sonido tembloroso.

—Perdona —se disculpó Dosflores—, ¿cómo has dicho?

—… La distancia…, qué caída… —murmuró Rincewind.

Sus ojos concentrados ofrecieron por un momento una expresión de sorpresa, y luego se abrieron despavoridos. Cometió el error de mirar hacia abajo.

Soltó un grito de horror. Y empezó a caerse. Dosflores le agarro.

—¿Qué pasa?

Rincewind trató de cerrar los ojos, pero la imaginación tenía párpados, y la muy maldita siguió mirando fijamente.

—¿No te dan miedo las alturas? —consiguió preguntar.

Dosflores bajó la vista hacia el diminuto paisaje, moteado por las sombras de las nubes. La idea del temor no se le había ocurrido nunca.

—No —respondió—. ¿Por qué van a darme miedo? Te matas igual si caes desde doce metros que desde mil brazas. Es lo que siempre digo yo.

Rincewind trató de considerar la idea fríamente, pero no consiguió verle la lógica. No se trataba de la caída en sí, sino del golpe…

Dosflores le sujetó rápidamente.

—Aguanta —dijo con animación—. Ya casi hemos llegado.

—Ojalá estuviera de vuelta en la ciudad —gimió Rincewind—. ¡Ojalá estuviera de vuelta en el suelo!

—¿Crees que los dragones podrían volar hasta las estrellas? —soñó Dosflores—. Eso sí que sería impresionante…

—Estás loco —se limitó a puntualizar Rincewind.

El turista no respondió nada, y cuando el mago consiguió enfocar los ojos, se horrorizó al ver que Dosflores contemplaba las estrellas ya pálidas con una extraña sonrisa en los labios.

—¡Ni lo pienses! —añadió Rincewind con tono amenazador.

«El hombre que buscas está hablando con la dama dragón», intervino el animal sobre el que cabalgaban.

—¿Hummm? —respondió Dosflores, todavía concentrado en las estrellas.

—¿Qué? —le apremió Rincewind.

—Ah, sí, Hrun —despertó Dosflores—. Espero que lleguemos a tiempo. ¡En picado! ¡Baja!

Rincewind abrió los ojos cuando el viento aceleró hasta transformarse en un vendaval. Quizá por eso se le habían abierto. Desde luego, ahora el viento le impedía cerrarlos.

La superficie plana del Wyrmberg subió hacia ellos, bandeándose de manera alarmante, y luego se convirtió en un borrón verde que les rodeaba por ambos costados. Los pequeños bosques y campos se transformaron en un montón de retazos acelerados. El breve rayo plateado que vieron podía ser el pequeño río que caía en cascada por el borde de la plataforma. Rincewind intentó expulsar el recuerdo de su mente, pero el recuerdo estaba muy a gusto allí, y se dedicaba a aterrar al resto de los ocupantes y a destrozar el mobiliario.

* * *

—Creo que no —respondió Liessa.

Hrun cogió la copa de vino con un movimiento pausado. Sonrió como una calabaza.

Alrededor de todo el circo, los dragones empezaron a aullar. Sus jinetes miraron hacia arriba.

Y algo que parecía un borrón verde pasó sobre el circo, y Hrun desapareció.

La copa de vino se quedó un momento en el aire, y luego se estrelló contra el escalón. Sólo entonces se derramó una única gota.

Esto fue porque, en el momento de atrapar suavemente a Hrun entre sus garras, el dragón Ninereeds había sincronizado por un momento los ritmos de sus cuerpos. Dado que la dimensión de la imaginación es mucho más compleja que las del espacio y el tiempo, que a efectos prácticos son dimensiones bastante pobretonas, la consecuencia de esto fue la transformación instantánea de un Hrun estacionario y fálico en un Hrun que se desplazaba de costado a unos ciento cincuenta kilómetros por hora, sin otro efecto secundario que unas cuantas gotas de vino derramadas de su boca. Otro de los efectos fue que Liessa gritó de rabia, y materializó a su dragón. Cuando la bestia dorada apareció frente a ella, la joven saltó a su lomo, todavía desnuda, y arrebató el arco a uno de los guardias. Alzó el vuelo mientras los demás jinetes dragón no habían hecho todavía más que dirigirse hacia sus monturas.

El Maestro Tentador, que lo observaba todo desde la columna tras la que se había deslizado prudentemente al empezar el loco alboroto, captó en aquel momento el eco transdimensional de una teoría que acababa de surgir en la mente de uno de los primeros psiquiatras de un universo adyacente. La gotera dimensional debía de ser de ida y vuelta, porque el psiquiatra vio entonces a la chica sobre el dragón. El Maestro Tentador sonrió.

—¿Apuestas algo a que no le atrapa? —dijo junto a su oído la voz de Greicha, toda gusanos y sepulcros.

Autore(a)s: