El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

Más tarde, Rincewind y Dosflores no consiguieron ponerse de acuerdo sobre un solo hecho concreto acerca de ella, aparte de que parecía muy bonita (aunque no pudieron determinar qué rasgos concretos de su físico la hacían bella) y de que sus ojos eran verdes. No de ese color verde claro de los ojos normales, no, sino tan verdes como las esmeraldas pulidas, y tan iridiscentes como las libélulas. Y uno de los pocos hechos auténticamente mágicos que Rincewind conocía era que ningún dios o diosa, por desconcertante o volátil que fuera en otros aspectos, podía cambiar el color o la naturaleza de sus ojos…

—D… —empezó a decir.

La diosa alzó una mano.

—Sabes que, si dices mi nombre, tendré que marcharme —susurró—. Estoy segura de que recuerdas que soy la única diosa que sólo acude cuando no la invocan.

—Eh… sí. Creo que sí —graznó el mago, mientras intentaba no mirarla a los ojos—. ¿Eres aquella a quien llaman Dama?

—Sí.

—Entonces, ¿eres una diosa? —intervino Dosflores, emocionado—. Siempre he querido conocer a una.

Rincewind se puso tenso, pues esperaba una explosión de ira. En vez de eso, Dama se limitó a sonreír.

—Tu amigo, el mago, debería presentarnos —señaló.

Rincewind carraspeó.

—Eh… sí, claro —dijo—. Éste es Dosflores, Dama, es un turista.

—Le he auxiliado en gran número de ocasiones.

—Y Dosflores, ésta es Dama. Sólo Dama, ¿entiendes? Nada más. No intentes llamarla por otro nombre, ¿vale? —parloteó desesperado, mientras lanzaba al hombrecillo miradas cargadas de sentido que pasaban completamente inadvertidas para Dosflores.

Rincewind temblaba. No era ateo, claro. En el Mundodisco, los dioses trataban a los ateos con mucha severidad. En las pocas ocasiones en que le habían sobrado algunas monedas pequeñas, siempre las había depositado en el cofre de algún templo, convencido de que un hombre necesita todos los amigos que pueda conseguir. Pero, por lo general, no molestaba a los dioses, y esperaba que éstos no le molestaran a él. La vida ya tenía bastantes complicaciones.

Pero, de todos modos, había dos dioses verdaderamente aterradores. El resto de las divinidades no solían ser más que humanos a gran escala, aficionados al vino, a la guerra y a las mujeres fáciles. Pero Sino y Dama daban escalofríos.

En el Distrito de los Dioses, en Ankh-Morpork, Sino tenía un templo pequeño, plúmbeo, de líneas pesadas, en el que adoradores de ojos vacíos y macilentos se reunían en noches oscuras para celebrar unos ritos predestinados y sin demasiado sentido. No existía ningún templo dedicado a Dama, aunque era, sin duda, la diosa con más poder en toda la historia de la Creación. Algunos de los miembros más atrevidos del Gremio de Jugadores probaron en cierta ocasión una forma de adoración, en los sótanos más profundos del edificio de su asociación, y en menos de una semana todos murieron de penuria, asesinados o simplemente de Muerte. Era la Diosa Cuyo Nombre No Debe Mencionarse. Los que la buscaban, nunca la encontraban, pero se sabía que acudía en auxilio de los más necesitados. Aunque claro, a veces no lo hacía. Así era ella. No le gustaba el tintineo de los rosarios, pero sí el sonido de los dados. Nadie sabía cómo era, aunque a veces, un hombre que se jugaba la vida a las cartas recogía su mano y, al alzar la vista, se encontraba mirándola frente a frente. Pero claro, a veces no sucedía. Entre todos los dioses, era a la vez la más cortejada y la más aborrecida.

—En el lugar del que vengo, no tenemos dioses —señaló Dosflores.

—Sí que los tenéis —le corrigió Dama—. Todo el mundo tiene dioses. Lo que pasa es que no creéis que sean dioses.

Rincewind meneó la cabeza mentalmente.

—Mirad —intervino—, no quisiera parecer impaciente, pero dentro de unos minutos, unas personas van a cruzar esa puerta para sacarnos de aquí y matarnos.

—Sí —asintió Dama.

—Supongo que no nos explicarás por qué —dijo Dosflores.

—¿Por qué no? —siguió Dama—. Los krullianos van a lanzar una nave de bronce por el Borde del Mundodisco. Su objetivo fundamental es averiguar el sexo de A’Tuin, la Tortuga del Mundo.

—¡Qué tontería! —exclamó Rincewind.

—No, no. Piénsalo bien. Es posible que un día A’Tuin se encuentre con otro miembro de la especie chelys galáctica, en algún lugar de la vasta noche en que nos movemos. ¿Pelearán? ¿Se aparearán? Con un poco de imaginación, comprenderás que el sexo de Gran A’Tuin puede ser muy importante. Al menos, eso dicen los krullianos.

Rincewind trató de no pensar en Tortugas del Mundo apareándose. No le resultó nada fácil.

—Así que —siguió la diosa—, piensan lanzar esta nave al espacio, con dos viajeros a bordo. Será el momento culminante de décadas de investigación.

Además, resultará muy peligroso para los viajeros. Así que, para reducir los riesgos, el Archiastrónomo de Krull ha hecho un trato con Sino: le sacrificará dos hombres cuando llegue la hora del lanzamiento. A cambio, Sino ha prometido sonreír a la nave espacial. Un acuerdo limpio, ¿no?

—Y nosotros somos los sacrificios —señaló Rincewind.

—Sí.

—Creí que Sino no hacía esa clase de tratos. Creí que Sino era implacable —dijo el mago.

—Por lo general, sí. Pero vosotros dos sois un par de espinas en su costado desde hace tiempo. Especificó que los sacrificios debíais ser vosotros. Os permitió escapar de los piratas. Os permitió llegar a la Circunferencia. A veces, Sino puede ser un dios muy desagradable.

Hubo una pausa. La rana suspiró y se metió debajo de la mesa.

—Pero tú puedes ayudarnos —intervino Dosflores.

—Me divertís —asintió Dama—. Tengo una vena sentimental. Si fuerais jugadores, lo sabríais. Así que, por un tiempo, me introduje en la mente de una rana, y vosotros me rescatasteis amablemente, porque a ninguno nos gusta que muera una criatura indefensa y patética.

—Gracias —dijo Rincewind.

—Toda la mente de Sino está volcada contra vosotros —siguió Dama—. Pero yo sólo puedo daros una oportunidad. Sólo una pequeña oportunidad. El resto depende de vosotros.

Y desapareció.

—¡Guau! —exclamó Rincewind tras un momento—. Es la primera vez que veo a una diosa.

La puerta se abrió de golpe. Garhartra entró. Sostenía una vara ante él. A su lado había dos guardias, armados de manera más convencional: con espadas.

—¡Ah! —dijo en tono coloquial—. Ya veo que estáis preparados.

«Preparados», dijo una voz en la mente de Rincewind.

La botella que el mago lanzara ocho horas antes había estado hasta entonces suspendida en el aire, aprisionada por la magia en su propio campo temporal. Pero, a lo largo de todas esas horas, la fuerza mágica original se había ido debilitando, hasta que el total restante ya no bastó para anular el poderoso campo de normalidad del Universo. Cuando llegó ese momento, la Realidad volvió a su sitio en cuestión de microsegundos. El signo visible de esto fue que la botella completó de repente la última parte de su parábola, y se estrelló contra la sien del Maestro de Invitados, duchando a los guardias con cristales y vino de medusa.

Rincewind agarró a Dosflores por el brazo, pegó una patada en la entrepierna al guardia más cercano y arrastró al asombrado turista hacia el pasillo. Antes de que el noqueado Garhartra terminara de caer al suelo, sus dos invitados corrían ya por baldosas lejanas.

Rincewind dobló una esquina y se encontró en un balcón que recorría los cuatro muros del patio interior. Bajo ellos, la mayor parte del patio estaba ocupado por un estanque ornamental, donde unos cuantos terraplenes tomaban el sol entre los lirios.

Y, ante el mago, había un par de guardias muy sorprendidos. Llevaban las inconfundibles túnicas color azul oscuro y negro que les delataban como hidrófobos entrenados. Uno de ellos, más rápido que su compañero, alzó una mano y empezó a entonar las primeras palabras de un hechizo.

Hubo un breve chasquido junto a Rincewind:

Dosflores había escupido. El hidrófobo gritó y dejó caer la mano, como si le hubieran golpeado.

El otro no tuvo tiempo de moverse antes de que Rincewind estuviera sobre él, haciendo girar salvajemente los puños. Un golpe afortunado, con toda la fuerza del pánico, le derribó del balcón hacia el estanque, donde sucedió algo muy extraño: el agua se desplazó de inmediato, como si hubiera caído allí un gran globo invisible, y el aullante hidrófobo quedó flotando en el aire, suspendido sobre su propio campo de repulsión.

Dosflores contempló sorprendido el espectáculo, hasta que Rincewind le tocó el hombro y le señaló un pasillo de aspecto conveniente. Bajaron raudos por él, mientras el hidrófobo restante se retorcía en el suelo y se agarraba la mano húmeda.

Durante unos momentos, oyeron un griterío a sus espaldas, pero se desviaron por otro pasillo que atravesaba el primero, llegaron a otro patio, y pronto dejaron muy atrás los sonidos de la persecución. Por fin, Rincewind eligió una puerta que parecía segura, echó un vistazo a su alrededor, descubrió con alivio que no había nadie en aquella habitación, arrastró a Dosflores al interior y cerró de golpe tras él. Luego se apoyó contra la puerta, jadeando desesperado.

—Estamos completamente extraviados en el palacio de una isla de la que no tenemos la menor esperanza de salir —dijo con voz entrecortada.

»Y lo que es más… ¡eh! —terminó de pronto, cuando el contenido de la habitación se filtró por sus maltratados nervios ópticos.

Dosflores ya estaba mirando las paredes.

Porque lo más extraño de aquella habitación era que contenía todo el Universo.

* * *

La Muerte estaba sentada en su jardín, y pasaba una amoladora por el filo de su guadaña. Ya estaba tan afilada que cualquier brisa pasajera se dividía limpiamente en dos céfiros al tocarla, aunque era raro que una brisa osara entrar en el silencioso jardín de la Muerte. Este se encontraba en una elevada plataforma, desde donde se divisaban las complejas dimensiones del Mundodisco. Y, más allá, sólo estaban las escarpadas montañas, tan elevadas como gélidas, de la Eternidad.

¡Fsss! siguió silbando la piedra. La Muerte tarareaba un salmo de difuntos, mientras llevaba el ritmo con un pie huesudo sobre las baldosas heladas.

Alguien se acercó por el bosquecillo sombrío donde crecían manzanos nocturnos, y el ligero olor dulzón de los lirios aplastados llegó hasta la Muerte. Ésta alzó la vista, furiosa, y se encontró mirando frente a frente unos ojos tan negros como el interior de un gato, unos ojos llenos de estrellas lejanas, estrellas que no estaban entre las familiares constelaciones del Universo temporal.

Muerte y Sino se miraron. La Muerte sonrió. No tenía otra alternativa, claro, ya que estaba hecha de huesos implacables. La piedra de afilar siguió entonando su canto rítmico a lo largo de la hoja, mientras ella continuaba con su tarea.

—Tengo un trabajo para ti —dijo Sino.

Sus palabras se cruzaron con la hoja de la guadaña, y se dividieron de inmediato en dos jirones de consonantes y vocales.

—Ya tengo trabajo de sobra para hoy —dijo la Muerte, con una voz tan pesada como el neutronio—. La peste blanca se arrastra en estos momentos sobre Pseudópolis, y tengo que rescatar a muchos ciudadanos de su garra. Hacía siglos que no se veía nada parecido. Debo patrullar las calles. Es mi deber.

—Me refiero al asunto del pequeño vagabundo y el mago tramposo —dijo Sino con suavidad, mientras se sentaba junto a la forma envuelta en su túnica negra que era la Muerte, y contemplaba la joya distante y multifacetada del Universo del Mundodisco, tal como se divisaba desde su ventajoso punto de vista extradimensional.

La canción de la guadaña cesó.

—Morirán en unas pocas horas —siguió Sino—. Es su destino.

La Muerte se removió inquieta, y la amoladora empezó a moverse de nuevo.

—Creí que te gustaría —señaló Sino.

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