El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

Se lanzó pasillo abajo en pos de Dosflores y, segundos más tarde, se detuvo con un gemido.

La luz violácea era más intensa allí, y dotaba a todo de colores nuevos y desagradables. No se encontraban en un pasillo, sino en una habitación amplia con un número de paredes que Rincewind no se atrevió a contemplar. De allí salían och… siete bis pasillos.

Cerca de él, Rincewind advirtió la existencia de un altar bajo, con tantos lados como cuatro veces dos. Pero no estaba en el centro exacto de la sala: el centro estaba ocupado por una enorme losa de piedra con el doble de lados que un cuadrado. Y parecía pesadísima. Bajo la extraña luz, estaba ligeramente ladeada: uno de los bordes destacaba sobre las demás losas que la rodeaban.

Dosflores estaba de pie sobre ella.

—¡Eh, Rincewind! ¡Mira lo que hay aquí!

El Equipaje se acercaba trotando por uno de los pasillos que salían de la habitación.

—Estupendo —asintió Rincewind—. Muy bien. Ahora, podrá guiarnos para salir de aquí.

Dosflores ya estaba rebuscando algo en el cofre.

—Sí —concedió—, en cuanto saque unos cuantos cuadros. Deja que ponga los accesorios…

—¡He dicho que ahora…!

Rincewind se detuvo en seco. Hrun el Bárbaro estaba en la entrada del pasillo que el mago tenía enfrente. Llevaba una enorme espada negra, en un puño del tamaño de un jamón.

—¿Tú? —dijo Hrun, inseguro.

—Ajajá. Sí —respondió Rincewind—. Hrun, ¿verdad? ¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Qué te trae por aquí?

Hrun señaló el Equipaje.

—Eso —dijo.

El esfuerzo mental de mantener tal conversación pareció agotar a Hrun.

—Mío —añadió luego en un tono que combinaba afirmación, reclamación, amenaza y ultimátum.

—Pertenece a Dosflores, aquí presente —dijo Rincewind—. Habrá propina. No lo toques.

De repente, se dio cuenta de que aquello era lo último que debía decir, pero Hrun ya había empujado a Dosflores y se acercaba al Equipaje…

…al que de repente le salieron las patas, retrocedió y abrió la tapa en gesto amenazador. Bajo la incierta luz, Rincewind creyó ver hileras de dientes enormes, tan blancos como la madera de haya.

—Hrun —dijo rápidamente—, hay algo que debes saber.

Hrun volvió hacia él un rostro asombrado.

—¿Qué? —preguntó.

—Es algo sobre números. Mira, ya sabes que si sumas siete y uno, o cinco y tres, o si restas dos de diez, te sale un número. Mientras estemos aquí, no lo pronuncies, y quizá tengamos una oportunidad de salir vivos. O sólo muertos.

—¿Quién es éste? —preguntó Dosflores.

Tenía en las manos una jaula que acababa de sacar de las profundidades más recónditas del Equipaje. Parecía llena de lagartos rosa, bastante enfurruñados.

—Soy Hrun —dijo, orgulloso.

Luego, miró a Rincewind.

—¿Qué? —repitió.

—Simplemente, no lo digas, ¿vale? —pidió el mago.

Contempló la espada que Hrun llevaba en la mano. Era negra, pero de esa clase de negro que no es tanto un color como un cementerio de colores, y tenía un ornamento de inscripciones rúnicas por toda la hoja. Pero lo más llamativo era el ligero brillo octarino que la envolvía. La espada también debió de verle, porque habló repentinamente con una voz que era como una garra al arañar el cristal.

—Qué raro —dijo—. ¿Por qué no puede decir ocho?

OCHO, OCho, ocho, repitieron los ecos.

En lo más profundo de la tierra, se oyó un leve chirrido.

Y los ecos, aunque fueron bajando de volumen, se negaron a morir. Rebotaban de pared a pared, cruzándose y volviéndose a cruzar. La luz violeta fluctuaba al ritmo del sonido.

—¡Lo has hecho! —gritó Rincewind—. ¡Te dije que no dijeras ocho!

Se detuvo y se llevó las manos a la boca. Pero la palabra ya estaba en el aire, reuniéndose con sus compañeras en el susurro general.

Rincewind dio media vuelta para huir, pero de repente el aire parecía más espeso que la melaza. La descarga de magia más poderosa que había sentido en su vida se intensificaba por momentos. Cuando se movió, con dolorosa lentitud, sus miembros dejaron un rastro de chispas doradas al dibujar su silueta en el aire.

Tras él, se oyó un crujido cuando la gran losa octagonal se alzó en el aire y se mantuvo un instante sobre un canto antes de estrellarse contra el suelo.

Algo delgado y negro reptó fuera del agujero y se le enroscó al tobillo. Gritó al caer pesadamente contra las vibrantes baldosas. El tentáculo empezó a tirar de él, arrastrándole por el suelo.

Luego vio frente a él a Dosflores, que le tendía las manos. Se agarró desesperado a los brazos del hombrecillo, y los dos quedaron tendidos en el suelo, cara contra cara. Aun así, Rincewind siguió deslizándose.

—¿A qué te has agarrado? —jadeó.

—¡An-nada! —respondió Dosflores—. ¿Qué pasa?

—¿¡A ti qué te parece!? ¡Algo tira de mí hacia ese agujero!

—Oh, Rincewind, lo siento…

—¡Pues si tú lo sientes, imagínate yo!

Se oyó un ruido como el de una sierra, y la presión sobre las piernas de Rincewind cesó bruscamente. El mago volvió la cabeza y vio a Hrun acuclillado junto al agujero. Su espada no era más que una mancha borrosa mientras cortaba los tentáculos que se precipitaban contra él.

Dosflores ayudó a Rincewind a ponerse de pie y los dos se agazaparon tras la losa del altar, observando la maníaca figura que luchaba contra los inquisitivos miembros.

—No servirá de nada —dijo Rincewind—. El Emisor puede materializar tentáculos. Eh, ¿qué haces?

Dosflores acoplaba febrilmente la jaula con los lagartos a la caja de dibujos, ya montada sobre un trípode.

—¡Quiero tener un recuerdo de esto! —murmuraba—. ¡Es estupendo! ¿Me oyes, duende?

El duende de las pinturas abrió la pequeña escotilla, echó un breve vistazo a la escena que se desarrollaba junto al agujero y desapareció hacia el interior de la caja. Rincewind saltó cuando algo le rozó la pierna, y pisoteó con el talón un tentáculo atrevido.

—Vamos —dijo—, es momento de largarnos.

Cogió a Dosflores por el brazo, pero el turista se resistió.

—¿Huir y dejar a Hrun con esa cosa?

Rincewind le miró, sin comprender.

—¿Por qué no? —preguntó—. Es su trabajo.

—¡Pero le matará!

—Podría ser peor —señaló el mago.

—¿Cómo?

—Podría matarnos a nosotros. —La lógica de Rincewind era aplastante—. ¡Vamos!

Dosflores se sobresaltó.

—¡Eh! —exclamó—. ¡Ha cogido a mi Equipaje!

Antes de que Rincewind pudiera deternerle, Dosflores rodeó el agujero a toda velocidad y corrió hacia la caja, que intentaba infructuosamente morder con su tapa el tentáculo que la tenía prisionera. El hombrecillo empezó a patear el tentáculo con furia.

Otro apéndice escapó de la escabechina organizada por Hrun, y le rodeó la cintura. El mismo Hrun era ya una forma imposible de distinguir entre las largas cintas que le estrujaban. Mientras Rincewind miraba horrorizado, la espada fue arrancada de la mano del héroe y se precipitó contra la pared.

—¡Tu hechizo! —gritó Dosflores.

Rincewind no se movió. Estaba viendo la Cosa que salía del agujero: era un ojo enorme que le miraba directamente. Pegó un salto cuando un tentáculo le rodeó la cintura.

Las palabras del hechizo subieron imparables por su garganta. Abrió la boca como en sueños, y dio forma a la primera sílaba bárbara.

Otro tentáculo salió disparado como un látigo y se le enroscó al cuello, ahogándole. Un Rincewind atragantado y tambaleante fue arrastrado por el suelo.

Un brazo tembloroso agarró la caja de cuadros de Dosflores, que trataba de huir sobre su trípode. La blandió por puro instinto, como sus antepasados habrían blandido una piedra contra un tigre merodeador. ¡Si tuviera espacio suficiente para lanzarla contra el Ojo…!

… El Ojo llenaba todo el universo frente a él. Rincewind sintió que la voluntad se le escapaba como el agua por un colador.

Delante de él, los entumecidos lagartos se removieron en su jaula, adosada a la caja de cuadros. Irracionalmente, igual que un hombre a punto de ser decapitado se fija en las manchas y tajos en el tocón del verdugo, Rincewind advirtió que tenían unas colas muy largas, de color azul blanquecino, y se dio cuenta de que palpitaban en señal de alarma.

Mientras era arrastrado hacia el Ojo, el aterrado Rincewind alzó la caja para protegerse. En aquel momento, oyó la voz del duende de los cuadros.

—Están casi a punto, no puedo contenerlas más. Sonreíd todos, por favor.

Hubo un…

… rayo de luz tan blanca, tan brillante…

… que no parecía luz en absoluto.

Bel-Shamharoth gritó. Fue un sonido que empezó en el punto más lejano de la escala ultrasónica y terminó en algún lugar de los intestinos de Rincewind. Por un momento, los tentáculos se quedaron tan rígidos como palos, y después dispersaron sus diversas cargas por toda la habitación, antes de agruparse, protectores, en torno al maltratado Ojo. Toda la masa cayó en el agujero y, un segundo más tarde, varias docenas de tentáculos resurgieron para volver a colocar la losa en su sitio. Dejaron buen número de miembros atrapados alrededor del borde.

Hrun cayó rodando, chocó contra una pared, y se puso en pie de un salto. Encontró su espada y comenzó a masacrar metódicamente los brazos atrapados. Rincewind siguió tendido en el suelo y se concentró para no volverse loco. Un sonido a madera hueca le hizo volver la cabeza.

El Equipaje había aterrizado sobre su tapa curva. Ahora se removía furioso e impotente, y agitaba al aire sus patitas.

Casi sin fuerzas, Rincewind miró a su alrededor en busca de Dosflores. El hombrecillo se había estampado contra una pared, pero al menos gemía.

El mago se arrastró dolorosamente por el suelo.

—¿Qué demonios ha sido eso? —susurró.

—¿Por qué eran tan brillantes? —murmuró Dosflores—. ¡Dioses, mi cabeza…!

—¿Demasiado brillantes? —se asombró Rincewind.

Miró al otro lado de la habitación, hacia la jaula adosada a la caja de cuadros. Los lagartos prisioneros, ahora mucho más delgados, le miraban con interés.

—Las salamandras —gimió Dosflores—. El cuadro saldrá sobreexpuesto, seguro…

—¿Son salamandras? —preguntó Rincewind, incrédulo.

—Claro. Un accesorio de lo más corriente.

Rincewind se tambaleó hacia la caja y la recogió. Había visto salamandras en otras ocasiones, claro, pero eran especímenes pequeños. Además, las que vio, flotaban en un recipiente en escabeche, en el Museo de Curiosidades Biológicas instalado en los sótanos de la Universidad Invisible, ya que las salamandras eran una especie extinta alrededor del Mar circular.

Intentó recordar lo poco que sabía sobre ellas. Eran criaturas mágicas. Además, carecían de boca, pues se alimentaban únicamente de las radiaciones de octarino emitidas por el sol del Mundodisco, que absorbían a través de la piel. También absorbían el resto de la luz solar, por supuesto, y la almacenaban en un saco interno especial hasta que la excretaban de manera normal. Un desierto habitado por salamandras de Mundodisco estaría tan iluminado de noche como de día.

Rincewind las dejó en el suelo y asintió con gesto sombrío. Con toda la luz octarina que había en aquel lugar mágico, las criaturas se habían atracado a modo. Luego, la naturaleza siguió su curso.

La caja de cuadros se apartó sobre su trípode. Rincewind tomó puntería y le lanzó una patada, pero falló. Empezaba a detestar la madera de peral sabio.

Algo diminuto le aguijoneó la mejilla. Lo apartó, irritado.

Se volvió bruscamente al oír de pronto un sonido chirriante, y escuchó una voz que era como un cuchillo cortando seda.

—Esto es muy poco digno.

—Cállate —ordenó Hrun.

Estaba usando a Kring para alzar la cubierta del altar. Miró a Rincewind y sonrió. Al menos, Rincewind prefirió creer que aquella mueca era una sonrisa.

—Magia poderosa —comentó el bárbaro, mientras presionaba fuertemente con la quejumbrosa espada, sostenida en una mano del tamaño de un jamón—. Ahora compartimos el tesoro, ¿eh?

Rincewind gruñó cuando algo pequeño y duro le golpeó la oreja. Había una ráfaga de viento, aunque apenas se notaba.

—¿Cómo sabes que hay un tesoro aquí? —preguntó.

Hrun hizo presión y consiguió meter los dedos bajo la losa.

—Bajo un manzano, encuentras manzanas —dijo—. Bajo un altar, encuentras tesoros. Lógica.

Apretó los dientes. La piedra se tambaleó y cayó pesadamente hacia un lado.

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