El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

El rugido del pueblo de Krull fue ensordecedor. Los quelonautas y sus guardias cruzaron el gran circo, pasando entre los muchos altares que se habían erigido para los diversos magos y los sacerdotes de las diferentes sectas de Krull, con el objetivo de asegurar el éxito del lanzamiento. El Archiastrónomo frunció el ceño. Para cuando el grupo estuvo a medio camino, su mente ya había sacado una conclusión. Y, cuando los quelonautas estuvieron al pie de la escalera que llevaba a la nave —¿y no había algo más que una leve reluctancia en uno de ellos?— el Archiastrónomo se irguió de un salto. Pero su grito se perdió entre el clamor de la multitud. Uno de sus brazos salió disparado hacia adelante y los dedos se extendieron de manera dramática, en la forma tradicionalmente aceptada para lanzar un hechizo. Cualquier lector de labios que pasara por allí con un manual de magia en la mano habría reconocido las primeras palabras de la Maldición Flotante de Vestcake. Y se habría apartado con prudencia.

Pero, de todos modos, las últimas palabras no llegaron a pronunciarse. El Archiastrónomo se volvió atónito cuando oyó la conmoción en los arcos de entrada del circo. Los guardias corrían y lanzaban sus armas desde los altares, o se ocultaban tras los parapetos.

Algo surgió tras ellos, y los espectadores situados más cerca de la entrada dejaron de aplaudir bruscamente y empezaron a apartarse del camino de una manera tan silenciosa como decidida.

El «algo» era una pequeña cúpula de algas que se movía despacio, pero con un propósito siniestro. Un guardia consiguió superar su terror lo suficiente como para interponerse en su camino y arrojarle una lanza, que fue a clavarse entre los hierbajos. La multitud aplaudió…, y luego guardó un silencio mortal cuando la cúpula se abrió y devoró al hombre entero.

El Archiastrónomo dispersó con un brusco movimiento de mano la forma difusa de la famosa Maldición Vestcake, y entonó rápidamente los versos de uno de los hechizos más poderosos de su repertorio: el Enigma de Combustión Infernal.

Un fuego octarino trazó espirales entre sus dedos y alrededor de ellos cuando trazó en el aire la complicada runa del hechizo, y la envió hacia la forma con una estela de humo azulado.

Hubo una explosión muy satisfactoria, y una ráfaga de llamas salió disparada hacia el claro cielo de la mañana. Entre las llamas se advertían los restos de algas ardientes. Una nube de humo y vapor ocultó al monstruo durante varios minutos y, cuando se desvaneció, la cúpula había desaparecido por completo.

Pero había un gran círculo de baldosas chamuscadas, sobre las que todavía humeaban los restos de varios kelps y algas negras.

Y, en el centro del círculo, había un cofre de madera completamente normal, aunque un poco grande. Ni siquiera estaba chamuscado. Al otro lado del circo, alguien empezó a reírse, pero el sonido se quebró de inmediato cuando el cofre se alzó sobre lo que parecían docenas de patas, y se volvió hacia el Archiastrónomo. Por supuesto, un cofre de madera completamente normal aunque un poco grande no tiene una cara con la que plantar cara, pero éste estaba plantando cara, sin lugar a dudas. Y, del mismo modo que lo comprendió, el Archiastrónomo fue terriblemente consciente de que este cofre completamente normal estaba, de una manera indescriptible, entrecerrando los ojos.

La caja comenzó a moverse decidida hacia él. El Archiastrónomo sintió un escalofrío.

—¡Magos! —gritó—. ¿Dónde están mis magos?

Por todo el circo, hombres pálidos asomaron desde detrás de los altares y de debajo de los bancos. Uno de los más valientes, al ver la expresión en el rostro del Archiastrónomo, alzó un brazo trémulo y ensayó un rayo brutal. El rayo silbó hacia el cofre y le dio de lleno, con una lluvia de chispas blancas.

Ésa fue la señal para que cada mago, hechicero y taumaturgo de Krull se pusiera rápidamente en pie y, ante los ojos aterrados de su señor, descargara el primer hechizo que acudió a cada mente desesperada. Los encantamientos surcaban y zumbaban por el aire de la mañana.

Pronto el cofre quedó oculto bajo una creciente nube de partículas mágicas, que lo golpeaban y lo cubrían hasta darle formas muy inquietantes. El caos se fue acrecentando con hechizo sobre hechizo. Llamas, relámpagos y rayos de los ocho colores cayeron sobre la cosa brillante que ocupaba el lugar donde antes estuviera la caja.

Desde las Guerras Mágicas, nunca se había visto tanta magia concentrada en una pequeña zona. El mismo aire ondulaba y brillaba. Hechizo rebotaba contra hechizo, creando hechizos salvajes de existencia corta, cuya breve cuasi vida era tan extraña como incontrolable. Bajo aquella masa, las piedras empezaron a rajarse y a estallar. De hecho, una de las baldosas se transformó en algo que será mejor no describir, algo que se deslizó hacia dimensiones ignotas. También empezaron a manifestarse otros extraños efectos secundarios. Una lluvia de pequeños cubos de plomo surgió de la tormenta y cayó sobre el suelo superpoblado, formas mágicas aparecieron e hicieron gestos obscenos, por un momento existieron triángulos de cuatro lados y círculos cuadrangulados, que pronto se fundieron de nuevo en la aullante torre de magia pura incontrolada que hervía entre las baldosas fundidas y se extendía por todo Krull. Ya no importaba que la mayoría de los magos hubieran dejado de arrojar sus hechizos y huyeran en desbandada; ahora, la cosa se alimentaba de la corriente de partículas octarinas, que siempre era más fuerte cerca del Borde del Mundodisco. Por toda la isla de Krull, la actividad mágica cesó por completo, ya que todo el maná disponible en la zona fue absorbido por la nube, que ya tenía medio kilómetro de altura y trazaba formas que muchas mentes se negaban a aceptar. Los hidrófobos que surcaban el mar sobre sus lentes planeadoras cayeron aullando entre las olas. Las pociones mágicas se transformaron en simple agua sucia en sus viales. Las espadas mágicas se fundieron y cayeron de sus vainas.

Pero nada de esto evitó que la «cosa» en la base de la nube, que ahora brillaba como un espejo bajo la intensidad de la poderosa tormenta que la rodeaba, siguiera moviéndose con paso seguro hacia el Archiastrónomo.

* * *

Rincewind y Dosflores lo contemplaban todo asombrados desde su refugio en la torre de lanzamiento del Viajero Viril. La guardia de honor se había dispersado mucho tiempo antes, dejando tras ellos sus armas dispersas.

—Bien —suspiró por fin Dosflores—, adiós a mi Equipaje.

Suspiró otra vez.

—No creas —señaló Rincewind—. La madera de peral sabio es completamente impermeable a todas las formas de magia conocida. Fue construida para seguirte a cualquier lugar. O sea, que si mueres y vas al Cielo, al menos tendrás un par de calcetines limpios para la otra vida. Pero no tengo intención de morir todavía, así que vámonos de aquí, ¿de acuerdo?

—¿Adónde? —preguntó Dosflores.

Rincewind recogió un arco y un puñado de flechas.

—A cualquier lugar que no sea éste —respondió.

—¿Y el Equipaje?

—No te preocupes. Cuando la tormenta haya consumido toda la magia suelta por los alrededores, se desvanecerá.

De hecho, ya se estaba desvaneciendo. La nube seguía fluyendo de la zona, pero ahora parecía más tenue, más inofensiva. Mientras Dosflores la miraba, empezó a fluctuar, insegura.

Pronto no fue más que un pálido fantasma. Ahora se podía divisar al Equipaje; era una forma recia entre las llamas casi invisibles. A su alrededor, las piedras se enfriaban rápidamente, y ya comenzaban a rajarse y a crujir.

Dosflores llamó en voz baja a su Equipaje. El cofre se detuvo en su estólida progresión entre las baldosas atormentadas, y pareció escuchar con atención. Luego trazó una complicada pauta con sus docenas de patas, giró en redondo y echó a correr hacia el Viajero Viril. Rincewind lo miró con el ceño fruncido. El Equipaje tenía una naturaleza elemental, ningún cerebro y una actividad homicida hacia cualquiera que amenazase a su amo. Además, el mago no estaba seguro de que el interior ocupase el mismo tejido espaciotemporal que el exterior.

—¡No tiene ni un arañazo! —exclamó con alegría Dosflores, cuando la caja se detuvo ante él.

El turista abrió la tapa.

—¡Es un momento excelente para cambiarte de calzoncillos! —rugió Rincewind—. En menos de un minuto, volverán todos esos guardias y sacerdotes. ¡Y te garantizo que estarán muy, muy furiosos!

—Agua —murmuró Dosflores—. ¡Todo el cofre está lleno de agua!

Rincewind echó un vistazo por encima de su hombro. No había rastro de ropa, de sacas de monedas o de cualquiera de las pertenencias del turista. El cofre estaba lleno de agua.

Una ola surgió de la nada y saltó sobre el borde. Cayó sobre las baldosas, pero, en vez de dispersarse, empezó a tomar la forma de un pie. Cuando salió más agua, se vio acompañado por otro pie y por los tobillos de un par de piernas. Cayó más agua, como si quisiera llenar un molde invisible. Y, momentos más tarde, Tetis, el troll marino, estaba en pie ante ellos, parpadeando.

—Vaya —dijo por fin—. Sois vosotros dos. Supongo que no debería sorprenderme.

Echó un vistazo a su alrededor, como si no hubiera advertido sus rostros atónitos.

—Estaba sentado fuera de mi choza, contemplando la puesta de sol, cuando esta cosa surgió de las aguas rugiendo, y me tragó de un bocado —explicó—. Me pareció muy extraño. ¿Dónde estamos?

—En Krull —respondió Rincewind.

Miró con dureza al Equipaje, ahora cerrado, que se las arreglaba para tener una expresión inocente y pulcra. Solía tragarse gente con cierta frecuencia, pero cuando su tapa volvía a abrirse, lo único que había dentro era la ropa limpia de Dosflores. El mago abrió la tapa de golpe. Lo único que había dentro era la ropa limpia de Dosflores. Y estaba completamente seca.

—Vaya, vaya —comentó Tetis.

El troll marino alzó los ojos.

—¡Eh! —exclamó—. ¿No es ésa la nave que iban a lanzar sobre el Borde? ¡Sí que lo es!

Una flecha le pasó a través del pecho, provocándole una pequeña ola. Al parecer, él no lo notó. Rincewind, sí. Los soldados empezaban a agruparse al otro lado del circo, y buen número de ellos cubría las entradas.

Otra flecha se clavó vibrante en la torreta, detrás de Dosflores. Desde esa distancia, los dardos no llegaban con mucha fuerza. Pero sólo sería cuestión de tiempo…

—¡Deprisa! —gritó Dosflores—. ¡A la nave! ¡No se atreverán a disparar contra ella!

—¡Estaba seguro de que ibas a sugerirlo! —sollozó Rincewind—. ¡Estaba seguro!

Dirigió una patada contra el Equipaje. El cofre retrocedió unos centímetros, y abrió la tapa, amenazador.

Una lanza trazó un arco en el cielo y fue a clavarse en la madera, junto a la oreja del mago. Este dejó escapar un grito agudo, y subió rápidamente por la escalera detrás de los otros.

Las flechas silbaban a su alrededor mientras salían a la estrecha pasarela que llevaba al interior del Viajero Viril. Dosflores abría la marcha, y corría con lo que según Rincewind se parecía demasiado a un entusiasmo reprimido.

En el centro de la nave había una gran escotilla redonda de bronce, rodeada de aldabas. El turista y el troll se arrodillaron y empezaron a abrirlas.

En el corazón del Viajero Viril había ido cayendo arena fina durante muchas horas, en un cuenco cuidadosamente diseñado. Ahora el cuenco contenía la cantidad exacta de arena necesaria para compensar un contrapeso bien calculado. El contrapeso se meció, y derribó un alfiler de un mecanismo muy complejo. Una cadena comenzó a moverse. Se oyó un chasquido…

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Rincewind con ansiedad.

Y miró hacia abajo.

* * *

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