El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

Esta vez, algo golpeó con fuerza la mano de Rincewind. El mago lanzó un zarpazo al aire y miró lo que había atrapado. Era una piedrecita con cinco más tres lados. Alzó la vista hacia el techo. ¿Debía temblar así? Hrun tarareaba una melodía mientras sacaba cuero desmenuzado del altar profanado.

El aire crepitaba, brillaba y susurraba. Brisas intangibles ciñeron la túnica del mago, la agitaron y le arrancaron remolinos de chispas azules y verdes. Alrededor de la enloquecida cabeza de Rincewind, espíritus a medio formar aullaban y temblaban mientras algo los absorbía.

Intentó alzar una mano. Inmediatamente, la vio rodeada de una brillante corona octarina. El creciente viento mágico rugía al pasar. El vendaval azotó la habitación sin levantar una mota de polvo, pero a Rincewind le estaba volviendo los párpados del revés. Gemía por los túneles, con un aullido que rebotaba enloquecido de piedra en piedra.

Dosflores se tambaleaba, doblado por las garras del viento astral.

—¿Qué demonios es esto? —gritó.

Rincewind se volvió a medias. Inmediatamente, el viento aullante le dio de lleno y estuvo a punto de arrancarle del suelo. Remolinos de fenómenos sobrenaturales giraban en el aire y se le agarraban a los pies.

El brazo de Hrun salió disparado y sujetó al mago. Un momento más tarde, Dosflores y él volvían a estar junto al altar destrozado, y yacían jadeantes en el suelo. Cerca de ellos, la espada parlante Kring brillaba. La tempestad sacudía su campo mágico.

—¡Agárrate! —gritó Rincewind.

—¡Ese viento! —chilló Dosflores—. ¿De dónde viene? ¿Hacia dónde sopla?

Miró el rostro de Rincewind, una máscara de terror puro. Esto le hizo redoblar sus fuerzas para agarrarse a la piedra.

—Estamos perdidos —murmuró Rincewind, al oír que el techo crujía y se tambaleaba—. ¿De dónde vienen las sombras? ¡Hacia allí es hacia donde sopla el viento!

Lo que sucedía exactamente, como bien sabía el mago, era que el insultado espíritu de Bel-Shamharoth se hundía en los más profundos planos astrales de los muertos. Su misma esencia se arrancaba de las piedras y se precipitaba hacia la región que, según los sacerdotes más fidedignos de Mundodisco, se encontraba a la vez en el subsuelo y en Otro Lugar. Por tanto, su templo quedaba a merced del Tiempo, quien durante vergonzosos milenios se había negado a pasar por allí. Ahora, el peso acumulado de todos aquellos segundos reprimidos, liberados bruscamente, caía sin piedad sobre las piedras indefensas.

Hrun vio en el techo las fisuras cada vez más anchas, y suspiró. Se llevó dos dedos a la boca y emitió un silbido.

Por extraño que pareciera, el sonido auténtico resonó por encima del falso, provocado por el creciente torbellino astral que se formaba en medio de la gran losa octogonal. Le siguió un eco vacío que sonaba como huesos rebotando. Y luego les llegó otro ruido que no tenía nada de extraño: los cascos de un caballo al galope.

El caballo de batalla de Hrun entró, cruzando un arco que se derrumbaba por momentos, y se detuvo junto a su amo, con las crines azotadas por el vendaval. El bárbaro consiguió ponerse en pie y metió las bolsas del tesoro en una saca que colgaba de la silla. Luego, de un salto, montó sobre la bestia. Agarró a Dosflores por el cogote y le cruzó sobre el arzón. Cuando el caballo dio media vuelta, Rincewind saltó a la desesperada y aterrizó detrás de Hrun, que no puso ninguna objeción.

El caballo trotó con paso seguro por los túneles, saltando sobre repentinos montones de escombros y esquivando hábilmente las enormes piedras que caían del techo. Mientras se agarraba con todas sus fuerzas, Rincewind miró a su espalda.

No era de extrañar que el caballo se moviera con tanta rapidez. Muy cerca, trotando bajo la fluctuante luz violeta, le seguían un gran cofre de aspecto ominoso y una caja de dibujos que corría peligrosamente sobre sus tres patas. La madera de peral sabio era tan hábil para seguir a su amo dondequiera que fuese que con ella se fabricaban tradicionalmente los tesoros funerarios de los emperadores muertos…

Llegaron al exterior un momento antes de que el arco octogonal se derrumbara sobre sí mismo.

El sol brillaba ya en el cielo. Tras ellos, una columna de polvo se alzaba mientras el templo se hundía sobre sí mismo, pero no volvieron la vista atrás. Fue una pena, porque Dosflores podría haber obtenido pinturas poco comunes hasta para los estándares de Mundodisco.

Había movimiento entre las ruinas humeantes. Una alfombra verde parecía crecer sobre ellas. Luego brotó un roble: las ramas estallaron como un cohete verdoso, y alcanzó una edad venerable incluso antes de que las yemas terminaran de vibrar. Un haya estalló como una seta madura y podrida, y cayó formando un polvillo de madera entre sus agresivos retoños. El templo estaba ya medio enterrado entre piedras musgosas.

Pero el Tiempo, que en un principio se lanzara a lo bestia, hacía ahora un trabajo más concienzudo. La hirviente interacción entre magia decadente y entropía en ascenso rugió colina abajo y sobrepasó al veloz caballo, cuyos jinetes, criaturas del Tiempo, no notaron nada en absoluto. Pero azotó el bosque encantado con el látigo de los siglos.

—Impresionante, ¿eh? —señaló una voz junto a la rodilla de Rincewind, cuando el caballo saltó un montón de madera putrefacta y hojas caídas.

La voz tenía un tono metálico escalofriante. Rincewind bajó la vista hacia la espada Kring. Había dos rubíes incrustados en el pomo. Al mago le dio la impresión de que le miraban.

Desde la periferia pantanosa del bosque, observaron la batalla entre los árboles y el Tiempo, batalla que sólo podía tener un final. Era una especie de espectáculo telonero: el número principal se desarrollaba ante ellos, y consistía en la muerte de un oso que se había acercado incautamente hasta quedar al alcance del arco de Hrun.

Rincewind observó a Hrun por encima de su ración de carne grasienta. Comprendió que el Hrun que ejercía como héroe era muy diferente del Hrun bebedor y pendenciero que se pasaba de cuando en cuando por Ankh-Morpork. Era cauteloso como un gato, ágil como una pantera, y parecía estar mucho más en su elemento.

«Y he sobrevivido a Bel-Shamharoth —pensó Rincewind—. ¡Es fantástico!»

Dosflores ayudaba al héroe a examinar los tesoros robados del templo. Consistían sobre todo en plata, en la que se habían engarzado desagradables piedras color púrpura. En el montón destacaban muchas representaciones de arañas, pulpos y del octario trepador de las llanuras del Eje.

Rincewind trató de ignorar la voz chirriante que hablaba junto a él. Fue inútil.

—…luego pertenecí al Bajá de Redurat, y representé un importante papel en la batalla del Gran Nef, donde recibí esa pequeña melladura que quizá hayas advertido en mi hoja, cerca del pomo —decía Kring desde su hogar temporal entre la hierba—. Algún infiel llevaba un collar de octhierro, algo muy poco deportivo, aunque yo era más afilada en aquellos tiempos, claro: mi amo me utilizaba para cortar pañuelos de seda en el aire y…, ¿te aburro?

—¿Eh? ¡Oh, no, en absoluto! Es muy interesante —respondió Rincewind, con los ojos fijos en Hrun.

¿Hasta qué punto se podría confiar en él? Allí estaban, en bosques salvajes, rodeados de trolls…

—Enseguida noté que eras una persona instruida —siguió Kring—. Raramente conozco a gente interesante y menos desde hace algún tiempo. Lo que de verdad me gustaría es colgar sobre una bonita repisa de chimenea, algún lugar hermoso y tranquilo. En cierta ocasión, me pasé dos siglos en el fondo de un lago.

—Eso debió de ser divertido —comentó Rincewind, con tono ausente.

—Pues la verdad, no —replicó Kring.

—No, supongo que no.

—Lo que de verdad me gustaría es ser reja de arado. No sé exactamente en qué consiste, pero parece una existencia con objetivo.

Dosflores corrió hacia el mago.

—He tenido una idea genial —balbuceó.

—Ya —asintió Rincewind débilmente—. ¿Por qué no pedimos a Hrun que nos acompañe a Chirm?

Dosflores se sorprendió.

—¿Cómo lo sabes? —pregunto.

—Pensé que se te ocurriría —dijo el mago.

Hrun paró un momento de acumular objetos de plata en las alforjas del caballo, y les sonrió alentador. Luego, fijó los ojos en el Equipaje.

—Si viene con nosotros, ¿quién nos atacará? —preguntó convencido Dosflores.

Rincewind se rascó la barbilla.

—¿Hrun? —sugirió.

—¡Pero si le salvamos la vida en el Templo!

—Bueno, si por «atacar» quieres decir «matar», no creo que lo haga —respondió Rincewind—. No es su estilo. Se limitará a robarnos, nos atará y nos dejará para los lobos. Supongo.

—¡Venga, vamos!

—Mira, esto es la vida real —saltó Rincewind—. Quiero decir, tú vas por ahí con una caja llena de oro. ¿No crees que cualquiera en su sano juicio se agarraría a la oportunidad de quitártelo?

«Yo, por ejemplo —añadió mentalmente—. Si no hubiera visto lo que hace el Equipaje con los dedos codiciosos.»

De pronto, se le ocurrió la respuesta. Miró a Hrun, y luego a la caja de dibujos. El duende de los cuadros estaba haciendo la colada en una pequeña tina, mientras las salamandras dormitaban en su jaula.

—Tengo una idea —dijo—. ¿Qué es lo que más les gusta a los héroes?

—¿El oro?

—No. Quiero decir, de verdad.

Dosflores frunció el ceño.

—No acabo de comprenderte —dijo.

Rincewind recogió la caja de dibujos.

—Hrun —llamó—, ¿te importa venir un momento?

* * *

Los días transcurrieron en paz y tranquilidad. Cierto, una pequeña banda de trolls intentó tenderles una emboscada en determinada ocasión, y una partida de bandoleros casi les cogió desprevenidos cierta noche (pero, con una grave falta de criterio, trataron de revisar el Equipaje antes de asesinar a los durmientes). En ambas ocasiones, Hrun exigió y obtuvo doble paga.

—Si nos sucede algo malo —le advirtió Rincewind—, no quedará nadie para manejar la caja mágica. No habrá más retratos de Hrun, ¿comprendes?

Hrun asintió, con los ojos fijos en el último dibujo. Mostraba a Hrun en una pose heroica, con un pie sobre un montón de trolls muertos.

—Tú y yo y el amiguito Dosflores nos llevamos okey —le respondió—. Quizá mañana podamos sacar un perfil mejor, ¿okey?

Envolvió cuidadosamente el dibujo en una piel de troll, y la metió en sus alforjas, con los otros.

—Parece que tu sistema funciona —se admiró Dosflores cuando Hrun se adelantó a caballo para examinar el camino.

—Claro —asintió Rincewind—. Lo que más les gusta a los héroes son ellos mismos.

—Se te da muy bien utilizar la caja de dibujos, ¿sabes?

—Sí.

—Entonces, quizá te guste conservar esto.

Dosflores le tendió un cuadro.

—¿Qué es? —quiso saber Rincewind.

—¡Oh, nada! El dibujo que sacaste en el templo.

Rincewind lo miró horrorizado. Allí se veía algo bordeado por unos atisbos de tentáculo. Algo enorme, calloso, verticilado, con manchas de pócimas y mal enfocado: un pulgar.

—Es la historia de mi vida —dijo con cansancio.

* * *

—Tú ganas —dijo Sino, empujando el montón de almas hacia el otro lado del tablero de juego.

Los dioses reunidos se relajaron.

—Habrá otras partidas —añadió.

La Dama sonrió a los dos ojos que eran como agujeros en el universo.

Y entonces, sólo quedaron los restos de un bosque y una nube de polvo en el horizonte, que la brisa dispersó. Y, sentada en un hito musgoso del camino, una figura negra y andrajosa. Tenía el aspecto de alguien a quien se ha dejado de lado injustamente, de quien es temido y odiado pese a ser el único amigo del pobre y el mejor médico para el mortalmente herido.

Aunque la Muerte carecía por completo de ojos, vio alejarse a Rincewind con lo que en un rostro de rasgos móviles habría sido un ceño fruncido. La Muerte, aunque siempre y en todos los tiempos estaba excepcionalmente ocupada, decidió que ahora tenía un pasatiempo. Aquel mago la molestaba demasiado. Para empezar, no acudía a sus citas.

—Ya te atraparé, incauto —dijo la Muerte con una voz que sonaba como la tapa de los ataúdes de plomo al cerrarse de golpe—. ¡Que me zurzan si no te atrapo!

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