El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

K!sdra se encogió de hombros.

—Pues ya lo sabes.

Se subió al dragón con dificultad, ya que llevaba a Rincewind colgado del cinturón. Una vez incómodamente a horcajadas, el mago trasladó los blancos nudillos a un trozo de arnés muy conveniente, y espoleó con suavidad a K!sdra con la punta de la espada.

—¿Has volado alguna vez? —le preguntó el jinete dragón sin volver la vista.

—Así, no.

—¿Quieres algo para chupar?

Rincewind clavó los ojos en la nuca del hombre, y luego los bajó hacia la bolsa de dulces rojos y amarillos que le estaba ofreciendo.

—¿Es necesario? —preguntó.

—Es tradicional —respondió K!sdra—. Pero haz lo que quieras, claro.

El dragón se levantó, caminó pesadamente por el prado y echó a correr.

A veces, Rincewind tenía pesadillas en las que se tambaleaba sobre un lugar intangible, pero espantosamente alto, y veía el paisaje bajo él, muy lejos, a través de las nubes. En estas ocasiones, solía despertarse con los tobillos sudorosos. Se habría preocupado todavía más de saber que la pesadilla no era el vértigo habitual en el Mundodisco, como él creía, sino el recuerdo retroactivo de un suceso de su futuro. Un suceso tan aterrador que había generado ecos de miedo a lo largo de toda su existencia.

Éste no era el suceso en cuestión, pero le servía admirablemente de práctica.

Psepha se abría camino hacia el aire con una serie de saltos que desencajarían los huesos a cualquiera. En el cenit del último salto, desplegó las alas con un chasquido y las batió con una fuerza que hizo temblar los árboles.

Entonces, el suelo desapareció. Se alejó a suaves impulsos. Y, de pronto, Psepha se elevaba con una elegancia increíble. La luz del sol arrancaba destellos de unas alas que seguían siendo poco más que películas doradas. Rincewind cometió el error de mirar hacia abajo, y se descubrió a sí mismo atravesando el dragón con la vista para atisbar las copas de los árboles abajo. Mucho más abajo. Se le encogió el estómago.

Cerrar los ojos no servía de gran cosa, porque así dejaba rienda suelta a la imaginación. Llegó a un término medio fijando la vista en una distancia concreta, y se dedicó a contemplar con algo parecido a la indiferencia los pantanos y los bosques que pasaban bajo él.

El viento le azotó. K!sdra se volvió un poco hacia él para gritarle al oído:

—¡Contempla el Wyrmberg!

Rincewind volvió poco a poco la cabeza, cuidando de mantener a Kring ligeramente apoyada sobre el lomo del dragón. Sus ojos deslumbrados vieron la imposible montaña invertida que surgía del valle cubierto de bosques, como una trompeta en una bañera cubierta de moho. Pese a la distancia, alcanzó a distinguir el leve brillo octarino en el aire, indicador de un aura mágica estable o, al menos —la idea le hizo atragantarse—… ¿muchos milpiés? ¡Eso, al menos!

—Oh, no —gimió.

Hasta mirar hacia el suelo era mejor que aquello. Bajó la vista rápidamente, y descubrió que ya no veía la tierra a través del dragón. Mientras planeaban en un amplio círculo hacia el Wyrmberg, el animal iba adquiriendo una forma decididamente más sólida, como si una niebla dorada estuviera inflando su cuerpo. Para cuando tuvieron el Wyrmberg delante, meciéndose suavemente contra el cielo, el dragón era tan sólido como una roca.

A Rincewind le pareció ver un ligero rayo en el aire, como si algo procedente de la montaña estuviera enlazando a la bestia. Tenía la extraña sensación de que alguna fuerza estaba haciendo al dragón más sólido, más genuino.

Ante él, el Wyrmberg dejó de ser un juguete lejano y se convirtió en varias toneladas de roca, en equilibrio entre el cielo y la tierra. Alcanzó a ver pequeños campos, bosques y un lago en la plataforma. Del lago manaba un río, que corría hasta derramarse por el borde…

Cometió el error de seguir el hilillo de agua con los ojos, y se agarró justo a tiempo.

En la montaña del revés, la superficie de la meseta ascendió hacia ellos. El maldito dragón ni siquiera se molestó en aminorar la marcha.

Cuando la montaña se abalanzó sobre Rincewind, como si fuera el matamoscas más grande del universo, el mago vio la entrada de una cueva. Psepha flexionó los enormes músculos de los hombros, y se dirigió hacia ella.

Rincewind gritó cuando la oscuridad se extendió y le envolvió. Por un instante, vio la mancha borrosa de la roca pasando a toda velocidad junto a él. Luego, el dragón volvió a estar al descubierto.

Se encontraban dentro de una cueva, pero una cueva mucho más grande de lo que cueva alguna tenía derecho a ser. El dragón, que planeaba por el enorme espacio vacío, no era más que una mosca dorada en una sala de banquetes.

Había otros dragones —dorados, plateados, negros, blancos— aleteando a placer por el aire surcado de rayos solares, o posados sobre los salientes de las rocas. Arriba, en el techo cupular de la caverna, otros muchos se posaban en enormes anillas, con las alas recogidas al estilo de los murciélagos, alrededor de los cuerpos. Además, allí arriba había hombres. Al verlos, Rincewind tragó saliva dolorosamente, porque caminaban por aquella gran extensión de techo como si fueran moscas.

Luego descubrió los millares de pequeñas anillas que colgaban del techo. Gran número de hombres cabeza abajo observaban con interés el vuelo de Psepha. Rincewind tragó saliva de nuevo. Ni por su vida podía imaginar qué haría a continuación.

—¿Y bien? —preguntó en un susurro—. ¿Alguna sugerencia?

—Evidentemente, atacar —respondió desdeñosa Kring.

—¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? —replicó Rincewind—. ¿Quizá porque todos llevan arcos?

—Eres un derrotista.

—¡Un derrotista! ¡Sí, claro, porque me van a derrotar!

—Tú mismo eres tu peor enemigo, Rincewind —señaló filosóficamente la espada.

Rincewind levantó la vista hacia los hombres sonrientes.

—¿Apuestas algo? —dijo con voz débil.

Antes de que Kring pudiera responder, Psepha giró en el aire y se posó en una de las anillas grandes, que se movió de manera alarmante.

—¿Qué prefieres, rendirte o morir directamente? —preguntó K!sdra con tranquilidad.

Los hombres convergían hacia la anilla desde todas las direcciones. Caminaban con un movimiento balanceante, al tiempo que enganchaban sus botas en las anillas del techo.

Había más botas en un estante que colgaba de una pequeña plataforma, construida a un lado de las anillas. Antes de que Rincewind pudiera impedirlo, el jinete dragón había saltado del lomo de la criatura hacia la plataforma, desde donde contemplaba con una sonrisa la inquietud del mago.

Se oyó un sonido leve pero expresivo, provocado por un buen número de arcos al tensarse. Rincewind levantó la vista para contemplar otro buen número de caras situadas al revés. El gusto del pueblo dragón en cuestión de ropa no incluía nada mucho más imaginativo que unos arneses de piel, llenos de ornamentos de bronce. Llevaban invertidas las fundas de los cuchillos y las vainas de las espadas. Los que no usaban cascos, dejaban que el pelo les cayera suelto, de manera que se moviera como algas marinas cuando les llegaba la brisa de los agujeros ventiladores del techo. También había bastantes mujeres. La inversión hacía cosas raras con su anatomía. Rincewind siguió mirando.

—Ríndete —sugirió de nuevo K!sdra.

Rincewind abrió la boca para hacerlo, pero Kring vibró, y una oleada de dolor insoportable le subió por el brazo.

—¡Jamás! —consiguió graznar.

El dolor cesó.

—¡Claro que no se rendirá! —restalló una voz efusiva tras él—. Es un héroe, ¿no?

Rincewind se dio la vuelta para encontrarse frente a frente con un par de fosas nasales bien peludas. Pertenecían a un joven de constitución cuadrada, que colgaba indiferente del techo por las botas.

—¿Cómo te llamas, héroe? —preguntó el hombre—. Es para que sepamos quién eres.

La agonía recorrió de nuevo el brazo de Rincewind.

—S-soy Rincewind de Ankh —jadeó rápidamente.

—Yo soy Lio!rt Señor Dragón —dijo el hombre colgante, pronunciando el primer nombre con una especie de chasquido recio desde el fondo de la garganta, que Rincewind sólo podía interpretar como un signo de exclamación—. Has venido a desafiarme en combate a muerte.

—Pues la verdad, no…

—Estás equivocado. K!sdra, ayuda a nuestro héroe a ponerse un par de botas-gancho. Seguro que está impaciente por empezar.

—No, mira, sólo venía a buscar a mis amigos. Estoy seguro de que no hace falta… —empezó Rincewind, mientras el jinete dragón le guiaba con firmeza hacia la plataforma, le empujaba a un asiento y le sujetaba las botas a los pies.

—Deprisa, K!sdra, no debemos impedir que nuestro héroe encuentre su destino —dijo Lio!rt.

—Oye, supongo que mis amigos estarán muy bien aquí, así que si pudierais dejarme en alguna parte…

—Verás a tus amigos muy pronto —dijo el señor dragón con frivolidad—. Si eres religioso, claro. Nadie que entre en Wyrmberg vuelve a salir…, excepto si hablamos metafóricamente. ¡Enséñale a utilizar las anillas, K!sdra!

—¡En menudo lío me has metido! —siseó Rincewind.

Kring vibró en su mano.

—Recuerda que soy una espada mágica canturreo.

—¿Cómo quieres que lo olvide?

—Sube por la escalera de mano y agarra una anilla —le explicó el jinete dragón—. Luego, levanta los pies hasta que los ganchos encajen.

Ayudó al renuente mago hasta que Rincewind estuvo colgando cabeza abajo, con la túnica enrollada en torno a los riñones, y Kring sujeta en una mano. Desde aquel ángulo, el pueblo dragón parecía más o menos soportable, pero los dragones en sí, posados sobre sus perchas, espiaban los acontecimientos como inmensas gárgolas. Los ojos de los bichos brillaban de interés.

—Atención, por favor —exclamó Lio!rt.

Un jinete dragón le tendió una forma alargada, envuelta en seda roja.

—Luchamos a muerte —dijo—. La tuya.

—Supongo que, si venzo, gano mi libertad —comentó Rincewind sin demasiada esperanza.

Lio!rt señaló con un movimiento de cabeza a los jinetes dragón reunidos.

—No seas ingenuo —replicó.

Rincewind tomó aliento.

—Supongo que es mi deber advertirte —dijo con una voz que casi no temblaba— que ésta es una espada mágica.

Lio!rt dejó que el envoltorio de seda roja cayera hacia la oscuridad, y esgrimió una espada negra. Las runas resplandecían en toda su superficie.

—¡Qué coincidencia! —dijo.

Y lanzó una estocada.

Rincewind se quedó rígido de terror, pero el brazo con que sostenía a Kring salió disparado hacia adelante. Las espadas chocaron con una explosión de luz octarina.

Lio!rt saltó hacia atrás, y entrecerró los ojos. Rincewind consiguió traspasar su guardia, y aunque el hombre elevó la espada para detener la peor parte del impacto, una fina línea roja surcó el dorso de su mano.

Con un gruñido, se lanzó contra el mago. Sus botas dejaron escapar sonidos metálicos al deslizarse de anilla en anilla. Las espadas chocaron de nuevo en otra violenta descarga de magia y, al mismo tiempo, Lio!rt golpeó a Rincewind en la cabeza con la otra mano. El mago se tambaleó de tal manera que uno de sus pies perdió asidero en las anillas. Rincewind se agitó, desesperado.

* * *

Rincewind se conocía bien, y sabía que era, casi con toda seguridad, el peor mago del Mundodisco: sólo sabía un hechizo. Pero, pese a todo, seguía siendo un mago, y según las inexorables leyes de la magia esto significaba, que, cuando falleciera, sería la misma Muerte quien apareciera para recogerle (en vez de enviar a cualquiera de sus numerosos siervos, como solía suceder).

Por eso, cuando un sonriente Lio!rt blandió la espada y trazó con ella un perezoso arco, el tiempo pareció aminorar su velocidad, como si discurriera entre melaza.

A los ojos de Rincewind, el mundo se iluminó de pronto con una fluctuante luz octarina, que se teñía de violeta cuando los fotones se estrellaban contra la repentina aura mágica. Dentro de ella, el señor dragón era una estatua de horrible color, y su espada se movía a paso de caracol en el brillo.

Además de Lio!rt, había una figura más, visible sólo para aquellos que pueden ver en la cuarta dimensión de la magia. Era alta, oscura y delgada. Y, destacando en la repentina noche de estrellas gélidas, blandía con las dos manos una guadaña de renombrado filo…

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