El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

El mago jadeaba. Con un leve gesto, Bravd indicó a Comadreja que fuera a investigar la forma que había supuesto era un animal de carga para los bultos.

—Será mejor que no lo intentes —dijo el mago, mientras examinaba al inconsciente Dosflores y sin levantar la vista—. Créeme. Lo protege un poder.

—¿Un hechizo? —preguntó Comadreja, volviendo a sentarse y cruzando las piernas.

—¡Nooo! Pero creo que es algún tipo de magia. No de la acostumbrada. Quiero decir, puede transformar el oro en cobre, al tiempo que sigue siendo oro; enriquece a los hombres destruyendo sus propiedades, permite que el débil camine sin temor entre ladrones, y traspasa las puertas más fuertes para apoderarse de los tesoros más protegidos. Ahora mismo, me tiene esclavizado para que siga a este loco de buena o mala gana, y le proteja de todo daño. Es más fuerte que tú, Bravd. Y creo que es más astuto incluso que tú, Comadreja.

—¿Y cómo se llama esa poderosa magia?

Rincewind se encogió de hombros.

—En nuestro idioma la denominamos sonido-reflejado-de-espíritus-subterráneos. ¿Hay vino?

—Sabes que no me faltan mañas en los asuntos de magia —señaló Comadreja—. Sin ir más lejos, el año pasado, con la ayuda de mi amigo aquí presente, despojé al famoso Archimago de Ymitury de su cayado, su cinturón de joyas de luna y de su vida, más o menos en ese orden. No me da miedo ese sonido-reflejado-de-espíritus-subterráneos del que hablas. De todos modos —añadió—, has conseguido interesarme. ¿Por qué no me cuentas más?

Bravd miró la forma que se movía por el camino. Ya estaba más cerca, y se veía mejor con la luz previa al amanecer. Tenía un extraño parecido con…

—¿Una caja con patas? —dijo.

—Os lo contaré todo al respecto —aseguró Rincewind—. Si tenéis vino, claro.

Abajo, en el valle, se oían rugidos y silbidos. Alguna persona más razonable que el resto había ordenado que se cerraran las grandes esclusas del río, en el punto donde el Ankh salía de la ciudad dividida. Privado de su cauce habitual, el río había inundado las orillas, y se vertía ahora por las calles asoladas por el fuego. Pronto el continente de llamas se convirtió en una serie de islas, que se empequeñecían a medida que avanzaba la oscura marea. Sobre la ciudad, el humo y el vapor se alzaban en una espesa nube que ocultaba las estrellas. Comadreja pensó que parecía un champiñón gigantesco, quizá un hongo.

* * *

La ciudad doble, con la orgullosa Ankh y la pestilente Morpork, de cuya forma preincendio son simple reflejo todas las demás ciudades del espacio y el tiempo, había soportado muchos asaltos en su larga y populosa historia, y siempre consiguió florecer de nuevo. Así que el incendio y la subsiguiente inundación, que destruyó todo lo que no era inflamable y añadió una corriente particularmente ruidosa a los problemas de los supervivientes, no señaló su fin. Más bien fue un ardiente punto y seguido, una carbonizada coma, o bien un punto y coma al rojo en su historia.

Muchos días antes de los acontecimientos que acabamos de relatar, un barco subió por el río Ankh con la marca del amanecer. Atracó entre muchos otros, en el laberinto de fondeaderos y muelles de la orilla de Morpork. Llevaba un cargamento de perlas rosa, nueces de leche y piedra pómez, algunas cartas oficiales para el Patricio de Ankh… y un hombre.

El hombre fue el que atrajo la atención de Hugh el Ciego, uno de los mendigos de guardia aquella mañana en Muelle Perla. Dio un codazo en las costillas de Wa el Tullido, y señaló al hombre sin decir palabra.

Ahora el extranjero estaba al lado del muelle, observando cómo varios marineros esforzados bajaban por la pasarela un gran cofre con cantos de latón. Junto a él había otro hombre: evidentemente, el capitán del barco. Los marineros tenían el aspecto del que espera un enriquecimiento inminente, y todos los nervios de Hugh el Ciego, que tendía a vibrar incluso ante la presencia de una diminuta cantidad del oro más impuro a cincuenta pasos, hicieron sonar una alarma mental.

Cierto; cuando el cofre quedó en el muelle, el extranjero rebuscó en su bolsa, y se divisó el brillo de una moneda. De muchas monedas. De oro. Hugh el Ciego, con el cuerpo temblando como la vara de un zahorí en presencia de agua, silbó para sí mismo. Dio otro codazo a Wa, y le hizo alejarse rápida y discretamente por un callejón cercano, en dirección al centro de la ciudad.

Cuando el capitán volvió al barco, dejando al extranjero con gesto despistado al lado del muelle, Hugh el Ciego sacó a relucir su taza de mendigo y echó a andar por la calle con una sonrisa congraciante. En cuanto le vio, el extranjero empezó a rebuscar rápidamente en su bolsa.

—Buenos días tengas, señor —empezó a decir Hugh el Ciego.

… Y se encontró frente a frente con una cara que tenía cuatro ojos, en vez de dos. Se dio la vuelta para salir corriendo.

El extranjero soltó una exclamación, agarrándole por el brazo.

Hugh era consciente de que, junto a la barandilla del barco, los marineros se estaban riendo de él. Al mismo tiempo, sus sentidos superespecializados detectaron una superpoderosa impresión de dinero. Se detuvo en seco. El extranjero le soltó, para pasar rápidamente las páginas de un librito negro que se había sacado del cinturón.

—Hola —dijo tras un rato.

—¿Qué? —se sorprendió Hugh.

El hombre le miró sin comprender.

—Hola —repitió, más alto de lo necesario, y tan cuidadosamente que Hugh casi pudo oír las letras encajando una a una en su sitio.

—Pues hola —respondió.

La sonrisa del extranjero se hizo aún más amplia, y rebuscó de nuevo en su bolsa. Esta vez, cuando sacó la mano, llevaba en ella una gran moneda de oro. De hecho, era un poco mayor que la corona ankhiana de ocho mil dólares. Aunque el diseño de la moneda no le resultaba familiar, hablaba un idioma que Hugh comprendía a la perfección. «Mi actual propietario —decía— necesita algo de ayuda. ¿Por qué no se la ofreces, para que tú y yo podamos irnos por ahí a pasarlo bien?»

Los sutiles cambios en la postura del mendigo tranquilizaron mucho al extranjero, que consultó de nuevo el librito.

—Deseo que me lleve a un hotel, casa de huéspedes, posada, hospedería, albergue —dijo.

—¿A cuál de todos? —se sorprendió Hugh, al que había tomado desprevenido.

El extranjero hizo un gesto dubitativo.

Hugh era consciente de que una pequeña multitud de pescaderas, buscadores de conchas y curiosos les observaban con interés.

—Mire —dijo rápidamente—, conozco una buena taberna. ¿Le basta con eso?

Le recorrió un escalofrío ante la idea de que la moneda de oro escapara de su vida. Se quedaría con ésa, aunque Ymor confiscase todas las demás. Además, decidió Hugh, el gran cofre que transportaba el equipaje del recién llegado parecía también lleno de oro.

El hombre de cuatro ojos consultó el libro.

—Deseo que me lleve a un hotel, casa de huéspedes, posada, hospedería…

—Sí, vale, vale. Vamos. —se apresuró a responder Hugh.

Cogió uno de los bultos y echó a andar rápidamente. Tras un momento de duda, el extranjero le siguió.

Una riada de ideas se abrió camino por la mente de Hugh. Arrastrar tan fácilmente al extranjero hasta el Tambor Roto era sin duda un golpe de suerte, y probablemente, Ymor le recompensaría. Pero, pese al aspecto inofensivo de su nuevo conocido, algo intranquilizaba a Hugh, y ni por su vida podía imaginar qué era. Por muy raros que resultasen, no se trataba de los dos ojos de más. Era otra cosa. Echó un vistazo atrás.

El hombrecillo caminaba tranquilamente por el centro de la calle, mirando a su alrededor con una expresión de auténtico interés.

Y lo que Hugh vio tras él le hizo estremecerse.

El enorme cofre de madera que viera por última vez descansando sólidamente al lado del muelle, pisaba los talones de su amo con un suave trotecillo regular. Muy despacio, por si acaso un movimiento repentino le hacía perder el escaso control que le quedaba sobre sus propias piernas, Hugh se inclinó suavemente para echar un vistazo bajo el cofre.

Tenía cientos de patitas.

Lenta, muy lentamente, Hugh se dio la vuelta y siguió caminando hacia el Tambor Roto.

* * *

—¡Qué extraño! —dijo Ymor.

—Y llevaba un gran cofre de madera —añadió Wa el Tullido.

—Tiene que ser un mercader, o un espía —aseguró Ymor.

Arrancó un trozo de carne de la chuleta que tenía en la mano, y lo lanzó al aire. No había alcanzado el cenit de su arco, antes de que una forma negra surgiera de las sombras de un rincón del techo y bajara en picado, atrapando la carne en el aire.

—Un mercader o un espía —repitió Ymor—. Preferiría que fuese un espía. Los espías valen el doble, porque luego, cuando los entregamos, suele haber una recompensa. ¿Tú qué opinas, Whitel?

Frente a Ymor, el segundo ladrón más importante de Ankh-Morpork entrecerró su único ojo y se encogió de hombros.

—He investigado la nave —dijo—. Es un barco mercante libre. A veces hace la travesía a las islas Marrones. Los habitantes de allí son salvajes. No saben lo que es un espía, y supongo que se comen a los mercaderes.

—Tiene un cierto aire de mercader —contribuyó Wa—. Pero no está gordo.

Se oyó un ruido de alas junto a la ventana. Ymor levantó su mole de la silla, cruzó la habitación y volvió con un gran cuervo. Cuando le quitó de la pata la cápsula con el mensaje, el animal voló para reunirse con sus compañeros entre las vigas. Whitel lo miró sin el menor afecto. Los cuervos de Ymor eran famosos por la lealtad hacia su amo, hasta el punto de que el intento de Whitel de obtener un ascenso y adquirir el rango de ladrón más importante de Ankh-Morpork le había costado la mano derecha y el ojo izquierdo. Pero no la vida; Ymor nunca culpaba a un hombre por ser ambicioso.

—BI2 —comentó Ymor, echando a un lado el pequeño cilindro y desenrollando el menudo documento del interior.

—Gorrin el Gato —respondió automáticamente Whitel—. Está de guardia junto a la Torre del Gong, en el Templo de los Dioses Menores.

—Dice que Hugh ha llevado a nuestro extranjero al Tambor Roto. Bueno, no está mal. Broadman es… amigo nuestro, ¿verdad?

—Sí —asintió Whitel—. Si sabe lo que le conviene.

—Tu hombre, Gorrin, ha estado entre sus clientes —siguió Ymor con tono animado—, porque dice algo sobre una caja con patas, si estoy descifrando correctamente sus garabatos.

Miró a Whitel por encima del papel.

Whitel apartó la vista.

—Se le disciplinará —aseguró simplemente.

Wa observó al hombre que se inclinaba en su silla, vestido de negro, tan imperturbable como un puma de la Periferia en su rama de la selva, y supo que Gorrin, el encargado de la vigilancia desde el Templo de los Dioses Menores, se reuniría pronto con esas deidades en las múltiples dimensiones del Más Allá. Y le debía a Wa tres monedas de cobre.

Ymor arrugó la nota y la arrojó a un rincón.

—Creo que nos daremos una vuelta por el Tambor Roto algo más tarde, Whitel. Y quizá incluso probemos esa cerveza que tanto gusta a tus hombres.

Whitel no dijo nada. Ser la mano derecha de Ymor era como si te azotaran amablemente hasta la muerte con cordones perfumados de zapatos.

* * *

Autore(a)s: