El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

Whitel contempló las llamas, incapaz de moverse. Y Rincewind saltó. Se agachó bajo el brazo derecho del ladrón, y alzó su espada en un arco calculado con tal incompetencia que golpeó al hombre de plano. La espada saltó de la mano del mago. Llovían chispas y gotas de aceite ardiendo cuando Whitel agarró a Rincewind por el cuello y le obligó a agacharse.

—¡Tú has hecho esto! —gritó—. ¡Tú y tu caja de trucos!

Encontró el gaznate de Rincewind con el pulgar. Se acabó, pensó el mago. Vaya adonde vaya, no puede ser peor que esto…

—Disculpa —dijo Dosflores.

Rincewind sintió que la presión disminuía. Y ahora Whitel se levantaba poco a poco, con una expresión de odio terrible en su rostro.

Una brasa ardiendo aterrizó sobre el mago. Se la sacudió rápidamente y se puso en pie como pudo.

Dosflores estaba detrás de Whitel, con el agudo estoque del ladrón en la mano. Lo tenía apoyado de punta contra la base de su espalda. Rincewind entrecerró los ojos. Buscó algo entre los pliegues de su túnica, y sacó la mano cerrada en un puño.

—No te muevas —ordenó.

—¿Lo estoy haciendo bien? —preguntó Dosflores con ansiedad.

—Dice que te hará rebanadas el hígado si te mueves —tradujo libremente Rincewind.

—Lo dudo —dijo Whitel.

—¿Quieres apostar algo?

—No.

Mientras Whitel se tensaba para volverse contra el turista, Rincewind descargó el puño contra la mandíbula del ladrón. Whitel le miró asombrado un instante, antes de derrumbarse silenciosamente sobre el lodo.

El mago abrió el dolorido puño, y el paquete de monedas de oro cayó de entre sus magullados dedos. Bajó la vista para mirar al ladrón caído.

—¡Dioses! —jadeó.

Alzó la cabeza, y gritó cuando otra brasa le aterrizó en el cuello. Las llamas se propagaban por los tejados, a ambos lados de la calle. Por todas partes, la gente sacaba sus posesiones por las ventanas, e intentaba arrastrar a los caballos fuera de los establos humeantes. Otra explosión en el volcán al rojo que había sido el Tambor, despidió volando toda una repisa de mármol, que giraba en el aire a la altura de las cabezas como una peligrosa guadaña.

—¡La Puerta Levo es la más cercana! —gritó Rincewind, entre el crujido de las vigas al derrumbarse—. ¡Vamos!

Agarró a Dosflores por el brazo y le arrastró calle abajo. El turista se resistía.

—Mi Equipaje…

—¡A la mierda con tu Equipaje! ¡Quédate aquí un rato más e irás a un lugar donde no te hará falta equipaje! ¡Vamos!

Se abrieron paso entre la multitud de gente aterrada que abandonaba la zona, mientras el mago respiraba a grandes bocanadas el aire fresco del amanecer. Algo le tenía asombrado.

—Estoy seguro de que se apagaron todas las velas del candelabro —dijo. Entonces, ¿cómo se ha incendiado el Tambor?

—No lo sé —gimió Dosflores—. Es terrible, Rincewind. ¡Con lo bien que nos lo estábamos pasando…!

Rincewind se detuvo, atónito, de manera que alguien que también huía chocó contra él y le apartó con una maldición.

—¿¡Que lo estabais pasando bien…!?

—Sí, me parecieron unos tipos estupendos. El idioma era un problema, claro, pero estaban tan ansiosos de que me uniera a su fiesta…, no aceptaban un no por respuesta. Me pareció que era una gente muy amistosa…

Rincewind empezó a decir algo para desengañarle, sólo para descubrir que no sabía por dónde empezar.

—Será un golpe duro para el viejo Broadman —siguió Dosflores—. Pero fue inteligente. Todavía tengo el rhinu que me pagó como primera prima.

Rincewind no sabía qué significaba la palabra «prima», pero estaba pensando a toda velocidad.

—¿Has encangurado el Tambor? —pregunto—. ¿Apostaste con Broadman a que no se incendiaría?

—¡Oh, sí! Una valoración estándar. Doscientos rhinus. ¿Por qué lo dices?

Rincewind se volvió para contemplar las llamas que corrían hacia ellos, y se preguntó cuánto de Ankh-Morpork podría comprarse con doscientos rhinus. Decidió que una buena parte. Pero no en ese momento, y menos a la velocidad con que se extendían las llamas…

Bajó la vista para mirar a Dosflores.

—Tú… —empezó a decir.

Rebuscó en su memoria la peor palabra en idioma trob. Pero la verdad, los felices betrobi no tenían juramentos adecuados.

—Tú… —repitió.

Otra figura apresurada chocó con él. Por poco no le hirió con la afilada hoja que llevaba al hombro. El atormentado genio de Rincewind estalló por fin.

—¡Tú, repugnante (aquel que llevando un anillo de cobre en la nariz proclama sobre el Monte Raruaruaha durante una terrible tormenta de truenos y alaridos que Alhoura Diosa del Relámpago tiene los rasgos faciales de las raíces de un uloruaha enfermo)!

—Sólo hago mi trabajo —dijo la Muerte, alejándose.

Cada palabra cayó tan pesadamente como una losa de mármol. De todos modos, Rincewind estaba seguro de que sólo él las había oído.

Agarró de nuevo a Dosflores.

—¡Vámonos de aquí! —sugirió.

* * *

Un interesante efecto secundario del incendio en Ankh-Morpork tiene que ver con la palliza de canguros, que salió de la ciudad a través del destrozado tejado del Tambor Roto. El viento la arrastró a la atmósfera del Mundodisco, consecuentemente cálida. Bajó a tierra muchos días y miles de kilómetros más tarde, sobre un arbusto de uloruaha, en las islas beTrobi. Los sencillos y simpáticos isleños la adoraron como a un dios, para regocijo de sus vecinos más sofisticados. Pero, extrañamente, las lluvias y cosechas de los siguientes años fueron sobrenaturalmente abundantes. Esto hizo que la facultad de Religiones Menores de la Universidad Invisible enviara a la isla un equipo de investigación. Su veredicto fue que se trataba de un fraude.

* * *

El fuego, propagado por el viento, se extendió desde el Tambor a más velocidad de la que podía alcanzar un hombre caminando. La madera de la Puerta Levo ya estaba en llamas cuando Rincewind, con el rostro tiznado y enrojecido por el fuego, llegó allí. Para entonces, tanto Dosflores como él iban a caballo. No les había costado mucho obtener los animales: un vendedor avispado les pidió cincuenta veces su valor, y se quedó sin aliento cuando le pusieron en la mano un millar de veces lo que había pedido.

Cruzaron la puerta un segundo antes de que uno de los enormes maderos se derrumbara, entre una lluvia de chispas. Morpork era ya un caldero en llamas.

Mientras ascendían por el camino iluminado de rojo, Rincewind miró a su compañero de viaje, que en aquel momento intentaba aprender a montar a caballo.

«¡Por todos los diablos! —pensó—. ¡Está vivo! ¡Y yo también! ¿Quién lo habría imaginado? Quizá tenga algo que ver ese sonido-reflejado-de-espíritus-subterráneos.» Era una frase difícil. Rincewind trató de forzar su lengua para que pronunciara las gruesas silabas que componían la palabra en la lengua de Dosflores.

—¿Ecogmina? —intentó—. ¿Ecognoía? ¿Ecognomía?

Con eso bastaría. Sonaba casi igual.

Muchos metros río abajo, lejos ya del último suburbio humeante de la ciudad, un extraño objeto rectangular, aparentemente a prueba de agua, llegó al lodo de la orilla izquierda. Inmediatamente, proyectó cientos de patas y echó a correr, buscando algo.

Mientras subía a la orilla, el Equipaje —manchado de tizne, empapado de agua y muy, muy furioso— se sacudió y recuperó su porte y prestancia.

Luego, echó a andar con un trote vivo. El pequeño e increíblemente feo duende se agarraba a su tapa y contemplaba todo con interés.

* * *

Bravd miró a Comadreja y alzó las cejas.

—Y eso es todo —terminó Rincewind—. El Equipaje nos alcanzó, no me preguntéis cómo. ¿Queda vino?

Comadreja alzó el pellejo vacío.

—Me parece que ya has tomado suficiente vino por esta noche —dijo.

Bravd frunció el ceño.

—El oro es el oro —dijo por fin—. ¿Cómo puede considerarse pobre un hombre que tiene tanto oro? O eres pobre, o eres rico. Es lógico.

Rincewind dejó escapar un hipido. La lógica le estaba empezando a resultar muy escurridiza.

—Bueno —dijo—. Yo lo que creo es que…, o sea, que la cosa está en que… ¿conocéis el octhierro?

Los dos aventureros asintieron con la cabeza. El extraño metal iridiscente se valoraba en las tierras que rodeaban el Mar Circular casi tanto como el peral sabio, y era igual de escaso. El hombre que poseía una aguja hecha de octhierro nunca se perdía, porque siempre apuntaba hacia el eje del Mundodisco, ya que era sensible al campo mágico del disco. Además, le zurcía milagrosamente los calcetines.

—Lo que quiero decir es que…, veréis, quizá el otro tenga también una especie de campo mágico. Algún tipo de brujería financiera. Ecognomía.

Rincewind rió tontamente.

Comadreja se levantó y se estiró. El sol ya estaba bien alto en el cielo y, bajo ellos, la ciudad aparecía envuelta en jirones de niebla y vapores fétidos. Decidió que también habría oro. En última instancia, hasta un ciudadano de Morpork abandonaría sus tesoros para salvar la piel.

El hombrecillo llamado Dosflores parecía dormido. Comadreja bajó la vista para mirarle, y meneó la cabeza.

—Esté como esté, la ciudad aguarda. Gracias por tu interesante historia, mago. ¿Qué piensas hacer ahora?

Miró al Equipaje, que inmediatamente retrocedió y chasqueó la tapa.

—No sé, ya no hay barcos que salgan de la ciudad. —Rincewind rió entre dientes—. Supongo que tomaremos el camino de la costa hacia Chirm. Ya sabéis, tengo que cuidarle. Pero mirad, no lo hice por…

—Claro, claro —le interrumpió Comadreja.

Se dio la vuelta y subió de un salto a la silla del caballo que le sostenía Bravd. Poco más tarde, los dos héroes eran sólo motas bajo una nube de polvo que se dirigía hacia los restos calcinados de la ciudad.

Los ojos turbios de Rincewind se volvieron hacia el turista dormido. Hacia los dos turistas dormidos. En su estado semiindefenso, una idea que vagaba por las dimensiones, en busca de una mente donde echar anclas, se deslizó en su cerebro.

—¡Ya me he metido en otro buen lío! —gimió, antes de dejarse caer de espaldas.

* * *

—Loco —dijo Comadreja.

Bravd, que galopaba a pocos metros, asintió.

—Todos los magos acaban así —comento—. Son los vapores de mercurio. Les fríen el cerebro. Y los champiñones también les afectan, claro.

—De todos modos… —dijo el que iba vestido de marrón.

Se metió la mano entre los pliegues de la túnica, y sacó un disco dorado que pendía de una cadena corta. Bravd arqueó las cejas.

—El mago dijo que el hombrecillo tenía una especie de disco dorado que le decía la hora —señaló Comadreja.

—¿Y despertó tu codicia, amiguito? Siempre has sido un gran ladrón, Comadreja.

—Cierto —asintió Comadreja con modestia.

Rozó la palanquita en el borde del disco, y se abrió una tapa.

El diminuto demonio aprisionado en el interior levantó la vista del microscópico ábaco y gruñó.

—Sólo faltan diez minutos para las ocho —refunfuñó.

La tapa se cerró de golpe, y casi pilló los dedos a Comadreja.

Con una maldición, Comadreja lanzó el informador horario contra los brezos, donde, probablemente, golpeó contra una piedra. De cualquier manera, el caso es que el disco se rompió. Hubo una brillante chispa de octarino y una explosión de azufre, cuando la criatura del tiempo desapareció para volver a la dimensión demoníaca que llamaba hogar.

—¿Por qué has hecho eso? —quiso saber Bravd, que no había estado suficientemente cerca para oír las palabras.

—¿El qué? —respondió Comadreja—. No he hecho nada. No ha pasado absolutamente nada. ¡Vamos, estamos perdiendo oportunidades!

Bravd asintió. Juntos hicieron dar la vuelta a sus caballos y galoparon hacia la antigua Ankh, con sus hechizos honrados.

LA EMISIÓN DE OCHO

El Mundodisco ofrece vistas mucho más impresionantes que cualquiera de las que se pueden encontrar en otros universos, construidos por Creadores con menos imaginación, pero más aptitudes mecánicas.

Aunque el sol del disco no es más que una luneta orbital, y sus prominencias no destacan más que aros de croquet, este ligero inconveniente debe compararse con la enormidad del espectáculo de la Gran Tortuga A’Tuin, sobre cuya concha mellada por miles de meteoritos descansa en última instancia el disco. A veces, en Su lento viaje por las orillas del Infinito, Él mueve Su cabeza —del tamaño de un país— para espantar algún cometa.

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