El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

Un muro de agua azotó el aire tras Rincewind, y el disco se puso en marcha bruscamente. La temible presencia del troll marino había ejercido el efecto de concentrar al máximo las mentes de los hidrófobos, porque el volador se alzó en un ángulo brusco, y no empezó a planear nivelado hasta que estuvo bien lejos, sobre las olas. Rincewind miró hacia abajo, a través de la superficie transparente, y deseó no haberlo hecho.

—Bueno, allá vamos otra vez —comentó Dosflores alegremente.

Se volvió para despedir con un gesto de mano al troll, que ya no era más que una mota al Borde del mundo.

Rincewind le miró.

—¿Es que nunca te preocupas por nada? —preguntó.

—Todavía estamos vivos, ¿no? —respondió Dosflores—. Y tú mismo dijiste que no se tomarían todas estas molestias por un par de esclavos. Supongo que Tetis exageraba. Seguramente, lo que harán será enviarnos a casa. Cuando hayamos visitado Krull, claro. Y la verdad, me parece una idea fascinante.

—Oh, sí —dijo Rincewind con voz hueca—. Fascinante.

Pero he conocido las emociones, y he conocido el aburrimiento, pensaba para sus adentros. Y me quedo con el aburrimiento.

Si alguno de los dos hubiera mirado hacia abajo en aquel momento, habría advertido una extraña ola en forma de V en el agua, muy por debajo de ellos. Su vértice apuntaba directamente hacia la isla de Tetis. Los veinticuatro magos hidrófobos sí miraban, pero para ellos no era más que otro fragmento de lo pavoroso, algo que no se diferenciaba demasiado del resto del horror líquido que les rodeaba. Probablemente, tenían razón.

* * *

Algún tiempo antes de que tuvieran lugar estos acontecimientos, el barco pirata en llamas siseaba ya bajo las aguas, y se hundía lentamente hacia el lejano lodo submarino. Era especialmente lejano en ese punto, porque el barco había ido a hundirse sobre la Fosa de Gorunna: una sima en la superficie del Mundodisco que era tan negra, tan profunda y tenía tal fama de maldad, que hasta los krakens acudían allí temerosos, y siempre de dos en dos. En abismos menos famosos por su vileza, los peces entraban con luces naturales sobre sus cabezas y, en líneas generales, se las apañaban bastante bien. En Gorunna, las dejaban apagadas y andaban de puntillas, hasta el punto en que puede andar de puntillas algo que no tiene patas. Además, solían chocar contra cosas. Cosas horribles.

Las aguas que rodeaban el barco cambiaron del verde al púrpura, del púrpura al negro, y del negro a una oscuridad tan absoluta que el mismo negro parecía gris en comparación. La intensa presión ya había reducido a astillas gran parte de la madera.

Descendía trazando espirales entre pólipos de pesadilla y bosques de algas que brillaban con colores tenues y enfermizos. «Cosas» que bajaban hacia el silencio gélido, lo rozaban de cuando en cuando al pasar con tentáculos blandos y fríos.

Algo se alzó del lodo y se lo comió de un bocado.

Tiempo más tarde, los isleños de un pequeño atolón periférico se sorprendieron al encontrar en su pequeña laguna local el cuerpo arrastrado por las rocas de un horrible monstruo submarino, todo picos, ojos y tentáculos. Más todavía les sorprendió su tamaño, ya que era un poco más grande que su pueblo. Pero su sorpresa fue minúscula comparada con la expresión de asombro absoluto en el rostro del monstruo muerto, que parecía haber sido pisoteado hasta la muerte.

Cerca de allí, en dirección a la Periferia del atolón, un par de botes que pescaban con red las feroces ostras nadadoras —muy abundantes en aquellos mares—, atraparon algo que arrastró ambas barcas durante muchos kilómetros, antes de que un capitán tuviera suficiente presencia de ánimo para ordenar que cortaran las cuerdas.

Pero la sorpresa de los pescadores no fue nada comparada con la de los isleños del último atolón del archipiélago: durante la noche siguiente, les despertó un golpe terrible y el sonido de madera al astillarse, procedentes ambos de su diminuta selva. Por la mañana, algunos de los más valientes fueron a investigar, y descubrieron que algo había derribado los árboles a su paso desde la playa Eje del atolón hacia la zona Borde. Todo estaba sembrado de lianas rotas, arbustos aplastados y unas cuantas ostras nadadoras más furiosas que nunca.

Ya volaban a suficiente altura para ver la amplia curva de la Periferia, rodeada de nubes algodonosas que ocultaban piadosamente la catarata durante casi todo el tiempo. Desde allí, el mar era de un azul profundo, moteado por las sombras de las nubes, y parecía casi invitador. Rincewind reprimió un escalofrío.

—Disculpa —dijo.

La figura encapuchada dejó de contemplar el brillo distante, y se volvió hacia él, no sin antes alzar la vara en gesto amenazador.

—No quiero usarla —afirmó.

—¿No? —dudó el mago.

—Bueno, pero… ¿qué es? —quiso saber Dosflores.

—La Vara Ajandurah de Negatividad Absoluta —le respondió el mago—. Y me gustaría que dejaras de apuntarme con ella. Se te puede disparar —añadió, mientras señalaba conungestodecabeza la puntabrillantedelavara—. No creas, me parece muy adulador que gastéis toda esta magia por nosotros, pero tampoco hay que pasarse, ¿verdad?

—¡Cállate!

La figura se quitó la capucha, que resultó ocultar a una jovencita de color muy extraño: tenía la piel negra. No de ese marrón oscuro de Urabewe, ni del brillante negroazulado de Klatch, la tierra de los monzones, sino de ese negro profundo que sólo puede encontrarse a medianoche, al fondo de una cueva. En cambio, tenía el pelo y las cejas como los rayos de Luna, e idéntico brillo pálido alrededor de los labios. No tendría más de quince años, y estaba muy asustada.

Rincewind no pudo dejar de advertir que la mano con que sostenía la vara temblaba violentamente. No pudo dejar de advertirlo porque es muy difícil ignorar un trozo de muerte repentina que se agita inseguro a metro y medio de tu nariz. Se le ocurrió —muy poco a poco, porque era una idea nueva y desconcertante— que alguien le tenía miedo. Lo contrario era tan habitual que había llegado a considerarlo una especie de ley de la naturaleza.

—¿Cómo te llamas? —preguntó en el tono más tranquilizador que pudo conseguir.

Quizá la chica tuviera miedo, pero también tenía la vara. Si yo tuviera una vara como ésa, pensó Rincewind, nada me daría miedo. Entonces, por toda la Creación, ¿qué piensa que puedo hacer?

—Mi nombre es baladí —respondió ella.

—Un nombre muy bonito —comentó Rincewind—. ¿Adónde nos lleváis, y por qué? No creo que pase nada si nos lo dices.

—Os llevamos a Krull —dijo la chica—. Y no te burles de mí, ejeño. Si lo haces, usaré la vara. Tengo que llevaros vivos, pero nadie dijo que os llevara enteros. Me llamo Marchesa, y soy una maga de quinto nivel. ¿Comprendes?

—Mira, ya que lo sabes todo sobre mí, no ignorarás que nunca pasé de Neófito —dijo Rincewind—. En realidad, ni siquiera soy un mago.

Advirtió la expresión atónita de Dosflores.

—Sólo un mago de tercera —añadió rápidamente.

—No puedes hacer magia porque uno de los Ocho Grandes Hechizos se ha instalado en tu mente de manera indeleble —señaló Marchesa, mientras recuperaba el equilibrio con un movimiento elegante cuando la lente trazó un amplio arco sobre el mar—. Por eso te expulsaron de la Universidad Invisible. Ya lo sabemos.

—¡Pero antes dijiste que era un mago de gran astucia y recursos! —protestó Dosflores.

—Sí, porque cualquiera que sobreviva a todo lo que él ha sobrevivido (buena parte de lo cual le sucedió por su tendencia a creerse un mago)… bueno, debe de tener alguna especie de magia —replicó Marchesa—. Te lo advierto, Rincewind. Si me haces sospechar siquiera un momento que estás entonando el Gran Hechizo, te mataré de verdad.

Le miró de reojo, nerviosa.

—Entonces, lo mejor que puedes hacer es dejarnos en alguna parte —dijo Rincewind—. Quiero decir, muchas gracias por rescatamos y todo eso. En cuanto nos separemos, podréis seguir con vuestras cosas, y estoy seguro de que…

—Espero que no pretendáis esclavizarnos —intervino Dosflores.

Marchesa le miró con auténtica sorpresa.

—¡Claro que no! ¿Cómo se os ha ocurrido esa idea? En Krull, vuestras vidas serán ricas, plenas, y confortables…

—Ah, muy bien —suspiró Rincewind.

—… aunque no muy largas.

* * *

Krull resultó ser una isla grande, bastante montañosa y con bosques densos, entre cuyos árboles se veían a intervalos edificios blancos de aspecto agradable. La tierra formaba una suave pendiente que ascendía hacia la Periferia, de manera que el punto más alto de Krull colgaba sobre el Borde. Allí, los krullianos habían construido la ciudad más importante, también llamada Krull. Y, como la mayor parte de los edificios estaban compuestos por material recogido en la Circunferencia, las casas de Krull tenían un aspecto decididamente náutico.

Para decirlo claro, barcos enteros se habían encajado hábilmente para convertirlos en edificios. Veleros, carabelas y bajeles surgían en extraños ángulos entre el caos general de madera. Cabezas pintadas y proas de dragón ejeño recordaban a los ciudadanos de Krull que su buena suerte surgía del mar. Bergantines y galeones prestaban su forma característica a los edificios más grandes. Y así la ciudad se alzaba, hilera tras hilera, entre el océano azul verdoso del Mundodisco y el suave mar de nubes del Borde. Los ocho colores del Arco Periferiris se reflejaban en cada ventana y en las lentes de los muchos telescopios de los astrónomos que habitaban la ciudad.

—Es horrible —dijo un sombrío Rincewind.

La lente se acercaba ahora al borde mismo de la Catarata Periférica. A medida que se acercaba al fin del mundo, la isla no sólo se hacía más alta: también se estrechaba, de manera que la lente permaneció sobre el agua hasta llegar muy cerca de la ciudad. El parapeto que discurría por el precipicio del lado Borde tenía varios puentes transversales que se proyectaban hacia la nada. La lente planeó con suavidad hacia uno de ellos y se posó con la misma lentitud que si fuera un barco atracando en el muelle. Les esperaban cuatro guardias, con el mismo pelo de luna y rostros de noche que Marchesa. No parecían armados, pero cuando Dosflores y Rincewind bajaron al parapeto, les cogieron por los brazos con firmeza de sobra como para quitarles de la cabeza al momento cualquier posible idea de fuga.

Marchesa y los atentos magos hidrófobos quedaron rápidamente atrás cuando los guardias y sus prisioneros se encaminaron a paso ligero por un sendero que discurría entre las casas-barco. El sendero descendía hacia lo que resultó ser una especie de palacio, medio excavado en la misma roca del acantilado. Rincewind advirtió vagamente que les llevaban por unos túneles iluminados, y que atravesaban patios abiertos bajo el cielo lejano. Unos cuantos ancianos, con las túnicas llenas de misteriosos símbolos ocultistas, les dejaron paso y observaron con interés la marcha del sexteto. Rincewind vio en varias ocasiones a hidrófobos —sus arraigadas expresiones de repugnancia ante sus propios fluidos corporales eran inconfundibles— y, de cuando en cuando, hombres que caminaban agotados: sólo podían ser esclavos. Pero no tuvo demasiado tiempo para reflexionar sobre lo que veía antes de que una puerta se abriera ante ellos, y los guardias les empujaran con tanta amabilidad como firmeza hacia el interior de una habitación. Luego, la puerta se cerró de golpe tras ellos.

Rincewind y Dosflores recuperaron el equilibrio y miraron la habitación que les rodeaba.

—¡Guau! —fue todo lo que consiguió decir el turista tras una pausa, durante la que intentó sin éxito encontrar una palabra más adecuada.

—¿Esto es una celda de la prisión? —se preguntó Rincewind en voz alta.

—¿Con tanto oro, y sedas, y todas estas cosas? —añadió Dosflores—. ¡En mi vida he visto nada parecido!

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