El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

La lluvia de flechas había cesado. La multitud de sacerdotes y soldados se quedó en pie, inmóvil, contemplando la nave sin pestañear. Un hombrecillo preocupado se abrió paso a codazos y empezó a gritar algo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Dosflores, muy ajetreado con una tuerca de orejas.

—Me ha parecido oír algo —respondió Rincewind—. Mira, tengo una idea —siguió—. Amenazaremos con estropear este trasto si no nos dejan en paz, ¿de acuerdo? Eso será todo lo que haremos, ¿vale?

—Bien —replicó vagamente Dosflores. Se sentó sobre sus tobillos.

—Ya está —dijo—. Ahora debería despegar.

Varios hombres musculosos subían por la escalera hacia la nave. Rincewind reconoció entre ellos a los dos quelonautas. Y llevaban espadas.

—Eh… —empezó a decir.

La nave sufrió una sacudida. Luego, con infinita lentitud, comenzó a moverse por los raíles.

En ese momento de negro horror, Rincewind vio que Dosflores y el troll habían conseguido abrir la escotilla. Bajo ella, una escalera metálica llevaba a la cabina. El troll desapareció.

—¡Tenemos que salir de aquí! —chilló Rincewind.

Dosflores le miró con una extraña sonrisa enloquecida en los labios.

—Estrellas —dijo el turista—. Mundos. Todo el jodido cielo lleno de mundos. Lugares que nadie verá jamás. Excepto yo.

Y bajó por la escotilla.

—Estás completamente loco —señaló Rincewind con voz ronca.

Trató de mantener el equilibrio cuando la nave empezó a acelerar. Se dio la vuelta cuando vio que uno de los quelonautas saltaba la distancia que separaba la torre del Viajero, aterrizaba sobre uno de los flancos curvos de la nave, trataba de agarrarse un momento, no encontraba asidero y caía con un alarido.

El Viajero se movía ahora bastante deprisa. Rincewind alcanzó a ver la cabeza de Dosflores al pasar, iluminado por la luz que se reflejaba en la nube marina y el imposible Arco Periferiris, que flotaba más allá del Borde, invitando a los idiotas a que dieran un paso mas…

También vio un grupo de hombres que escalaban desesperados por las laderas menos empinadas de la rampa de lanzamiento. Pusieron un tronco enorme en los raíles, en un último intento por detener la nave antes de que desapareciera sobre el Borde. Las ruedas chocaron contra la madera, pero la nave sólo sufrió un bamboleo momentáneo. Dosflores perdió su asidero en la escalera y cayó dentro de la cabina. La escotilla se cerró de golpe con un chasquido horrible, y docenas de pestillos recuperaron su lugar inicial. Rincewind se lanzó hacia adelante y trató de abrirlos entre sollozos.

La nube marina estaba ya mucho más cerca. Igual que el Borde, que formaba el perímetro rocoso del circo.

Rincewind se levantó. Ahora, sólo podía hacer una cosa, y la hizo. Saltó a ciegas en el momento en que la nave llegaba a la parte superior de los raíles y se elevaba como un salmón hacia el cielo, por encima del Borde.

Pocos segundos más tarde, se oyó el retumbar de cientos de patitas, y el Equipaje saltó por la Periferia del mundo precipitándose hacia el Universo, mientras seguía moviendo las extremidades con decisión.

FIN

Rincewind se despertó con un escalofrío. Estaba helado.

Así que es esto, pensó. Cuando mueres, vas a parar a un lugar frío, húmedo y nebuloso. El Hades, donde los espíritus gimientes de los muertos patrullan eternamente por las ciénagas… ¡Eh, un momento!

El Hades no puede ser tan incómodo, ¿verdad? Y desde luego, estaba muy incómodo. Le dolía la espalda en el punto donde una rama se le clavaba, tenía las piernas y los brazos doloridos allí donde las hojas le habían lacerado y, a juzgar por cómo notaba la cabeza, se había pegado un buen golpe en ella. Si esto era el Hades, desde luego que era el infierno… un momento…

Árbol. Se concentró en la palabra que flotaba en su mente, aunque el zumbido que notaba en los oídos y las lucecitas fluctuantes que tenía ante los ojos la convertían en un descubrimiento inesperado. Árbol. Cosa de madera. Eso era. Ramas, hojas, cosas por el estilo. Y Rincewind estaba tendido en él. Árbol. Goteante, húmedo. Nubes a su alrededor. Y también debajo. Vaya, eso sí que era extraño.

Estaba vivo, aunque cubierto de arañazos y contusiones, entre las ramas de un árbol espinoso que se proyectaba sobre el espúmeo muro blanco que era la Catarata Periférica. Cuando lo comprendió, la idea alcanzó su mente con un martillazo helado. Se estremeció. El árbol emitió un crujido de advertencia.

Algo azul y borroso pasó junto a él, se sumergió un instante en las aguas rugientes, aleteó de vuelta y se posó en una rama, cerca de la cabeza de Rincewind. Era un pajarillo de plumas verdes y azules. El bicho se tragó el pececito plateado que acababa de pescar en la Catarata, y le miró con curiosidad.

Rincewind comprendió gradualmente que había muchos pájaros similares a su alrededor.

Planeaban, maniobraban y se zambullían con facilidad en la superficie del agua. De cuando en cuando, uno de ellos lanzaba una ráfaga extra de espuma, como si acabara de robar otro bocado condenado a la Catarata. La mayoría de los pájaros estaban posados en el árbol. Eran tan brillantes como piedras preciosas. Rincewind los contemplaba, en trance.

De hecho, era el primer hombre vivo que veía a los pescadores periféricos, esas pequeñas criaturas que, desde mucho tiempo antes, habían evolucionado hacia una forma de vida única hasta por los estándares del Mundodisco. Mucho antes de que los krullianos construyeran la Circunferencia, los pescadores periféricos ya tenían su propio método, muy eficaz, para patrullar el Borde en busca de subsistencia.

La presencia de Rincewind no parecía preocuparles en absoluto. El mago imaginó por un aterrador momento cómo sería su propia vida en adelante, comiendo únicamente pájaros crudos y los pocos peces que pudiera arrebatarles al pasar.

El árbol se movió claramente. Rincewind se estremeció al notar que resbalaba hacia atrás, pero consiguió agarrarse a una rama. Pero, tarde o temprano se dormiría, y…

La escena cambió ligeramente cuando un tinte purpúreo cubrió el cielo. Una figura alta, envuelta en su capa negra, se alzaba en el aire, cerca del árbol. Llevaba una guadaña en la mano. Tenía el rostro oculto bajo las sombras de la capucha.

—He venido por ti —dijo la boca invisible, con un tono tan pesado como el latido del corazón de una ballena.

El tronco del árbol dejó escapar otro crujido de protesta, y un guijarro rebotó contra el casco de Rincewind cuando una de las raíces se desprendió de la roca. La Muerte en persona acudía a recoger las almas de los magos.

—¿De qué voy a morir? —preguntó Rincewind.

—¿Cómo dices?

—Bueno, no me he roto nada, ni me he ahogado. Así que, ¿de qué voy a morir? No te puedes morir de Muerte. Tiene que haber una razón —insistió Rincewind.

Para su propia sorpresa, ya no estaba aterrado. Casi por primera vez en su vida, no tenía miedo. Lástima que la experiencia fuera a durar tan poco.

La Muerte pareció llegar a una conclusión.

—Puedes morir de miedo —afirmó la capucha.

La voz seguía teniendo aquel tono sepulcral, pero ahora había un ligero temblor de inseguridad.

—No, qué va —presumió Rincewind.

—No tiene por qué haber una razón concreta —insistió la Muerte—, puedo matarte, y ya está.

—¡No puedes hacerlo! ¡Sería un asesinato! La figura sombría suspiró y se echó hacia atrás la capucha. En lugar de la sonriente cabeza de la Muerte que Rincewind esperaba ver, se encontró mirando el rostro pálido y ligeramente translúcido de una especie de demonio.

—Ya lo he estropeado todo ¿no? —dijo débilmente.

—¡No eres la Muerte! ¿Quién eres? —gritó Rincewind.

—Escrófula.

—¿«Escrófula»?

—La Muerte no podía venir —insistió tozudo el demonio—. Hay una gran epidemia de peste en Pseudópolis. Tenía que ir a patrullar por las calles, así que me envió a mí.

—¡Nadie se muere de escrófula! Tengo mis derechos, ¡soy un mago!

—¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Pero ésta iba a ser mi gran oportunidad! —exclamó Escrófula—. Oye, piénsalo de esta manera: si te golpeo con esta guadaña, estarás igual de muerto que si lo hubiera hecho la Muerte en persona. ¿Quién va a enterarse?

—¡Yo! —rugió Rincewind.

—No te enterarías, estarías muerto —señaló Escrófula con lógica aplastante.

—Vete a la mierda —indicó Rincewind.

—Todo eso está muy bien —siguió el demonio, alzando la guadaña—, pero ¿por qué no intentas mirarlo desde mi punto de vista? Esto significa mucho para mí. Y tienes que admitir que tu vida no es lo que se dice maravillosa. La reencarnación sólo puede representar una mejora sobre… ¡uy!

Se llevó una mano a la boca, pero Rincewind ya le señalaba con un dedo tembloroso.

—¡Reencarnación! —exclamó emocionado—. ¡Así que es cierto lo que dicen los místicos!

—¡No admito nada! —se empecinó Escrófula—. Ha sido un desliz. Ahora, ¿vas a morir por las buenas, o no?

—¡No! —rugió Rincewind.

—Como quieras —replicó el demonio.

Alzó la guadaña. El instrumento descendió con un silbido profesional, pero Rincewind ya no estaba allí. De hecho, estaba varios metros más abajo, y la distancia se incrementaba por momentos, porque la rama había elegido aquel momento para romperse y enviarle a su viaje interrumpido hacia el golfo interestelar.

—¡Vuelve aquí! —chilló el demonio.

Rincewind no respondió. Caía hacia el infinito, de bruces hacia unas nubes cada vez más escasas.

Que pronto desaparecieron.

Más abajo, todo el Universo parpadeaba ante Rincewind. Allí estaba Gran A’Tuin, enorme, poderosa, llena de cráteres. También estaba la pequeña Luna del Disco. Alcanzó a ver un brillo lejano que sólo podía ser el Viajero Viril. Y todas aquellas estrellas, con un notable parecido a diamantes empolvados dispersos sobre el terciopelo negro, las estrellas que tentaban y siempre llamaban a los osados hacia ellas…

Toda la Creación estaba esperando que Rincewind cayera.

Y lo hizo.

No parecía tener otra alternativa.

Notas

[1] Quizá convenga explicar en este momento la forma y cosmología del sistema disco.

Por supuesto, hay dos orientaciones importantes en el disco: el Eje y la Periferia. Pero, dado que el disco gira sobre sí mismo cada ochocientos días (para distribuir equitativamente el peso sobre los paquidermos de apoyo, según Reforgule de Krull), hay también dos orientaciones secundarias, que son Dextro y Levo, izquierda y derecha, en el sentido de las agujas del reloj y en sentido inverso al de las agujas del reloj. Como se prefiera.

Dado que el pequeño sol orbital del disco mantiene una órbita fija mientras el majestuoso disco gira lentamente bajo él, se deduce rápidamente que, en este lugar, un año no consta de cuatro estaciones, sino de ocho. Los veranos son aquellas épocas en las que el sol sale o se pone por el punto más cercano a la Periferia, y los inviernos cuando sale o se pone a unos noventa grados de distancia.

Así, en las tierras que rodean el Mar Circular, el año empieza en la Noche de la Vigilia de los Cerdos, sigue toda la Primavera Prima hacia el Primer Verano (Noche de los Dioses Menores). Le sigue el Otoño Primo y, tras salvar el punto llamado Atroz, el ecuador del año, llega el Invierno Segundo (también denominado Invierno Eje, puesto que en esta época el sol sale y se alza siguiendo la dirección del Eje). Luego viene la Primavera Segunda, con el Verano Dos pisándole los talones. Las tres cuartas partes del año vienen señaladas por la noche del Barbecho: según la leyenda, es la única noche del año en que las brujas y los magos se quedan en la cama. Luego, las hojas arrastradas por el viento y las noches gélidas llevan a un Segundo Invierno Eje, que trae, albergada en su interior como una joya, otra Noche de la Vigilia de los Cerdos.

Como el centro, el Eje, nunca recibe calor cercano del débil sol, esas tierras están eternamente ocultas bajo el hielo. Por el contrario, la Periferia es una zona de islas soleadas y días suaves.

Por supuesto, las semanas duran ocho días en el disco, y el espectro lumínico consta de ocho colores. El ocho es un número de gran significado arcano en el disco, y jamás, jamás, debe ser pronunciado por un mago.

No están muy claras las razones concretas de todo lo anteriormente expuesto, pero en cierto modo explica por qué en el disco los dioses no son tan adorados como maldecidos.

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