El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

La piedra resultaba verdaderamente incómoda. Dosflores bajó la vista y, por primera vez, advirtió los extraños signos tallados en ella.

Parecía una araña. ¿O era un calamar? El musgo y los líquenes emborronaban los detalles, pero no las runas talladas bajo el dibujo. Dosflores pudo leerlas sin problemas. Decían así: «Viajero, el templo hospitalario de Bel-Shamharoth está a mil pasos en dirección al Eje». Dosflores se dio cuenta de que aquello era muy extraño; aunque podía leer el mensaje, las letras le resultaban desconocidas por completo. De alguna manera, el mensaje llegaba a su cerebro sin la tediosa necesidad de pasar por sus ojos.

Se levantó y desató a su ahora dócil caballo de un árbol joven. No estaba seguro de en qué dirección quedaba el Eje, pero había un antiguo camino que discurría entre los árboles. El tal Bel-Shamharoth parecía un tipo dispuesto a ayudar a los viajeros extraviados. En cualquier caso, la elección era fácil: eso, o los lobos. Dosflores asintió con decisión.

Es interesante señalar que, muchas horas más tarde, una pareja de lobos famélicos que seguían el rastro de Dosflores llegaron a ese mismo claro. Sus ojos verdosos se posaron sobre las ocho patas de la extraña figura tallada en la roca —que, ciertamente, podía ser una araña, un pulpo, o quizá algo todavía más extraño— y, de inmediato, decidieron que en realidad no tenían tanta hambre.

* * *

A unos cinco kilómetros, un mago fracasado colgaba de las manos, agarrándose con todas sus fuerzas a una de las ramas más altas de un haya.

Era el resultado final de cinco minutos de actividad muy intensa. En primer lugar, una osa enfurecida había salido de entre los arbustos para desgarrarle la garganta a su caballo de un solo zarpazo. Luego, mientras Rincewind huía de la carnicería, entró en un claro donde se agrupaba un buen número de lobos iracundos. Sus profesores de la Universidad Invisible, a quienes desesperaba la incapacidad de Rincewind para dominar la levitación, se habrían asombrado al verle trepar por el árbol más cercano, al parecer sin tocarlo.

Ahora sólo quedaba el asunto de la serpiente.

Era grande y verde, y se enroscaba al árbol con paciencia de reptil. Rincewind se preguntó si sería venenosa, y luego se reprendió a sí mismo por formularse una cuestión tan estúpida. Claro que sería venenosa.

—¿De qué te ríes? —preguntó a la figura sentada en la rama contigua.

—No puedo evitarlo —respondió la Muerte—. Oye, ¿te importaría dejarte caer de una vez? No puedo quedarme aquí arriba todo el día.

—Yo sí —replicó Rincewind, desafiante.

Los lobos que se agrupaban alrededor de la base del árbol levantaron la vista con interés. Nunca habían visto al menú del día hablar solo.

—No dolerá —prometió la Muerte.

Si las palabras tuvieran peso, una simple frase de la Muerte habría bastado para anclar un barco.

Los brazos de Rincewind gritaban de dolor. Miró de reojo a la figura en forma de buitre, algo transparente.

—¿Que no dolerá? —casi gritó—. ¿Ser hecho pedazos por los lobos no dolerá?

Advirtió que otra rama se cruzaba con la suya, peligrosamente frágil, a menos de un metro. Si pudiera alcanzarla…

Se balanceó hacia adelante con una mano extendida.

La rama, que ya se inclinaba, no se rompió, no: sencillamente, hizo un ligero sonido húmedo y se dobló sobre sí misma.

Rincewind descubrió que ahora colgaba del extremo de una lengua de corteza y fibras, que se alargaba a medida que se desgarraba del árbol. Bajó la vista y, con una especie de satisfacción fatalista, comprendió que aterrizaría directamente encima del lobo más grande.

Ahora se movía lentamente, mientras la corteza se separaba del árbol en una tira cada vez más larga. La serpiente le observaba pensativa.

Pero la corteza, de creciente longitud, resistió. Rincewind empezaba a felicitarse a sí mismo cuando, al alzar los ojos, advirtió algo que le había pasado inadvertido hasta entonces: el avispero más grande que jamás hubiera visto. Y colgaba exactamente en su camino.

Cerró los ojos con fuerza.

«¿Por qué el troll? —se preguntó a sí mismo—. Todo lo demás es mi suerte de costumbre, pero… ¿por qué el troll? ¿Qué demonios pasa aquí?»

Clic. Podía ser el chasquido de una rama, pero el sonido parecía tener su fuente dentro de la cabeza del mago. Clic, clic. Y sopló una brisa que no movió ni una hoja.

Cuando la tira de corteza pasó junto al avispero, éste cayó de la rama. Pasó junto a la cabeza de Rincewind, que lo vio alejarse mientras caía hacia el círculo de hocicos alzados.

De pronto, el círculo se cerró.

De pronto, el círculo se abrió.

Un aullido de dolor surgió al unísono de la manada y resonó entre los árboles cuando los lobos lucharon por escapar de la furiosa nube de insectos. Rincewind sonrió estúpidamente.

El codo de Rincewind chocó con algo. Era el tronco del árbol. La tira le llevó directamente hacia el extremo de la rama. Pero no había más ramas. Junto a él, la suave corteza no ofrecía agarraderos.

En cambio, sí ofrecía garras. Más que garras, eran manos esbeltas y verdes como hojas jóvenes, que ahora se tendían por la musgosa corteza, junto a él. Las siguió un brazo bien formado… y la hamadríada se inclinó hacia afuera para agarrar firmemente al atónito mago. Con esa fuerza vegetal, capaz de hacer que unas raíces perforen la roca, le arrastró hacia el interior del árbol. La corteza sólida que se había abierto antes como una niebla, se cerró como una almeja.

La Muerte lo observó todo, impasible.

Contempló la nube de moscas de mayo que bailaban en alegres zigzags cerca de su cráneo, y chasqueó los dedos. Los insectos cayeron en el acto. Pero, claro, no era lo mismo.

* * *

Ío el Ciego apartó su montón de fichas del tablero. Aquellos de sus ojos que se encontraban en la habitación brillaron airados. Luego, salió a zancadas. Algunos semidioses temblaron. Al menos, Offler se había tomado la pérdida de su excelente ejemplar de troll con una elegancia escrupulosa, aunque quizá algo reptilesca.

El último adversario de la Dama se cambió de sitio para quedar frente a ella, con el tablero en medio.

—Caballero —saludó ella educadamente.

—Dama —replicó él en el mismo tono.

Sus ojos se encontraron.

Era un dios taciturno. Se decía que había llegado a Mundodisco tras algunos incidentes terribles y misteriosos en otra Contingencia. Por supuesto, los dioses tienen el privilegio de poder ocultar su apariencia exterior, incluso a otros dioses. En aquellos momentos, el Sino de Mundodisco era un hombre de rostro bondadoso, maduro sin ser anciano, con el cabello gris pulcramente peinado, enmarcando unos rasgos a los que una doncella no dudaría en ofrecer un vaso de cerveza ligera si aparecieran en su puerta trasera. Unos rasgos a los que un joven amable ayudaría a subir la escalera. Excepto por los ojos, claro.

Ninguna deidad puede disimular el aspecto y naturaleza de sus ojos. La de los dos ojos del Sino de Mundodisco era la siguiente: a simple vista, parecían sencillamente oscuros, pero un examen más atento revelaría —¡demasiado tarde!— que sólo eran agujeros abiertos a una oscuridad tan remota, tan profunda, que el observador se sentiría arrastrado inexorablemente hacia esos pozos gemelos de noche infinita, con sus terribles estrellas gigantes…

La Dama carraspeó con educación, y depositó veintiuna fichas blancas sobre la mesa. Luego, de entre los pliegues de su túnica, extrajo otra pieza, plateada y translúcida, el doble de grande que las demás. El alma de un Auténtico Héroe siempre tiene un mejor precio de intercambio, y los dioses la valoran enormemente.

Sino alzó las cejas.

—Sin trampas, Dama —dijo.

—¿Quién podría hacer trampas al Sino? —inquirió ella. Él se encogió de hombros.

—Nadie. Pero todo el mundo lo intenta.

—En cualquier caso, me pareció sentir que me ayudabas un poco contra los demás, ¿no?

—Por supuesto. Así, el final del juego será más dulce, Dama. Y ahora…

Rebuscó en su caja de fichas, sacó una pieza y la situó sobre el tablero con gesto satisfecho. Las deidades que observaban dejaron escapar un suspiro colectivo. Incluso la Dama se sobresaltó por un momento.

Desde luego, era algo feo. La talla era insegura, como si las manos del artista temblaran de espanto ante la cosa que tomaba forma entre sus manos reluctantes. Parecía ser todo tentáculos y ventosas. Y mandíbulas, según observó la Dama. Y un gran ojo.

—Creí que todos habían muerto al principio de los tiempos —dijo.

—Quizá ni nuestra gangrenosa amiga quiso acercarse a éste —rió Sino.

Se lo estaba pasando en grande.

—El huevo del que salió nunca debió ser incubado.

—Es lo mismo —replicó Sino poéticamente.

Metió los dados en su extraña caja y levantó la vista para mirarla.

—A menos que quieras retirarte —añadió.

Ella meneó la cabeza.

—Juega —pidió.

—¿Puedes igualar mi apuesta?

—Juega.

* * *

Rincewind sabía lo que solía haber dentro de los árboles: madera, savia, quizá ardillas. No palacios.

Pero los cojines que tenía debajo eran, decididamente, mucho más blandos que la madera, y el vino de la copa que tenía al lado resultaba mucho más sabroso que la savia. Y no había comparación posible entre una ardilla y la chica sentada frente a él, que se agarraba las rodillas y le observaba pensativa. El único parecido con la ardilla eran ciertos rastros de vello.

La habitación era alta, amplia, e iluminada con una suave luz amarillenta que no venía de ninguna fuente concreta que Rincewind pudiera identificar. A través de unos arcos retorcidos y nudosos, divisó otras salas, y algo que parecía una gran escalera de caracol. Pero desde fuera tenía el aspecto de un árbol completamente normal.

La chica era verde. Carne verde. Rincewind estaba del todo seguro, porque lo único que llevaba puesto era un medallón alrededor del cuello. Su largo cabello tenía una apariencia ligeramente musgosa. Sus ojos carecían de pupilas, y eran de un verde luminoso. Rincewind se arrepintió de no haber prestado más atención a las clases de antropología en la Universidad.

La chica no había dicho nada. Aparte de señalarle el sofá y ofrecerle el vino, no hizo otra cosa que sentarse y mirarle. De cuando en cuando, se frotaba un profundo arañazo que tenía en el brazo.

Rincewind recordó a toda velocidad que una dríada está tan identificada con su árbol que sufre sus mismas heridas en simpatía con él…

—Siento eso —dijo rápidamente—. Fue un accidente. Es que esos lobos estaban abajo, y…

—Tuviste que encaramarte a mi árbol, y yo te rescaté —terminó con suavidad la dríada—. Por suerte para ti. Y quizá también para tu amigo.

—¿Amigo?

—El hombrecillo de la caja mágica —aclaró la dríada.

—¡Ah, claro, él! —asintió vagamente Rincewind—. Sí. Espero que esté bien.

—Necesita tu ayuda.

—Como siempre. ¿También consiguió llegar a un árbol?

—Consiguió llegar al Templo de Bel-Shamharoth.

Rincewind se atragantó con el vino. Sus orejas trataron de enterrarse en su cabeza, horrorizadas por las sílabas que acababan de escuchar. ¡El Devorador de Almas! Antes de que pudiera evitarlo, los recuerdos llegaron al galope. Una vez, mientras estudiaba Magia Práctica en la Universidad Invisible, entró por una apuesta en una pequeña habitación de la biblioteca principal: en la habitación cuyas paredes estaban cubiertas de pentagramas protectores, en la habitación donde nadie podía estar más de cuatro minutos y treinta y dos segundos, tiempo calculado tras doscientos años de cuidadosa experimentación…

Había abierto cautelosamente el Libro, que estaba encadenado a un pedestal de octhierro en el centro de un suelo plagado de runas; no para evitar que lo robaran, sino por miedo a que escapara. Porque era el Octavo, tan lleno de magia que tenía una vaga inteligencia propia. Y un hechizo saltó de sus páginas crujientes para refugiarse en el rincón más oscuro y recóndito del cerebro de Rincewind. Aparte de saber que se trataba de uno de los Ocho Grandes Hechizos, nadie podría averiguar cuál era hasta que no lo pronunciara. Incluso Rincewind lo ignoraba. Pero a veces lo sentía, ocultándose de la vista tras su Ego, esperando su momento…

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