El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

Una ráfaga de llamas le pasó por encima de la cabeza, y fue a estrellarse contra el muro. Cuando las rocas brillaron con el calor de una caldera, alzó la vista y vio al dragón que ahora ocupaba más de la mitad de la celda.

«Te obedezco señor», dijo una voz dentro de su cabeza.

Al brillo de las piedras chisporreantes, Dosflores vio su propio reflejo en dos ojos verdes enormes. Tras ellos, el dragón era multicolor y flexible, con cuernos y púas, como los que siempre había imaginado: un dragón de verdad. Aunque tenía las alas plegadas, rozaba ambos muros de la celda. Dosflores estaba entre sus garras.

—¿Me obedeces?

La voz le temblaba entre el miedo y el entusiasmo.

«Por supuesto, señor.»

El brillo se fue desvaneciendo. Con un dedo tembloroso, Dosflores señaló el lugar donde recordaba la puerta.

—¡Ábrela! —exclamó.

El dragón alzó su enorme cabeza. Otra vez surgió la bola de llamas. Pero, en esta ocasión, los músculos del cuello del dragón se contrajeron, y su color cambió del naranja al amarillo, del amarillo al blanco y, por último, al azul más claro imaginable. Para entonces, la llama era ya muy delgada, y allí donde tocaba la pared, la roca estallaba y se fundía. Cuando alcanzó la puerta, el metal explotó en una lluvia de gotas ardientes.

Sombras negras se combaban y danzaban en las paredes. Durante un momento en que a Dosflores le dolieron los ojos, el metal burbujeó, y luego la puerta cayó en dos pedazos al pasillo exterior. La llama desapareció con una rapidez casi tan sorprendente como su aparición.

Dosflores pasó con cautela sobre la puerta, que se enfriaba, y examino toda la longitud del pasillo. Estaba vacío.

El dragón le siguió. El recio marco de la puerta le puso algunas dificultades, que el animal superó con un meneo de hombros que arrancó la madera y la lanzó hacia un lado. La criatura miró expectante a Dosflores. Su piel se contraía y se retorcía mientras luchaba por extender las alas en los estrechos confines del pasillo.

—¿Cómo llegaste ahí dentro? —preguntó Dosflores.

«Tú me llamaste, amo.»

—No recuerdo haberlo hecho.

«Con tu mente. Me llamaste con tu mente», pensó con paciencia el dragón.

—¿Quieres decir que apareciste porque pensé en ti?

«Si.»

—¿Fue cosa de magia?

«Si.»

—¡Pero si me he pasado toda la vida pensando en dragones!

«Probablemente en ese lugar la frontera entre el pensamiento y la realidad es un poco confusa. Sólo sé que antes no existía, que pensaste en mí y existí. Por tanto estoy a tu entera disposición, claro.»

—¡Cielo santo!

Media docena de guardias eligieron aquel momento para aparecer por un recodo del pasillo. Se detuvieron boquiabiertos. Luego, uno recobró la compostura suficiente para levantar el arco y disparar.

El pecho del dragón se alzó. La flecha estalló en el aire, en fragmentos llameantes. Los guardias se perdieron de vista a toda velocidad. Una fracción de segundo más tarde, una ráfaga de llamas barrió las piedras sobre las que habían estado.

Dosflores le contempló admirado.

—¿También puedes volar?

«Por supuesto.»

Dosflores examinó el pasillo de arriba abajo, y decidió no seguir a los guardias. Como sabía que estaba extraviado por completo, cualquier dirección sería mejor que aquélla. Pasó junto al dragón y echó a correr. La enorme bestia se volvió con dificultad para seguirle.

Atravesaron una serie de pasillos que se entrecruzaban como un laberinto. En determinado momento, Dosflores creyó oír gritos mucho más atrás, pero pronto se perdieron en la distancia. En ocasiones, pasaban junto a arcos y puertas. Una tenue luz se filtraba por varios ventanucos y, en algunos tramos, se reflejaban en enormes espejos, encajados en el mismo muro del pasillo. También les llegó a veces una luz más brillante, procedente de una fuente lejana.

Pero lo que más extraño le pareció a Dosflores mientras bajaba a toda velocidad un tramo de escalones anchos, levantando nubes de polvo plateado al pasar, fue que allí los túneles eran mucho más amplios. Y además, estaban mejor construidos. En los nichos de las paredes había estatuas, y de cuando en cuando colgaban tapices descoloridos, pero interesantes. Mostraban en su mayoría dragones; cientos de dragones, volando o posados en sus anillas, dragones con hombres sobre sus lomos, cazando ciervos o, en algunos casos, a otros hombres. Dosflores tocó suavemente uno de los tapices. El tejido se desintegró de inmediato en el aire cálido y seco, y sólo quedaron algunas hebras allí donde había sido bordado con finos hilos de oro.

—¿Por qué dejarían aquí todo esto? —se pregunto.

«No lo sé», respondió una voz educada sobre su cabeza.

Se volvió y miró hacia arriba, hacia la cabeza equina que pendía sobre él.

—¿Cómo te llamas, dragón? —preguntó Dosflores.

«No lo sé.»

—Creo que te llamaré Ninereeds.

«Entonces, así me llamo.»

Avanzaron entre el polvo sempiterno por una serie de enormes salas con columnas oscuras. Las salas habían sido talladas en la roca sólida. Y con cierta gracia: del suelo al techo, las habitaciones eran una masa de estatuas, gárgolas, bajorrelieves y columnas estriadas que proyectaron extrañas sombras móviles cuando el dragón, a petición de Dosflores, proporcionó algo de luz. Cruzaron largos pasillos y grandes cavernas en forma de anfiteatro, todas llenas de un espeso polvo suave y deshabitadas por completo. Hacía siglos que nadie pasaba por aquellas cuevas.

Entonces vio el camino, que se perdía en otra oscura entrada del túnel. Alguien lo había usado regularmente, y no hacía mucho tiempo. Era un rastro profundo y estrecho en la alfombra gris.

Dosflores lo siguió. Discurría por salas todavía más polvorientas y pasillos ventosos por los que cabría un dragón (y dragones habían pasado por allí en otros tiempos, al parecer: dio con una habitación llena de arneses corroídos, y en otra encontró petos y cadenas de mallas que podía usar un elefante). Terminaban en un par de puertas verdes de bronce. Cada una era tan alta que desaparecía en la penumbra. Delante de Dosflores, a la altura del pecho, había un pequeño pestillo de latón en forma de dragón.

Cuando lo tocó, las puertas se abrieron al momento, con un silencio desconcertante.

Instantáneamente, unas chispas crepitaron en el pelo de Dosflores. Hubo una repentina ráfaga de viento cálido y seco que no afectó al polvo como habría hecho un viento cualquiera, sino que le hizo cobrar desagradables formas medio vivas antes de que se posara de nuevo. A los oídos de Dosflores llegaron los extraños chirridos gorjeantes de Cosas encerradas en lejanas mazmorras dimensionales, muy lejos de la frágil celosía espaciotemporal. Aparecieron sombras donde no había nada para causarlas. El aire zumbó como una colmena.

Casi al momento, hubo una gran descarga de magia a su alrededor.

La cámara que había tras la puerta estaba iluminada por un brillo verdoso claro. Y apiladas a lo largo de las paredes, cada una en su estante de mármol, había hileras e hileras de ataúdes. En el centro de la sala se encontraba un sillón de piedra, sobre un estrado. Contenía una figura desmadejada, que no se movía, pero sí hablaba con una voz cascada y vieja.

—Pasa, jovencito.

Dosflores entró. La figura del asiento era humana, al menos por lo que podía distinguir a tan escasa luz, pero había algo en la extraña manera de reposar en la silla que le hacía alegrarse de no ver nada más claro.

—Estoy muerto, ¿sabes? —le llegó una voz en tono coloquial, desde lo que Dosflores esperaba fervorosamente fuera una cabeza—. Supongo que ya lo has notado.

—Hummm —fue la respuesta de Dosflores.

Empezó a retroceder.

—Es obvio, ¿verdad? —asintió la voz—. Tú debes de ser Dosflores, ¿no? ¿O eso viene después?

—¿Después? —se sorprendió Dosflores—. ¿Después de qué?

Se detuvo.

—Bueno —explicó la voz—, verás, una de las desventajas de estar muerto es que uno queda libre de las ligaduras del tiempo. Por tanto, puedo ver lo que ha sucedido y sucederá, todo al mismo tiempo. Aunque claro, ahora sé que, a efectos prácticos, el Tiempo no existe en absoluto.

—Eso no parece una desventaja —señaló Dosflores.

—¿Tú crees? Imagina que cada momento sea uno, que resulte a la vez un recuerdo lejano y una sorpresa desagradable, y ya verás. ¿Comprendes ahora a qué me refiero? De todos modos, ahora recuerdo lo que estaba a punto de decirte. ¿O ya lo he hecho? Por cierto, bonito dragón. ¿O no he dicho eso todavía?

—Es bastante bueno. Simplemente, apareció —explicó Dosflores.

—¿Apareció? —se sorprendió la voz—. ¿Tú lo invocaste?

—Sí, bueno, lo único que hice fue…

—¡Tienes el Poder!

—Lo único que hice fue pensar en él.

—¡En eso consiste el Poder! ¿Te he dicho ya que yo soy Greicha Primero? ¿O eso viene luego? Lo siento, pero no tengo mucha experiencia en esto de trascender. De todos modos, sí… el Poder. Invoca dragones, ¿sabes?

—Creo que eso ya me lo has dicho —señaló Dosflores.

—¿Ya? Sí, la verdad es que pensaba hacerlo —aseguró el hombre muerto.

—Pero ¿cómo funciona? Llevo toda la vida pensando en dragones, pero ésta es la primera vez que aparece uno.

—Bueno, verás, la verdad del asunto es que los dragones nunca han existido tal como entiendes la existencia tú (o tal como la entendía yo, hasta que fui envenenado hace unos tres meses). Hablo del auténtico dragón, del draconis nobilis, ya sabes. El dragón de pantano, draconis vulgaris, es una criatura muy básica, indigna de nuestra atención. Por otra parte, el auténtico dragón es una criatura de espíritu tan refinado que sólo puede tomar forma en este mundo si lo concibe una imaginación bien entrenada. E incluso entonces, la imaginación tiene que estar perfectamente impregnada de magia: esto ayuda a debilitar los muros entre el mundo de lo visible y el de lo invisible. Entonces llegan los dragones tal como eran, e imprimen su forma en la matriz de posibilidades de este mundo. A mí se me daba muy bien cuando estaba vivo. Podía imaginar más de… bueno, casi quinientos dragones a la vez. Ahora Liessa, la más hábil de entre todos mis hijos, apenas alcanza a imaginar cincuenta criaturas originales. Para que luego hablen de la educación progresista. En realidad, no cree en ellos. Por eso sus dragones resultan bastante aburridos, mientras que el tuyo… —la voz de Greicha tenía ahora un matiz de admiración— …es casi tan bueno como solían ser los míos. Una agradable visión para estos ojos maltratados. Aunque ya no tengo ojos, claro.

—Has repetido varias veces que estás muerto —intervino rápidamente Dosflores.

—¿Y?

—Y los muertos… esto…, pues ya sabes, no suelen hablar demasiado. Por norma general.

—Yo era un mago muy, pero que muy poderoso. Mi hija me envenenó, claro. El método de sucesión unánimemente admitido en nuestra familia. Pero —suspiró el cadáver. Al menos el suspiro surgió del aire, a unos decímetros por encima de él—, pronto resultó obvio que ninguno de mis hijos tenía suficiente poder para arrebatar el señorío sobre el Wyrmberg a los otros dos. Un resultado altamente insatisfactorio. Un reino como el nuestro debe tener un único gobernante. Así que decidí seguir vivo sin efectos oficiales, cosa que les molesta mucho a todos, por supuesto. No daré a mis hijos la satisfacción de enterrarme, hasta que sólo quede uno para dirigir la ceremonia.

Se oyó un desagradable sonido chirriante. Dosflores supuso que pretendía ser una carcajada.

—Liessa —siguió la voz del mago muerto—. Mi hija. Su poder es el más fuerte, ¿sabes? Los dragones de mis hijos son incapaces de volar más de unos pocos kilómetros antes de desaparecer.

—¿Desaparecer? Ya noté que el dragón que nos trajo aquí era transparente —intervino Dosflores—. Admito que me pareció un poco extraño.

—Claro —dijo Greicha—. El poder sólo funciona cerca del Wyrmberg. Es la ley del cuadrado a la inversa, ¿sabes? Al menos, eso creo yo. Cuando los dragones vuelan más allá, empiezan a «consumirse». Si no fuera así, mi pequeña Liessa ya estaría dominando el mundo, que me lo digan a mí. Pero, bueno no debo retenerte más. Supongo que estarás deseando rescatar a tu amigo.

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