El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

La Muerte se encogió de hombros, un gesto particularmente expresivo en alguien cuya forma visible es un esqueleto.

—Cierto. Una vez les perseguí con denuedo —dijo—. Pero, por fin se me ocurrió que tarde o temprano todos los hombres deben morir. Al final, todo muere. «Pueden retrasarme, pero no evitarme», me dije. «¿Por qué preocuparse?»

—A mí tampoco se me puede evitar —señaló Sino.

—Eso dicen —replicó la Muerte, todavía sonriendo.

—¡Ya basta! —gritó Sino, al tiempo que se ponía en pie de un salto—. ¡Morirán!

Desapareció en una llamarada de fuego azul.

La Muerte asintió para sí misma y siguió con su trabajo. Unos minutos más tarde, consideró que el filo de la guadaña ya era satisfactorio. Se levantó, situó la hoja cerca de la vela que ardía en un extremo del banco y, con dos rápidos golpes, dividió la llama en tres mechas brillantes. La Muerte sonrió.

Poco más tarde, ensilló su corcel blanco, que vivía en un establo tras la casita de la Muerte. El animal le dedicó un relincho amistoso. Aunque tenía los ojos color escarlata, y los flancos como seda aceitosa, seguía siendo un caballo de carne y hueso y, con toda probabilidad, estaba mejor cuidado que la mayoría de las bestias de carga del Mundodisco. La Muerte no era un ama cruel. Pesaba muy poco y, aunque a veces cabalgaba con las alforjas llenas a rebosar, el contenido de éstas no tenía peso.

* * *

—¡Todos esos mundos…! —exclamó Dosflores—. ¡Es fantástico!

Rincewind gruñó, y siguió vagando por la habitación llena de estrellas. Dosflores se volvió hacia un complicado astrolabio, en el centro del cual se encontraba todo el sistema Gran A’Tuin-Elefantes-Mundodisco, labrado en latón e incrustado de piedras preciosas. A su alrededor giraban todas las estrellas y planetas, suspendidos de finos hilos de plata.

—¡Fantástico! —repitió.

De los muros que le rodeaban pendían las constelaciones, hechas de pequeñas perlas fosforescentes sobre grandes tapices de terciopelo negro. Así, la habitación y sus ocupantes tenían la impresión de flotar en el golfo interestelar. Varios atriles sostenían enormes diagramas y dibujos de Gran A’Tuin, visto desde diversos puntos de la Circunferencia. Allí aparecían, meticulosamente señalados a escala, todos los cráteres y marcas. Dosflores los contempló con una mirada soñadora en los ojos.

Rincewind estaba más que preocupado. Lo que más le preocupaba eran los dos trajes que colgaban de sendos soportes, en el centro de la habitación. Los examinó, intranquilo.

Parecían hechos de un fino cuero blanco. Tenían gran número de tiras y boquillas de latón, además de otros añadidos familiares y altamente sospechosos. Las perneras terminaban en unas botas altas de suelas gruesas, y al final de cada manga había un gran guantelete. Lo más extraño de todo eran los dos enormes cascos de cobre que, evidentemente, debían encajar sobre los pesados cuellos metálicos de los trajes. Casi con certeza, estos cascos no serían como protección, pues una espada ligera no tendría la menor dificultad para romperlos, aunque no tocara las ridículas ventanitas de cristal de la parte delantera. Cada casco se coronaba con una cresta de plumas blancas, que no contribuía en absoluto a mejorar su aspecto general.

Rincewind empezaba a tener una ligera sospecha sobre la utilidad de aquellos trajes.

Frente a ellos había una mesa cubierta con mapas estelares y trozos de pergamino llenos de cifras. Desde luego, quienquiera que fuese a llevar esos trajes, se dirigía valientemente a lugares donde no había viajado valientemente ningún hombre —aparte de un marinero sin suerte de cuando en cuando, que en realidad no contaba—. Y lo que sentía ahora no era una ligera sospecha, sino una terrible premonición.

Se dio la vuelta, y descubrió que Dosflores le miraba con una expresión especulativa.

—No… —empezó a decir Rincewind, apremiante.

Dosflores le ignoró.

—La diosa dijo que iban a enviar a dos hombres sobre el Borde —dijo, con los ojos brillantes—. ¿Recuerdas lo que comentó Tetis, que hacía falta algún tipo de protección? Los krullianos lo han conseguido. Estos trajes son una armadura espacial.

—Pues no parecen nada holgados —se apresuró a señalar el mago.

Agarró al turista por el brazo.

—Venga, vámonos, no tiene sentido que nos quedemos aquí.

—¿Por qué tienes que asustarte siempre? —preguntó Dosflores, malhumorado.

—Porque mi vida futura acaba de pasar ante mis ojos, y no ha tardado mucho, y si no te mueves ahora mismo te dejaré aquí, porque de un momento a otro vas a sugerir que nos pongamos…

La puerta se abrió.

Dos jóvenes fornidos entraron en la habitación. La única ropa que llevaban era un par de pantalones de lana por barba. Uno de ellos se secaba vigorosamente con una toalla. Los dos saludaron con la cabeza a los evadidos, sin ningún gesto de sorpresa.

El más alto de los dos se sentó en uno de los bancos, y se dirigió a Rincewind.

—¿Tyø yur åtl hø sooten gåtrunen? —preguntó.

Y fue extraño, porque aunque Rincewind se preciaba de conocer la mayoría de los idiomas hablados en la zona occidental del Mundodisco, era la primera vez que alguien se dirigía a él en krulliano, y no entendió ni una palabra. Tampoco entendió nada Dosflores, pero eso no le impidió dar un paso adelante y tomar aliento.

La velocidad de la luz a través de un aura mágica como la que rodeaba el Mundodisco era bastante escasa, no mucho más rápida que la velocidad del sonido en universos más prosaicos. Pero seguía siendo lo más rápido que existía, con la excepción, en algunos casos, de la mente de Rincewind.

Al momento, fue consciente de que el turista se disponía a demostrar su peculiar conocimiento de los idiomas, lo que significaba que iba a hablar muy alto y muy despacio en su propio lenguaje.

El codo de Rincewind salió disparado, quitándole la respiración a Dosflores. Cuando el hombrecillo le miró, dolorido y atónito, Rincewind le miró a los ojos, sacó una lengua imaginaria y se la cortó con unas tijeras igual de imaginarias.

El segundo quelonauta —porque tal era la profesión de los hombres cuyo sino era viajar en breve hacia Gran A’Tuin— alzó la vista de la mesa de los mapas y le miró, asombrado. Su alta frente heroica se frunció con el esfuerzo de encajar una frase.

—¿Hør yu latruin nør å? —insistió.

Rincewind sonrió, asintió y atrajo a Dosflores hacia sí mismo. Con un silencioso suspiro de alivio, advirtió que el turista se concentraba de repente en el enorme telescopio de latón que descansaba sobre la mesa.

—¡Sooten å! —ordenó el quelonauta sentado.

Rincewind asintió, sonrió, tomó uno de los grandes cascos de cobre del estante donde reposaban y lo descargó con todas sus fuerzas sobre la cabeza del hombre. El quelonauta se desplomó hacia adelante con un breve gruñido.

El otro quelonauta dio un sorprendido paso antes de que Dosflores le asestara un golpe de aficionado, pero igualmente efectivo, con el telescopio. El hombre se derrumbó sobre su colega.

Rincewind y Dosflores se miraron por encima de la carnicería.

—¡De acuerdo! —exclamó Rincewind, consciente de que había perdido en alguna especie de concurso, pero sin saber muy bien de qué se trataba—. No te molestes en decirlo. Ahí fuera hay alguien que espera que estos dos salgan con los trajes puestos de un momento a otro. Supongo que pensaron que éramos esclavos. Ayúdame a esconderlos detrás de las cortinas, y después… y después…

—…será mejor que nos pongamos los trajes —terminó Dosflores, al tiempo que recogía el segundo casco.

—Sí —suspiró Rincewind—. ¿Sabes una cosa? En cuanto vi los trajes, supe que terminaría dentro de uno. No me preguntes cómo lo supe. Supongo que porque era lo peor que podía suceder.

—Bueno, tú mismo dijiste antes que no teníamos manera de escapar —señaló Dosflores.

Su voz se perdía en parte, ya que se estaba poniendo el traje por la cabeza.

—Cualquier cosa antes de que nos sacrifiquen —terminó.

—En cuanto se presente la menor ocasión, saldremos corriendo —le advirtió Rincewind—. Así que no se te ocurra ninguna idea.

Metió un brazo por la manga del traje, e introdujo la cabeza en el casco. Por un momento, reflexionó que, ahí arriba, alguien velaba por él.

—Pues muchas gracias —musitó con amargura.

En los mismos límites de la ciudad y el país de Krull había un gran anfiteatro semicircular, con capacidad para varias decenas de miles de personas (sentadas).

* * *

El circo era sólo semicircular, por la muy elegante razón de que daba a la nube marina de la Catarata Periférica. Ahora, todos los asientos estaban ocupados, y la multitud comenzaba a impacientarse. Habían acudido para ver un doble sacrificio y el lanzamiento de una gran nave espacial de bronce. Ninguno de los acontecimientos se había materializado todavía.

El Archiastrónomo hizo un gesto al Maestro de Lanzamientos, para que se acercara a él.

—¿Y bien?

Dio a las cinco letras todo un léxico de furia y amenaza. El Maestro Controlador de Lanzamientos palideció.

—No hay noticias, señor —dijo—. Pero supongo que a su prominencia le agradará saber que Garhartra se está recuperando —añadió rápidamente, en un golpe de genialidad.

—Es un hecho que no tardará en lamentar —afirmó el Archiastrónomo.

—Sí, señor.

—¿Cuánto tiempo nos queda?

El Maestro de Lanzamientos observó el sol, que ascendía rápidamente.

—Treinta minutos, su prominencia. Después de ese tiempo, Krull quedará lejos de la cola de Gran A’Tuin, y el Viajero Viril se verá condenado a viajar por el golfo de la entrepata. Ya he fijado los controles automáticos para que…

—De acuerdo, de acuerdo —le interrumpió el Archiastrónomo, mientras le despedía con un gesto de mano—. El lanzamiento debe seguir adelante. Pero sigue vigilando las salidas, por supuesto. En cuanto atrapemos a esos malditos, tendré el gran placer de ejecutarlos en persona.

—Sí, señor. Esto…

El Archiastrónomo frunció el ceño.

—¿Tienes algo más que decir?

El Maestro Controlador de Lanzamientos tragó saliva. Todo aquel asunto era muy injusto para él. Era un mago práctico, no un diplomático, y por eso algunos de los cerebros más avispados habían decidido que le tocaría a él transmitir las noticias.

—Del mar ha surgido un monstruo, y está atacando los barcos del puerto —dijo—. Acaba de llegar un corredor con el aviso.

—¿Un monstruo grande? —preguntó el Archiastrónomo.

—No demasiado, señor, aunque dicen que es increíblemente feroz.

El gobernante de Krull y de la Circunferencia consideró un momento los hechos, y luego se encogió de hombros.

—El mar está lleno de monstruos —dijo—. Es uno de sus atributos principales. Que se encarguen de él. Y… ¡Maestro Controlador de Lanzamientos!

—¿Señor?

—Si tengo que sufrir una sola vejación más, recordarás que dos personas iban a ser sacrificadas. Puedo sentirme generoso e incrementar el número.

—Sí, señor.

El Maestro Controlador de Lanzamientos se alejó, aliviado de escapar de la vista del autócrata.

El Viajero Viril, que ya no era la cáscara de bronce negro que surgiera del molde unos días antes, descansaba sobre una torreta de madera en el centro del circo. Frente a la nave, unos raíles discurrían cuesta abajo hacia el Borde, donde ascendían bruscamente por espacio de unos metros.

El difunto Dáctilos Ojosdorados, que había diseñado tanto la plataforma de lanzamiento como el mismo Viajero Viril, había asegurado que este último toque serviría sólo para asegurarse de que la nave no chocaba contra ninguna roca al comenzar el largo descenso.

Se oyó una fanfarria de trompetas en un extremo del circo. Apareció la guardia de honor de los quelonautas, y la multitud les aclamó. Luego, salieron a la luz los dos exploradores vestidos de blanco.

El Archiastrónomo comprendió al momento que algo andaba mal. Por ejemplo, los héroes siempre caminaban de cierta manera. Desde luego, nunca se contoneaban como patos, y eso era exactamente lo que hacía uno de los quelonautas.

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