El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

La ciudad dividida de Ankh-Morpork era la más importante de todas las que bordeaban el Mar Circular. También era hogar de un buen número de bandas, gremios de ladrones, sindicatos y otras organizaciones por el estilo. Ésta era una de las razones de su prosperidad y riqueza. La mayoría de las personas humildes de la orilla Levo del río, en los laberínticos callejones de Morpork, complementaba sus magros ingresos desempeñando algún que otro puesto sin importancia para las diferentes bandas enfrentadas. Tanto era así que, cuando Hugh y Dosflores entraron en el patio del Tambor Roto, los jefes de buena parte de las bandas ya sabían que había llegado a la ciudad alguien que parecía tener un tesoro. Los informes de los espías más observadores incluían detalles sobre un libro que contaba al extranjero lo que tenía que decir, y de una caja que andaba sola. Estos hechos se descartaron inmediatamente. Ningún mago capaz de tales hechizos se acercaría a dos kilómetros de los muelles de Morpork.

Todavía era la hora en que la mayor parte de los ciudadanos se acababa de levantar o estaba a punto de meterse en la cama, así que había poca gente en el Tambor Roto para ver a Dosflores bajar por la escalera. Cuando el Equipaje apareció tras él, y empezó a descender confiadamente peldaño a peldaño, los clientes sentados junto a las toscas mesas de madera clavaron miradas de sospecha en sus vasos como un solo hombre.

Broadman estaba echando una bronca al pequeño troll que barría el bar cuando el trío pasó junto a él.

—¿Qué demonios es eso? —quiso saber.

—¡No hagas ningún comentario! —siseó Hugh.

Dosflores ya estaba pasando las hojas del libro.

—¿Qué hace éste con el libro? —preguntó Broadman, con los brazos en jarras.

—Le cuenta lo que tiene que decir. Ya sé que parece ridículo —murmuró Hugh.

—¿Cómo puede un libro contar a un hombre lo que debe decir?

—Deseo alojamiento, habitación, hospedaje, casa de huéspedes, pensión completa, ¿están limpias las habitaciones, una habitación con vistas, cuál es la tarifa por noche? —dijo Dosflores, sin pararse a respirar ni una vez.

Broadman miró a Hugh. El mendigo se encogió de hombros.

—Tiene mucho dinero —aseguró.

—Entonces, dile que serán tres monedas de cobre. Y esa Cosa tendrá que quedarse en los establos.

El extranjero hizo un ademán dubitativo.

Broadman alzó tres gruesos dedos enrojecidos, y el rostro del hombrecillo se iluminó repentinamente con la luz de la comprensión. Rebuscó en su bolsa y puso tres grandes monedas de oro en la mano de Broadman.

Broadman las contempló. Representaban aproximadamente cuatro veces el valor del Tambor Roto, personal incluido. Miró a Hugh. No podía esperar ayuda de él. Miró al extranjero. Tragó saliva con dificultad.

—Sí —dijo con una voz extrañamente aguda—. Y luego están las comidas, claro. Eh… comprendes, ¿no? Comidas. Tú comer. ¿No?

Hizo los gestos apropiados.

—¿Coer? —inquirió el hombrecillo.

—Algo así —respondió Broadman, que empezaba a sudar—. Anda, échale un vistazo al librito.

El extranjero abrió el libro y recorrió una página con el dedo. Broadman, que podía leer con cierto esfuerzo, atisbó la página por encima. Lo que vio no tenía sentido.

—Comeeer —dijo el hombrecillo—. Sí. Chuletas, salpicón, estofado, picadillo, ragú, fricandó, hamburguesa, tajada, souflé, pastel de fruta, manjar, sorbete, cereales, salsa, sin salsa, con guarnición, las alubias no me gustan, golosinas, mermelada, jamón. Menudillos de pollo.

Miró al tabernero.

—¿Todo eso? —preguntó débilmente Broadman.

—Siempre habla así —afirmó Hugh—. No me preguntes por qué. Simplemente, lo hace.

Todos los ojos de la habitación estaban clavados en el extranjero…, excepto el par perteneciente a Rincewind el mago, que estaba sentado en el rincón más oscuro de la sala, con una pequeña jarra de cerveza entre las manos.

Estaba mirando el Equipaje.

Observad a Rincewind.

Observadle. Huesudo y larguirucho, como la mayoría de los magos, y envuelto en una túnica color rojo oscuro que lleva unos cuantos signos cabalísticos místicos bordados en lentejuelas oxidadas. Cualquiera le habría tomado por un simple aprendiz de hechicero que había escapado de su maestro por rebeldía, aburrimiento, miedo o un gusto persistente por la heterosexualidad. Pero lleva al cuello la cadena con el octágono de bronce que le señala como alumno de la Universidad Invisible, cuyo campus trascendía el espacio y el tiempo, y nunca estaba exactamente Aquí o Allá. Los graduados solían salir como auténticos magos, pero Rincewind —tras un desafortunado acontecimiento— abandonó las aulas sabiendo sólo un hechizo, y ahora sobrevive en la ciudad explotando su talento innato para los idiomas. Evita trabajar por cuestión de principios, pero tiene un ingenio rápido que deja las mentes de sus conocidos a la altura de la de un roedor avispado. Y reconoce la madera de peral sabio cuando la ve. Ahora la está viendo, y no acaba de creerlo.

Con grandes esfuerzos y mucho tiempo, un archimago podía eventualmente conseguir un pequeño cayado hecho con la madera de un peral sabio. Estos árboles sólo crecían en lugares mágicos antiguos. Probablemente, sólo había un par de cayados así en todas las ciudades que bordeaban el Mar Circular. Un enorme baúl de peral sabio… Rincewind trató de asimilar la idea, y decidió que aunque la caja estuviera llena de ópalos estelares y varas de auricolato, el contenido no valdría ni la décima parte que el contenedor. Una vena empezó a palpitarle en la frente.

Se levantó y avanzó hacia el trío.

—¿Puedo ayudar en algo? —aventuró.

—Esfúmate, Rincewind —ladró Broadman.

—Sólo pensé que sería más útil dirigirse al caballero en su propio idioma —dijo amablemente el mago.

—Ya se las arregla muy bien solo —protestó el tabernero.

Pero retrocedió unos pasos.

Rincewind sonrió educadamente al extranjero e intentó unas palabras en chimero. Se enorgullecía de lo bien que hablaba aquel idioma, pero el extranjero se limitó a mirarle, perplejo.

—No servirá de nada —intervino Hugh, con tono de entendido—. Es el libro, ¿sabéis? Le cuenta lo que tiene que decir. Magia.

Rincewind probó el alto borograviano, el vanglemeshto, el sumtri e incluso el orugu negro, el idioma que no tiene nombres y sólo un adjetivo, que es obsceno. En cada caso, tropezó con una educada incomprensión. Ya desesperado, intentó el trob, y el rostro del hombrecillo se iluminó con una sonrisa encantada.

—¡Por fin! —dijo—. ¡Mi buen amigo! ¡Esto es muy notable!

(Aunque, en trob, la última palabra significaba de hecho «una cosa que sólo puede suceder una vez en la vida útil de una piragua vaciada diligentemente con hacha y fuego del tronco del árbol diamante más alto que crece en los famosos bosques de estos árboles en las laderas más bajas del Monte Awayawa hogar de los dioses del fuego o al menos eso se dice».)

—¿Qué ha sido eso? —inquirió Broadman, con tono sospechoso.

—¿Qué dice el tabernero? —quiso saber el hombrecillo.

Rincewind tragó saliva.

—Broadman, dos jarras de tu mejor cerveza, por favor —pidió.

—¿Le entiendes?

—Sí, claro.

—Dile… dile que es bienvenido. Dile que el desayuno cuesta… eh… una moneda de oro.

Por un momento, el rostro de Broadman reflejó la titánica pelea interna que estaba teniendo lugar.

—Eso incluye el tuyo —añadió luego, en un arranque de generosidad.

—Extranjero —dijo Rincewind en tono amigable—, si te quedas aquí, te habrán apuñalado o envenenado antes de la noche. Pero no dejes de sonreír, o lo mismo me pasara a mí.

—¡Oh, vamos! —replicó el extranjero, mirando a su alrededor—. Parece un lugar encantador. Una auténtica taberna morporkiana. ¡He oído tantas historias sobre ellas…! ¡Qué maravilla de vigas, tan antiguas! Y además, el precio es muy razonable.

Rincewind miró rápidamente a su alrededor, por si algún escape de hechizos en el Distrito de los Magos, al otro lado del río, les hubiera transportado momentáneamente a otro lugar. Pero no, seguían en el interior del Tambor, con sus paredes manchadas de humo, su suelo, mezcla de manchas de sangre y cucarachas anónimas, su cerveza amarga, que no se compraba, sino que se alquilaba por un rato. Intentó asimilar todo aquello a la palabra «encantador», o mejor dicho, a su equivalente en trob, que era «ese diseño extraño pero agradable que se encuentra en las casitas coralinas de los pigmeos comedores de esponjas en la península de Orohai».

Su mente se resintió del esfuerzo, y abandonó.

—Me llamo Dosflores —siguió el visitante, y extendió la mano.

Instintivamente, los otros tres bajaron la vista por si llevaba en ella una moneda.

—Encantado de conocerte —respondió Rincewind—. Yo soy Rincewind. Mira, lo decía en serio. Este lugar es muy duro.

—¡Perfecto! ¡Precisamente lo que quería!

—¿Eh?

—¿Qué es esto que hay en las jarras?

—¿Esto? Cerveza. Gracias, Broadman. Si, cerveza. Ya sabes, cerveza.

—¡Ah, esa bebida tan típica! Una moneda pequeña de oro será pago suficiente, ¿no crees? Quiero decir, ¿no se ofenderá el tabernero?

Ya la tenía medio fuera de la bolsa.

—Sssí —se atragantó Rincewind—. Quiero decir, no. No creo que se ofenda.

—Perfecto. Has dicho que éste es un lugar duro. ¿Te refieres a que lo frecuentan los héroes, los aventureros?

Rincewind calibró la pregunta.

—¿Sí? —consiguió decir.

—Excelente. Me gustaría conocer a alguno.

Al mago se le ocurrió una explicación.

—¡Ah! —dijo—, ¿has venido a contratar mercenarios, «guerreros que luchan para la tribu por un sustento de nueces de leche»?

—No, no, sólo quiero conocerlos. Para poder contarlo cuando vuelva a casa.

Rincewind pensó que, si se empeñaba en conocer a la mayor parte de la clientela del Tambor, Dosflores nunca volvería a casa. A menos que viviera río abajo y flotara por casualidad en esa dirección.

—¿Dónde está tu casa? —inquirió.

Advirtió que Broadman se había escabullido hacia alguna habitación trasera. Hugh les contemplaba con gesto de sospecha desde una mesa cercana.

—¿Has oído hablar de la ciudad Bes Palargic?

—Bueno, la verdad es que no estuve mucho tiempo en Trob. Iba de paso, ya sabes…

—¡Oh, no está en Trob! Hablo trob porque hay muchos marineros betrobi en nuestros puertos. Bes Palargic es el principal puerto marítimo del Imperio Ágata.

—Me temo que no he oído hablar de ese lugar.

Dosflores alzó las cejas.

—¿No? Pues es bastante grande. Navegas en dirección dextro desde las Islas Marrones durante una semana, y ahí está. Eh, ¿te encuentras bien?

Rodeó apresuradamente la mesa y palmeó al mago en la espalda. Rincewind se había atragantado con la cerveza.

¡El Continente Contrapeso!

* * *

A tres calles de distancia, un anciano dejó caer una moneda en un recipiente con ácido, y lo removió suavemente. Broadman aguardaba impaciente, intranquilo, en una habitación ruidosa a causa de los murciélagos y las redomas burbujeantes, con hileras de estantes llenos de formas oscuras que sugerían cráneos y otras imposibilidades.

—¿Y bien? —quiso saber.

—Estas cosas no se pueden hacer deprisa —respondió el anciano alquimista, quisquilloso—. El ensaye lleva tiempo. ¡Ah!

Sacudió el recipiente, donde la moneda yacía ahora en un remolino de color verde. Hizo algunos cálculos en un resto de pergamino.

—Excepcionalmente interesante —dijo al final.

—¿Es auténtico?

El anciano frunció los labios.

—Depende de lo que entiendas por auténtico —respondió—. Si lo que me preguntas es si esta moneda equivale a una de… pongamos cincuenta dólares, la respuesta es no.

—¡Lo sabía! —gimió el posadero. Echó a andar hacia la puerta.

—No estoy seguro de haberme explicado bien —le detuvo el alquimista.

Broadman se dio la vuelta, furioso.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, verás. Entre una cosa y otra, nuestras monedas acuñadas se han aguado bastante con los años. El contenido en oro de nuestra moneda corriente apenas llega a cuatro partes de doce, y el resto es plata, cobre…

—¿Y qué?

—He dicho que esta moneda no es como las nuestras. Es de oro puro.

Cuando Broadman se marchó corriendo, el alquimista se pasó un rato mirando al techo. Después, sacó un trozo pequeñísimo de pergamino muy delgado, rebuscó una pluma entre el caos que era su mesa de trabajo, y escribió un mensaje muy breve. Luego repasó sus jaulas de palomas blancas, gallos negros y otros animales de laboratorio. Sacó una rata de pelo lustroso de determinada jaula, enrolló el pergamino en un diminuto cilindro y lo ató a una pata trasera del animal, antes de soltarlo.

La rata olfateó el suelo un momento, antes de desaparecer por un agujero de la pared más lejana.

Aproximadamente al mismo tiempo, una adivina —hasta entonces poco afortunada— que vivía al otro lado de la manzana, miró por casualidad su bola de cristal, dejó escapar un gritito y, antes de una hora, había vendido todas sus joyas, varios instrumentos mágicos, la mayor parte de su ropa y casi todas las demás posesiones que no podía llevar convenientemente en el caballo más rápido que consiguió comprar. El hecho de que más tarde, cuando su casa se derrumbó bajo las llamas, ella muriera en una extraña avalancha en las Montañas Morpork, demuestra que también la Muerte tiene sentido del humor.

* * *

También, casi al mismo tiempo que la rata mensajera desaparecía en el laberinto de túneles que socavaban la ciudad, obedeciendo diligentemente un instinto milenario, el Patricio de Ankh-Morpork recogía las cartas recibidas aquella mañana vía albatros. Volvió a mirar pensativamente la primera del montón, y mandó llamar a su jefe de espías.

* * *

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