El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

Una vieja maleta pretendía devorarle.

Rjinswand se aferró al inconsciente Zweiblumen, que poco consuelo podía proporcionarle, y empezó a temblar como una hoja. Deseaba con todas sus fuerzas estar en cualquier otro lugar…

Hubo una repentina oscuridad.

Hubo un relámpago brillante.

La desaparición brusca de varios quintillones de átomos, de un universo en el que de todos modos no tenían derecho a estar, provocó al instante un desequilibrio en la armonía de la totalidad, que ésta intentó compensar a la desesperada, aunque acabó con unas cuantas subrealidades en el proceso. Grandes oleadas de magia pura hirvieron incontrolables bajo los mismos fundamentos del multiverso, y escaparon por cada ranura posible hacia dimensiones más tranquilas. A su paso, provocaron novas, supernovas, colisiones estelares, la emigración de bandadas de gansos y el hundimiento de continentes imaginarios. Al otro extremo del tiempo, algunos mundos presenciaron puestas de sol de un crepitante color octarino, cuando partículas con una fuerte carga mágica atravesaron rugientes la atmósfera. En el halo cometario que rodea el Sistema Gélido de Zeret, un noble cometa murió como un príncipe, atravesando en llamas el cielo.

Pero Rincewind no vio nada de todo esto. Agarraba al inerte Dosflores por la cintura, y se precipitaba hacia el mar del Mundodisco, a pocos cientos de metros bajo él. Ni siquiera los movimientos convulsivos de todas las dimensiones consiguieron quebrar la férrea Ley de la Conservación de la Energía: el breve viaje de Rjinswand en el avión había bastado para trasladarle muchos cientos de kilómetros en horizontal, y un par de miles de metros en vertical.

La palabra «avión» ardió un momento en la mente de Rincewind, antes de desaparecer.

¿Era un barco aquello que se divisaba abajo?

Las frías aguas del Mar Circular rugieron hacia él, y le recibieron en su abrazo verde y asfixiante. Un momento más tarde, otro objeto se estrelló contra el agua: era el Equipaje, que todavía portaba la poderosa runa del hechizo de transporte TWA.

Rincewind y Dosflores lo utilizaron como balsa.

CERCA DEL BORDE

Se había invertido gran cantidad de tiempo en la fabricación. Ahora estaba casi terminada, y los esclavos limpiaron los últimos restos de barro que quedaban en el casco exterior.

Otros esclavos se dedicaban diligentemente a frotar los flancos metálicos con arena de plata, y el bronce nuevo adquiría un brillo sedoso. Seguía caliente, pese a llevar ya una semana enfriándose en el foso de fundición.

El Archiastrónomo de Krull hizo un leve gesto con la mano, y sus porteadores depositaron el trono a la sombra del casco.

Parece un pez, pensó. Un gran pez volador. Pero… ¿de qué mares?

—Desde luego, es algo magnífico —susurro—. Una auténtica obra de arte.

—La nave —respondió el fornido hombre que le acompañaba.

El Archiastrónomo se volvió poco a poco y levantó la vista hacia el rostro impasible del hombre. A ningún rostro le cuesta demasiado parecer impasible cuando tiene dos esferas doradas en lugar de ojos. Además, las esferas brillaban de una manera desconcertante.

—La nave, sí. Arte puro —dijo el astrónomo con una sonrisa—. Supongo que eres el mejor artesano de naves de todo el Mundodisco, Ojosdorados. ¿Estoy en lo cierto?

El artesano tardó un momento en contestar. Su cuerpo desnudo —desnudo, esto es, a excepción de un cinturón de herramientas, un ábaco de pulsera y un bronceado intenso— se tensó al considerar las implicaciones de esta última frase. Los ojos dorados parecían mirar hacia algún otro mundo.

—La respuesta es a la vez sí y no —contestó al fin.

Algunos de los astrónomos menores, de pie tras el trono, se sobresaltaron ante tamaña falta contra la etiqueta, pero el Archiastrónomo no pareció advertirla.

—Sigue —pidió.

—Carezco de algunas habilidades fundamentales. Pero soy Ojosdorados Manodeplata Dáctilos —continuó el artesano—. Y construí los Guerreros Metálicos que guardan la Tumba de Pitchiu, diseñé los Embalses de Luz del Gran Nef, y construí el Palacio de los Siete Desiertos. Pero… —Se rozó uno de los ojos, que dejó escapar un ligero tintineo—, cuando construí el ejército gólem para Pitchiu, éste me cubrió de oro y luego hizo que me sacaran los ojos, para que no pudiera crear ninguna otra obra que rivalizara con la que hice para él.

—Sabio, pero cruel —señaló compasivo el Archiastrónomo.

—Cierto. Así que aprendí a escuchar el temple de los metales, y a ver con los dedos. Aprendí a distinguir las menas por el sabor y el olor. Fabriqué estos ojos, pero no me sirven para ver. Más tarde, se me llamó para construir el Palacio de los Siete Desiertos, tras lo cual el Emir me cubrió de plata antes de cortarme la mano derecha, cosa que no me sorprendió del todo.

—Un grave inconveniente, considerando tu trabajo —asintió el Archiastrónomo.

—Utilicé parte de la plata para hacerme esta nueva mano, y apliqué en su fabricación mi insuperable conocimiento sobre palancas y fulcros. Con eso me basta. Después, creé el primer gran Embalse de Luz, con una capacidad de 50.000 horas de luz diarias. Los consejos tribales del Gran Nef me cubrieron de sedas finas, antes de encerrarme para que no escapara jamás. Me tomé la molestia de utilizar la seda y algo de bambú para construir una máquina voladora, con la que me lancé desde la torreta más alta de mi prisión.

—Tras lo cual, y tras varios incidentes, llegaste a Krull —terminó el Archiastrónomo—. Cualquiera pensaría que otro tipo de trabajo (el cultivo de lechugas, por ejemplo) conllevaría menos riesgo de morir por partes. ¿Por qué insistes en practicar tu profesión?

Ojosdorados Dáctilos se encogió de hombros.

—Se me da bien —respondió.

El Archiastrónomo contempló de nuevo el pez de bronce, que brillaba como un gong bajo el sol del mediodía.

—Qué belleza —musitó—. Y es algo único. Acércate, Dáctilos. Recuérdame qué te prometí como recompensa.

—Me pediste que diseñara un pez para nadar por los mares espaciales que se extienden entre los mundos —entonó el maestro artesano—. A cambio de eso…, a cambio…

—¿Sí? Mi memoria ya no es lo que era —ronroneó el Archiastrónomo, mientras tocaba el bronce cálido.

—A cambio —siguió Dáctilos, al parecer sin demasiadas esperanzas—, me dejarías libre y te abstendrías de cortar ninguno de mis apéndices. No quiero ningún tesoro.

—Ah, sí, ya lo recuerdo. —El anciano alzó una mano surcada de venas azules—. Mentí —añadió.

Sólo se oyó un ligero silbido, y el hombre de ojos dorados se tambaleó. Luego, bajó el rostro hacia la punta de flecha que le sobresalía del pecho. Una gota de sangre le floreció entre los labios.

En toda la plaza no se oyó un ruido (aparte del bordoneo de algunas moscas expectantes) cuando alzó muy despacio su mano de plata y tocó la punta de la flecha.

Dáctilos gruñó.

—Un trabajo chapucero —dijo, y se derrumbó hacia atrás.

El Archiastrónomo empujó el cadáver con la punta del pie, y suspiró.

—Habrá un breve período de duelo y luto, como corresponde a un maestro artesano —anunció.

Observó cómo un moscardón azul se posaba sobre uno de los ojos dorados, antes de levantar el vuelo, sorprendido.

—Ya es suficiente —dijo el Archiastrónomo.

Llamó a un par de esclavos para que se llevaran el cadáver.

—¿Están preparados los quelonautas? —preguntó.

El maestro controlador de lanzamientos dio un paso al frente.

—Por supuesto, su prominencia —respondió.

—¿Se han entonado las plegarias adecuadas?

—Más o menos, su prominencia.

—¿Cuánto falta para la partida?

—Para el lanzamiento —le corrigió con cautela el maestro de lanzamientos—. Tres días, su prominencia. La cola del Gran A’Tuin estará en una posición inmejorable.

—Entonces, lo único que falta —concluyó el Archiastrónomo—, es averiguar cuáles serán los sacrificios más apropiados.

El maestro lanzador hizo una reverencia.

—El océano proveerá —dijo.

El anciano sonrió.

—Como siempre —señaló.

* * *

—¡Si supieras navegar…

—¡Si supieras manejar el timón…!

Una ola barrió la cubierta. Rincewind y Dosflores se miraron el uno al otro.

—¡Sigue achicando! —gritaron al unísono, al tiempo que cogían los cubos.

Tras un rato, la voz quisquillosa le llegó desde la cabina inundada.

—No sé por qué tiene que ser culpa mía —dijo.

Tendió otro cubo hacia arriba, y el mago lo vació por la borda.

—¡Porque se suponía que estabas vigilando! —le espetó Rincewind.

—¡Yo fui el que nos salvó a los dos de los tratantes de esclavos! —exclamó Dosflores.

—Preferiría ser un esclavo antes que un cadáver —replicó el mago.

Se irguió y miró el mar. Parecía asombrado. Era un Rincewind muy diferente del que escapara del incendio de Ankh-Morpork, unos seis meses antes. Por ejemplo, tenía muchas más cicatrices, y muchos más viajes a sus espaldas. Había visitado las tundras del Eje, había observado las curiosas costumbres de muchos pueblos pintorescos —obteniendo invariablemente más cicatrices por el camino— y, durante unos días que jamás olvidaría, había viajado por el legendario Océano Deshidratado, en el corazón de ese desierto tan increíblemente seco que es el Gran Nef. También llegó a ver montañas flotantes de hielo, en un mar mucho más frío y húmedo. Había cabalgado a lomos de un dragón imaginario. Había estado a punto de pronunciar el hechizo más poderoso del disco. Había…

Desde luego, el horizonte era mucho más pequeño de lo que debería ser.

—¿Hummm? —dijo Rincewind distraído.

—He dicho que no hay nada peor que la esclavitud —repitió Dosflores.

Se quedó boquiabierto cuando el mago lanzó el cubo al mar, lo más lejos posible. El rostro de Rincewind era una máscara gris.

—Mira, siento haber hecho que nos estrelláramos contra los arrecifes, pero parece que este bote no quiere hundirse, y tarde o temprano llegaremos a tierra —le tranquilizó Dosflores—. Esta corriente debe de dirigirse a alguna parte.

—Echa un vistazo al horizonte —dijo Rincewind con voz átona.

Dosflores miró de reojo.

—Yo creo que está bien —respondió tras un momento—. Admito que parece un poco más corto que de costumbre, pero…

—Es por la Catarata Periférica —señaló Rincewind—. La corriente nos arrastra hacia el borde del mundo.

Hubo un largo silencio, roto sólo por el batir de las olas cuando la corriente hizo girar un poco el barco zozobrante. Ya era bastante fuerte.

—Seguramente, por eso chocamos contra los arrecifes —añadió Rincewind—. Nos salimos del rumbo durante la noche.

—¿Quieres comer algo? —preguntó Dosflores.

Empezó a hurgar en el paquete que había atado a la barandilla, a salvo de la humedad.

—¿Es que no lo entiendes? —ladró Rincewind—. ¡Maldita sea, vamos a caer por el Borde!

—¿No podemos hacer nada para evitarlo?

—¡No!

—Entonces, no tiene sentido que nos pongamos nerviosos —replicó Dosflores con tranquilidad.

—¡Sabía que no debíamos navegar tanto tiempo en dirección al Borde! —se quejó Rincewind, mirando al cielo—. Ojalá…

—Ojalá tuviera mi caja de dibujos —suspiró Dosflores—. Pero se quedó en el barco de los tratantes de esclavos, con el resto del Equipaje y…

—Allí donde vamos, no necesitarás equipaje —afirmó Rincewind.

Se dejó caer y observó con tristeza a una ballena lejana, que se había aventurado por descuido en la corriente de la Periferia, y ahora luchaba contra ella.

Una línea blanca señalaba el horizonte, y al mago le pareció oír un rugido distante.

—¿Qué pasa cuando un barco cae por la Catarata Periférica? —le preguntó Dosflores.

—¿Quién sabe?

—Bueno, en ese caso, quizá naveguemos por el espacio hasta aterrizar en otro mundo. —Una mirada soñadora iluminó los ojos del hombrecillo—. Eso me gustaría —añadió.

Rincewind bufó.

El sol se alzó en el cielo. Allí, cerca del Borde, era considerablemente más grande. Los dos se quedaron de pie, con la espalda apoyada en el mástil, inmersos en sus propios pensamientos. De vez en cuando, por alguna razón no demasiado concreta, uno de los dos cogía un cubo e intentaba achicar algo de agua.

El mar que les rodeaba estaba cada vez más atestado. Rincewind vio varios troncos de árboles que viajaban a la misma velocidad que ellos. Bajo la superficie del agua, se encontraban toda clase de peces. Claro, la corriente debía de estar repleta de comida arrancada a los continentes cercanos al Eje. Se preguntó qué clase de vida se desarrollaría allí, teniendo que nadar constantemente para seguir en el mismo lugar. Decidió que se parecería bastante a la suya. Vio una ranita verde, que luchaba desesperada contra la garra de la corriente inexorable. Para diversión de Dosflores, Rincewind tomó un remo y lo extendió cuidadosamente hacia el pequeño anfibio. La rana subió, agradecida. Un momento más tarde, un par de mandíbulas surgieron del agua y se cerraron impotentes sobre el punto donde un momento antes nadaba el animalito.

Autore(a)s: