El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

Espontáneamente, el Hechizo brotó en su mente. No se podía decir que lo hubiera aprendido. Más bien el Hechizo le había aprendido a él. El episodio había terminado con su expulsión de la Universidad Invisible porque, por una apuesta, se había atrevido a abrir las páginas del último ejemplar existente del grimorio del propio Creador, el Octavo, mientras el encargado de la biblioteca universitaria estaba distraído. El Hechizo había saltado de la página para enterrarse instantánea y profundamente en su cerebro, de donde no fueron capaces de sacarlo ni los talentos combinados de toda la Facultad de Medicina. Tampoco podían estar seguros de cuál era concretamente, aunque sabían que se trataba de uno de los Ocho Hechizos Básicos, que estaban intrincadamente entrelazados con el tejido del espacio y el tiempo.

Desde entonces, cada vez que Rincewind se veía perseguido o amenazado, el Hechizo mostraba una preocupante tendencia a intentar ser pronunciado.

El mago apretó los dientes, pero la primera sílaba se abrió camino por una comisura de su boca. La mano izquierda se le levantó involuntariamente y, cuando la fuerza mágica le envolvió, empezó a despedir chispas octarinas…

El Equipaje dobló la esquina, con sus cientos de rodillas moviéndose como pistones.

Rincewind se atragantó. El Hechizo murió sin ser pronunciado.

La caja no parecía molesta en absoluto por la alfombra ornamental que la cubría torpemente, ni por el ladrón que arrastraba, atrapado por un brazo bajo la tapa. Este último era un peso muerto, en todo el sentido de la palabra. En otro punto de la tapa se veían los restos de dos dedos, de propietario desconocido.

El Equipaje se detuvo a escasos metros del mago y, por un momento, contrajo las patas. Rincewind no le veía los ojos por ningún lado, pero estaba seguro de que el baúl le estaba mirando. Expectante.

—Largo de aquí —dijo débilmente.

No funcionó, pero la tapa se abrió con un chasquido, liberando al ladrón muerto.

Rincewind recordó el oro. Seguramente, la caja necesitaba un dueño. ¿Le había adoptado a él, en ausencia de Dosflores?

La marea estaba subiendo, y empezaban a verse desperdicios flotando corriente abajo en el amarillento atardecer, en dirección a la Puerta del Río, a cien metros escasos. Sólo le costó un momento mandar al difunto ladrón a reunirse con ellos. Aunque lo encontraran más tarde, no habría comentarios. Y los tiburones del estuario estaban acostumbrados a comidas abundantes y regulares.

Rincewind observó cómo se alejaba el cadáver, mientras calculaba su próximo movimiento. Probablemente, el Equipaje flotaba. Sólo tenía que esperar hasta el ocaso, y partir con la marea. Había muchos lugares solitarios río abajo, donde podría saltar a la orilla, y… bueno, si el Patricio había enviado de verdad el mensaje sobre él, un cambio de ropa y un afeitado acabarían con el problema. En cualquier caso, había otras tierras, y él tenía facilidad para los idiomas. Si llegaba a Quimera, Gonim o Escalpón, ni media docena de ejércitos podría traerle de vuelta. Y luego…, riqueza, comodidades, seguridad…

Quedaba el problema de Dosflores, por supuesto. Rincewind se permitió un momento de tristeza.

—Podía haber sido peor —dijo, a modo de despedida—. Podía haber sido yo.

Pero, cuando intentó moverse, descubrió que la túnica se le había quedado atrapada en algún obstáculo.

Miró hacia abajo y vio que la tapa del Equipaje la tenía firmemente agarrada por el borde.

* * *

—¡Ah, Gorphal! —dijo el Patricio con voz agradable—. Entra, siéntate. ¿Puedo ofrecerte una estrella de mar confitada?

—Estoy a tu entera disposición, señor —respondió tranquilamente el anciano—. Excepto, quizá, en el asunto de los equinodermos confitados.

El Patricio se encogió de hombros y le señaló el rollo de pergamino que se encontraba sobre la mesa.

—Léelo —indicó.

Gorphal tomó el documento y alzó una ceja a la vista de los familiares ideogramas del Imperio Dorado. Leyó en silencio durante cosa de un minuto, y luego volvió el pergamino para estudiar minuciosamente el sello del reverso.

—Tienes fama de experto en los asuntos del Imperio —dijo el Patricio—. ¿Puedes explicarme esto?

—Para conocer al Imperio, no es tan importante centrarse en hechos concretos como tratar de comprender cierta manera de pensar —señaló el anciano, diplomático—. El mensaje es curioso, sí, pero no sorprendente.

—Esta mañana el Emperador me ordenó —el Patricio se permitió el lujo de un gesto malhumorado—, me ordenó, Gorphal, proteger a ese tal Dos Flores. Ahora, parece que debo matarle. ¿No crees que es sorprendente?

—No. El Emperador no es más que un niño. Es… idealista. Agudo. Un dios para su pueblo. Por tanto, la carta de esta tarde procede, si mucho no me equivoco, de Nueve Espejos Girantes, el Gran Visir. Ha envejecido al servicio de muchos emperadores. Los considera un ingrediente necesario, aunque agotador, para el buen funcionamiento del Imperio. No le gustan las cosas fuera de su lugar. El Imperio no se construyó dejando que las cosas se salieran de su sitio. Ese es su punto de vista.

—Empiezo a comprender… —asintió el Patricio.

—Ya. —Gorphal sonrió para sí mismo—. Este turista es una cosa fuera de su sitio. Tras acceder a los deseos de su señor, estoy casi seguro de que Nueve Espejos Girantes haría sus propios acuerdos, destinados a asegurarse que no se permite volver a casa a un vagabundo; quizá llevaría consigo enfermedades, o insatisfacciones. Al Imperio le gusta que la gente se quede allí donde la ponen. Así que lo mejor es que ese Dosflores desaparezca en tierras bárbaras. O sea, aquí señor.

—¿Y qué me aconsejas? —preguntó el Patricio.

Gorphal se encogió de hombros.

—Creo que no debes hacer nada. Sin duda, las cosas se resolverán por sí mismas. —Se rascó la oreja, pensativo—. Aunque quizá el Gremio de Asesinos…

—¡Ah, sí! —recordó el Patricio~. El Gremio de Asesinos. ¿Quién es el presidente ahora?

—Zlorf Flannelfoot, señor.

—¿Te importaría charlar con él?

—Cómo no, señor.

El Patricio asintió. Era un gran alivio. Estaba de acuerdo con Nueve Espejos Girantes, la vida ya era bastante complicada. La gente debería quedarse donde la ponían.

* * *

Brillantes constelaciones resplandecieron sobre el Mundodisco. Uno a uno, los comerciantes cerraron sus establecimientos. Uno a uno, los atracadores, ladrones, estranguladores, putas, ilusionistas, reincidentes y revientapisos, despertaron y desayunaron. Los magos se dedicaron a sus asuntos polidimensionales. Aquella noche entraban en conjunción dos planetas poderosos, y el aire sobre el Distrito de los Magos ya chispeaba con los primeros hechizos.

—Mira —dijo Rincewind—, así no llegaremos a ninguna parte.

Se desplazó unos centímetros hacia un lado. El Equipaje le siguió fielmente, con la tapa entreabierta, amenazadora. Por un momento, Rincewind consideró la desesperada idea de saltar para ponerse a salvo. La tapa chasqueó de anticipación.

En cualquier caso, se dijo a sí mismo con el corazón en un puño, el maldito cacharro le seguiría otra vez. Tenía cara de eso. Aunque consiguiera un caballo, tenía la desagradable sospecha de que le seguiría a su propio paso. Interminablemente. Cruzando a nado ríos y océanos. Ganando un poco de terreno cada noche, mientras él tenía que detenerse a dormir. Y llegaría el día, años más tarde, en alguna ciudad exótica, en que oiría el sonido de cientos de pies diminutos corriendo camino abajo en dirección a él…

—¡Te has equivocado de hombre! —gimió—. ¡No es culpa mía! ¡Yo no le he secuestrado!

La caja se movió ligeramente hacia adelante. Ahora sólo quedaba una estrecha franja de espigón grasiento entre los talones de Rincewind y el río. Un relámpago de precognición le informó de que la caja podría nadar más deprisa que él. Intentó no imaginar cómo sería ahogarse en el Ankh.

—Supongo que sabes que no se detendrá hasta que te rindas —dijo en tono coloquial una vocecilla.

Rincewind bajó la vista hacia el iconógrafo, que aún llevaba colgado del cuello. La trampilla estaba abierta, y el bomúnculo se asomaba por el marco, fumando en pipa y observando los acontecimientos con gesto divertido.

—Al menos caerás al agua conmigo —dijo Rincewind entre dientes.

El duende se saco la pipa de la boca.

—¿Qué has dicho? preguntó.

—¡He dicho que caerás conmigo, maldita sea!

—Como quieras. —El duende tamborileó los dedos contra un lado de la caja, en un gesto preñado de sentido—. Veremos quién se hunde primero.

El Equipaje bostezó, y se adelantó una fracción de centímetro más.

—¡De acuerdo, de acuerdo! —exclamó Rincewind, irritado—. Pero tendrás que darme tiempo para pensar.

El Equipaje retrocedió lentamente. Rincewind se situó a una distancia razonablemente segura de la orilla, y se sentó con la espalda apoyada en un muro. Al otro lado del río brillaban las luces de la ciudad de Ankh.

—Eres un mago —comentó el duende de las pinturas—. Se te ocurrirá alguna manera de rescatarle.

—Me temo que, como mago, no soy gran cosa.

—Puedes dejarte caer sobre cada uno de ellos y transformarles en gusanos —siguió el duende, alentador, ignorando la última frase.

—No. Convertir En Animales es un hechizo de Octavo Nivel. Yo ni siquiera terminé el entrenamiento. Sólo conozco un hechizo.

—Bueno, con eso bastará.

—Lo dudo —dijo Rincewind sin esperanzas.

—¿Para qué sirve?

—No podría decirlo. La verdad, prefiero no hablar del tema. Pero, con franqueza —suspiró—, ningún hechizo sirve de gran cosa. Tardas tres meses en memorizar hasta el más sencillo, y luego, una vez lo usas, ¡puf!, desaparece. Eso es lo estúpido de la magia, ¿sabes? Te pasas veinte años aprendiendo el hechizo que hace aparecer vírgenes desnudas en tu dormitorio y, cuando lo consigues, estás tan envenenado por los vapores de mercurio, tan ciego de leer grimorios viejos, que no te acuerdas de lo que viene después.

—Nunca lo había imaginado así —dijo el duende.

—Oye, mira, todo esto es un error. Cuando Dosflores dijo que tenían una magia mejor en el Imperio, pensé… pensé…

El duende le miró, expectante. Rincewind se maldijo.

—Bueno, si quieres que te diga la verdad, no creo que dijera «magia». No exactamente.

—Entonces, ¿qué hay allí?

Rincewind empezaba a sentirse verdaderamente desdichado.

—No sé —respondió—. Un sistema mejor para hacer las cosas, supongo. Algo con un poco de sentido. Domar… domar los relámpagos, o algo así.

El duende le dedicó una mirada amable pero compasiva.

—Los relámpagos son las lanzas que arrojan los gigantes del trueno cuando pelean —dijo suavemente—. Un hecho meteorológico establecido. No se pueden domar.

—Ya lo sé —asintió Rincewind, deprimido—. Supongo que ahí está el fallo del argumento.

El duende asintió y desapareció en las profundidades del iconógrafo. Momentos más tarde, Rincewind percibió el olor del beicon al freírse. Aguardó hasta que su estómago no pudo soportar más tiempo la tensión, y llamó con un dedo en la caja. El duende reapareció.

—He estado pensando en lo que has dicho —le espetó, antes de que Rincewind tuviera ocasión de abrir la boca—. Y, aunque lo pudieras domar y ponerle un arnés, ¿cómo conseguirías que tirase de un carro?

—¿De qué demonios hablas?

—Del relámpago. Sube y baja. Tú quieres que vaya hacia adelante, no de arriba abajo. Y además, seguro que quemaría el arnés.

—¡Me importan un rábano los relámpagos! ¿Cómo voy a pensar con el estómago vacío?

—Come algo. Es lo más lógico.

—¿Cómo? ¡Cada vez que me muevo, esta maldita caja me enseña las bisagras!

Como si le hubiera dado pie, el Equipaje abrió bien las mandíbulas.

—¿Lo ves?

—No intenta morderte —señaló el duende—. Lleva comida ahí dentro. Muerto de hambre, no le servirías de nada.

Rincewind atisbó en los oscuros rincones del Equipaje. Cierto: entre el caos de cajas y bolsas de oro había varias botellas y paquetes envueltos en papel grasiento. Dejó escapar una carcajada cínica, caminó por los alrededores del espigón hasta que encontró un trozo de madera del largo adecuado, lo introdujo con toda la educación posible en la rendija entre la tapa y la caja, y sacó uno de los paquetes planos.

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