El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

EL SEÑUELO DEL WYRM

La llamaban Wyrmberg, y se alzaba casi ochocientos metros por encima de un valle verde: era una montaña enorme, gris y puesta del revés.

En la base sólo medía unos metros de diámetro, pero luego se alzaba hacia las nubes rizadas, curvándose suavemente hacia afuera como una trompeta invertida, hasta truncarse en una meseta de casi cuatrocientos metros de diámetro. Allí arriba había un pequeño bosque, y la maleza caía en cascada por el borde. También había edificios, e incluso un riachuelo que caía en una catarata tan azotada por el viento que llegaba al suelo en forma de lluvia.

Pocos metros por debajo de la plataforma, se divisaban también las entradas de muchas cuevas. Todas tenían un aspecto regular, como abiertas groseramente a mano, de manera que en aquella clara mañana otoñal, el Wyrmberg se alzaba entre las nubes como un palomar gigantesco.

Pero eso significaría que las «palomas» tenían una envergadura de alas de unos cuarenta metros.

* * *

—Lo sabía —dijo Rincewind—. Estamos en un campo de gran fuerza mágica.

Dosflores y Hrun miraron a su alrededor a la pequeña hondonada donde se habían detenido para almorzar. Luego, se miraron el uno al otro.

Los caballos pastaban tranquilamente la sabrosa hierba junto al arroyo. Mariposas amarillas revoloteaban entre los arbustos. Olía a romero, y el aire se llenaba con el zumbido de las abejas. En el asador, los jabalíes se tostaban poco a poco.

Hrun se encogió de hombros y siguió ungiéndose los bíceps. Ya le brillaban.

—Por mí… —respondió.

—Tira una moneda al aire —pidió Rincewind.

—¿Qué?

—Venga, tira una moneda.

—Okey —accedió Hrun—. Si con eso te conformas…

Se metió la mano en la bolsa y sacó un puñado de cambio, saqueado en una docena de reinos. Con cierta cautela, eligió un cuarto de ioto plúmbeo de Zchloty, y se lo puso sobre la purpúrea uña del pulgar.

—Elige —dijo—. Cara o… —Inspeccionó el reverso con un gesto de concentración intensa— una especie de pescado con patas.

—Cuando esté en el aire —respondió Rincewind.

Hrun sonrió y movió el pulgar.

El ioto se elevó, girando.

—Canto —eligió Rincewind, sin mirar.

* * *

La magia nunca muere, sólo desaparece.

En ningún lugar de la amplia extensión azul del Mundodisco era esto más evidente que en aquellas zonas donde se desarrollaron las grandes batallas de las Guerras Mágicas, muy poco después de la Creación. En aquellos días, la magia en estado puro estaba al alcance de cualquiera, y los Primeros Hombres no tuvieron ningún inconveniente en utilizarla en su guerra contra los Dioses.

Los orígenes concretos de las Guerras Mágicas se pierden en las nieblas del Tiempo. Pero los filósofos del disco creen que, comprensiblemente, los Primeros Hombres perdieron la cabeza poco después de su creación. Las batallas ulteriores fueron gigantescas y pirotécnicas: el sol giró por el cielo, los mares hirvieron, extrañas tormentas azotaron la tierra, palomitas blancas aparecieron en la ropa de la gente, y la estabilidad del disco (que, recordemos, viajaba por el espacio sobre los lomos de cuatro elefantes montados en una tortuga gigante) se vio en peligro. Los Altos Antiguos, ante quienes hasta los dioses tenían que responder, tomaron drásticas cartas en el asunto. Los dioses se vieron relegados a las zonas superiores, los hombres fueron recreados bastante más pequeños, y buena parte de la vieja magia fue arrancada de la tierra.

Esto no resolvió el problema de aquellas zonas del disco que, durante las guerras, habían sufrido el impacto directo de un hechizo. La magia fue desvaneciéndose lentamente, a lo largo de los milenios. Y, al descomponerse, liberó miríadas de partículas subastrales que distorsionaron gravemente la realidad circundante…

* * *

Rincewind, Dosflores y Hrun contemplaron la moneda.

—Sí, ha caído de canto —dijo Hrun—. Bueno, eres un mago. ¿Y qué?

—No hago… esa clase de hechizos.

—Quieres decir que no puedes hacerlos.

Rincewind le ignoró, porque era verdad.

—Inténtalo otra vez —sugirió.

Hrun sacó un puñado de monedas.

Las dos primeras cayeron de la manera habitual. Igual que la cuarta. La tercera aterrizó de canto y se mantuvo en equilibrio. La quinta se transformó en un pequeño escarabajo amarillo, que huyó enseguida. La sexta, antes de alcanzar el cenit, desapareció con un sonido agudo. Un momento después, se oyó un trueno.

—¡Eh, que ésa era la plata! —exclamó Hrun, poniéndose de pie y alzando la vista—. ¡Haz que vuelva!

—No sé dónde ha ido —dijo débilmente Rincewind—. Lo más probable es que todavía siga acelerando. Las que tiré al aire esta mañana aún no han bajado.

Hrun seguía mirando al cielo.

—¿Cómo? —preguntó Dosflores.

Rincewind suspiró. Era lo que se temía.

—Hemos entrado en una zona con un alto índice de magia. No me preguntes cómo. Había una vez un campo mágico verdaderamente poderoso que debió de generarse aquí, y estamos notando los efectos secundarios.

—Exacto —dijo un arbusto al pasar.

Hrun bajó la cabeza bruscamente.

—¿Quieres decir que estamos en uno de «esos» lugares? —le preguntó—. ¡Vámonos de aquí!

—Seguro —asintió Rincewind—. Si volvemos sobre nuestras huellas, quizá lo consigamos. Podemos detenernos cada kilómetro, más o menos, para lanzar una moneda.

Se levantó rápidamente y empezó a guardarlo todo en las alforjas.

—¿Qué? —preguntó Dosflores.

Rincewind se detuvo.

—Mira —saltó, al límite de su paciencia—. No discutas. Vámonos.

—Este lugar no está mal —dijo Dosflores—. Un poco despoblado, nada más…

—Sí —asintió Rincewind—, ¿no es extraño? ¡Vámonos!

Hubo un ruido muy por encima de sus cabezas, como un látigo de cuero contra una roca húmeda. Algo cristalino y confuso pasó por encima de Rincewind, levantando una nube de cenizas del fuego. La carcasa del jabalí salió disparada del asador y subió como un cohete hacia el cielo.

Se desvió para evitar un grupo de árboles, enderezó el rumbo, describió un círculo cerrado y se precipitó hacia el Eje, dejando un rastro de gotas de grasa.

* * *

—¿Qué hacen ahora? —preguntó el anciano. La joven miraba el cristal de adivinación.

—Van hacia la periferia a toda velocidad —informó—. Por cierto, todavía llevan esa caja con patas.

El anciano dejó escapar una risita: un sonido extraño y turbador en la cripta oscura y polvorienta.

—Peral sabio —dijo—. Muy notable. Sí, creo que nos lo quedaremos. Por favor, querida, encárgate de ello… antes de que salgan del alcance de tu poder.

—¡Silencio o…!

—¿O qué, Liessa? —rió el anciano (en aquella penumbra, su manera de sentarse en la silla de piedra, desmadejado, tenía algo de raro)—. Ya me has matado una vez, ¿recuerdas?

La chica gruñó, se levantó y se sacudió el pelo, furiosa. Tenía la cabellera rojiza con destellos dorados. De pie, Liessa Wyrmbidder era un espectáculo magnifico. Estaba casi desnuda, a excepción de un par de retales de ligerísima cota de mallas y las botas de montar, de piel iridiscente de dragón. En una bota, llevaba prendida la fusta: de lo más normal, si se tenía en cuenta que medía tanto como una lanza, y llevaba pequeñas láminas de acero en la punta.

—Mi poder será más que suficiente —dijo con frialdad.

La figura borrosa pareció asentir, o al menos mover la cabeza.

—Eso me dices siempre —señaló.

Liessa gruñó de nuevo y salió de la habitación a zancadas.

Su padre no se molestó en mirar cómo se alejaba. Una de las razones era que; como llevaba tres meses muerto, sus ojos no estaban en el mejor estado posible. La otra era que, como mago —aun siendo un mago muerto de nivel quince—, sus nervios ópticos llevaban mucho tiempo sintonizados para ver niveles y dimensiones muy lejanas de la realidad corriente, y no servían de mucho para observar lo mundanal. (Durante su vida, los demás los vieron con ocho facetas, y extrañamente insectibles.) Además, como ahora estaba suspendido en el estrecho espacio entre el mundo de los vivos y el mundo sombrío y oscuro de la Muerte, podía ver la Causalidad entera. Por eso, aparte de albergar una ligera esperanza de que esta vez muriera su retorcida hija, no dedicó sus considerables poderes a averiguar más cosas sobre los tres viajeros que se alejaban al galope, desesperadamente, de su reino.

* * *

A muchos cientos de metros, Liessa, que estaba de un humor extraño, bajaba a zancadas los gastados escalones que llevaban al corazón hueco del Wyrmberg, seguida por una docena de Jinetes. ¿Sería ésta la oportunidad? Quizá allí estaba la llave para abrir la cerradura, la llave del trono del Wyrmberg. Por supuesto, era suya por derecho, pero la tradición decía que sólo un hombre podía regir el Wyrmberg. Eso enfurecía a Liessa. Y, cuando estaba furiosa, sus dragones salían especialmente grandes y espantosos.

Si tuviera un hombre, las cosas serían diferentes. Un hombre que, preferentemente, fuera un tipo grande, sin fondos y de escasa inteligencia. Alguien que hiciera lo que ella dijese…

El más corpulento de los tres que ahora huían de las tierras dragón podría servirle. Y, si no era así, los dragones siempre estaban hambrientos y había que alimentarles con regularidad. Ella se encargaría de que los dragones fueran espantosos.

Bueno, más espantosos que de costumbre.

La escalera atravesaba un arco de piedra, y terminaba en una estrecha cornisa, cerca del techo de la gran caverna donde los Wyrms descansaban en sus perchas.

Desde la minada de entradas situadas en las paredes, los rayos del sol cruzaban la sala polvorienta como varas de ámbar en las que se conservaran un millar de insectos dorados. Abajo, no revelaban nada más que una ligera niebla. Arriba…

Las anillas de caminar empezaron a acercarse a la cabeza de Liessa hasta que, alzando la mano, pudo agarrar una. Habían hecho falta un buen número de albañiles durante un buen número de años para clavar los pitones de todos, y usaban su propio trabajo para seguir progresando. Pero, aun así, no eran nada comparados con las ochenta y ocho anillas grandes que se arracimaban cerca de la cima de la cúpula. Otras cincuenta se perdieron en los viejos tiempos, cuando cientos de esclavos sudorosos (había esclavos de sobra en los primeros días del Poder) los alzaron hasta su lugar, y las grandes anillas se estrellaron contra las profundidades, arrastrando con ellos a sus desdichados manipuladores.

Pero consiguieron instalar ochenta y ocho, grandes como arcos iris, oxidados como la sangre. De ellos…

* * *

Los dragones sienten la presencia de Liessa. Una brisa recorre la caverna cuando ochenta y ocho pares de alas se despliegan como un complicado rompecabezas. Grandes cabezas con ojos verdes multifacetados se inclinan hacia ella.

Las bestias son todavía ligeramente transparentes. Mientras los hombres que la rodean cogen sus botas-gancho de las estanterías, Liessa se concentra en una visualización plena. Sobre ella, en el aire que huele a moho, los dragones se hacen visibles por completo, y las escamas de bronce reflejan los rayos del sol. La mente de Liessa palpita, pero ahora que el poder fluye en toda su intensidad, puede permitirse pensar en otras cosas con apenas un esfuerzo de concentración.

Ella también se sujeta las botas-gancho, y da una grácil voltereta para sujetar sus ganchos en un par de anillas de andar por el techo, con un ligero chasquido.

Sólo que, ahora, está en el suelo. El mundo ha cambiado. Se encuentra de pie, al borde de un foso profundo o un cráter sembrado de pequeñas anillas por las que los jinetes dragón se mueven con un paso oscilante. En el centro del enorme foso, sus grandes monturas aguardan entre la manada. Mucho más arriba quedan las lejanas rocas del suelo de la caverna, descoloridas por siglos de deposiciones de dragón.

Liessa se mueve con esa facilidad armoniosa que es su segunda naturaleza, y camina hacia su propio dragón, Laolith, que gira su gran cabeza equina hacia ella. Tiene las fauces manchadas de grasa de cerdo.

«Estaba delicioso», dice mentalmente a Liessa.

—¡Creí haberte dicho que nada de luchas en solitario! —le espeta ella.

«Tenía hambre, Liessa.»

—Aguántate, pronto podrás comer caballos.

«Las riendas se nos meten entre los dientes. ¿No hay guerreros? Nos gustan los guerreros.»

Liessa coloca la escalera de montar, y cierra las piernas en torno al cuello correoso de Laolith.

—El guerrero es mío. Hay otros dos, ésos puedes quedártelos. Uno parece ser una especie de mago —añade Liessa como para darle ánimos.

«Bueno, tú ya sabes lo que pasa con los magos. A la media hora de comerte uno, ya te apetece otro», gruñe el dragón.

Extiende las alas y se deja caer.

* * *

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