El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

No era que el troll resultase aterrador. En vez de la monstruosidad putrefacta y llena de tentáculos que esperaba, Rincewind se encontró mirando a un anciano regordete, pero no particularmente feo, que podría pasar por normal en las calles de la ciudad. Siempre, claro está, que el resto de los transeúntes estuvieran acostumbrados a ver ancianos aparentemente compuestos de agua y muy poca cosa más. Era como si el océano hubiera decidido crear vida sin pasar por todo el tedioso proceso de la evolución, limitándose a formar un bípedo con parte de sí mismo, y enviarlo a chapotear por la playa. El troll era de un agradable color azul transparente. Mientras Rincewind le contemplaba, un banco de peces plateados le pasó por el pecho.

—Es de mala educación mirar fijamente —dijo el troll.

Al abrir la boca, se le veía una pequeña cresta de espuma, y la cerraba igual que las aguas se cierran sobre una piedra.

—¿Sí? ¿Por qué? —preguntó Rincewind.

¿Cómo se conserva unido?, le gritaba su mente. ¿Por qué no se desparrama?

—Si venís a mi casa, os conseguiré comida y ropa seca —prometió el troll con solemnidad.

Echó a andar por las rocas sin volverse para asegurarse de que le seguían. Después de todo, ¿adónde más podían ir? Estaba oscureciendo, y una brisa húmeda y gélida soplaba por el Borde del mundo. El Arco Periferiris ya había desaparecido, y las nieblas que cubrían la catarata comenzaban a disiparse.

—Vamos —dijo Rincewind, tomando a Dosflores por el codo.

Pero, al parecer, el turista no quería moverse.

—Vamos —repitió el mago.

—Cuando oscurezca del todo, ¿crees que, si miramos hacia abajo, podríamos ver a Gran A’Tuin, la Tortuga del Mundo? —preguntó Dosflores, contemplando las nubes.

—Espero que no —afirmó Rincewind—. Vaya si lo espero. Venga, vamos.

Dosflores le siguió de mala gana hacia el interior de la cabaña. El troll había encendido un par de lámparas, y estaba cómodamente sentado en una mecedora. Cuando entraron, se puso en pie, tomó una jarra alta y sirvió dos copas de un líquido verdoso. Bajo aquella luz escasa, el troll era fosforescente, igual que los mares cálidos en las aterciopeladas noches veraniegas. Y, sólo para añadir un toque grotesco al terror sordo de Rincewind, parecía unos cuantos centímetros más alto.

La mayor parte del mobiliario de la habitación estaba constituida por cajas.

—Eh… tienes una casa muy bonita —comentó Rincewind—. Étnica.

Cogió una copa y contempló el líquido verde que brillaba en el interior. «Más vale que sea bebible —pensó—. Porque me lo voy a beber.» Lo tragó de golpe.

Era lo mismo que le hiciera tomar Dosflores en el bote de remos. Pero, en aquel momento, su mente lo había ignorado porque había asuntos más urgentes. Ahora, tuvo tiempo de saborearlo.

Rincewind frunció los labios. Sintió un escalofrío. Una de sus piernas se flexionó, ascendió compulsivamente y le alcanzó de lleno en el pecho.

Dosflores paladeó el contenido de su copa con gesto pensativo, mientras consideraba el sabor.

—Ghlen cárdeno —dijo por fin—. La bebida de nueces vul fermentadas que congelan-destilan en mi país natal. Cierto regusto ahumado, picante. De las plantaciones altas en… eh… la Provincia de Rehigreed, ¿no? Cosecha del año que viene, deduzco por el color. ¿Puedo preguntar cómo lo has conseguido?

(En el Mundodisco las plantas se dividen en las siguientes categorías: anuales —que se plantan a principios de un año para cosecharlas a finales—, bienales —que se plantan un año para cosecharlas al siguiente— y perennes que se plantan una vez y siguen creciendo hasta más noticias. Pero también existen unas especies muy escasas, las retroanuales, que gracias a un extraño giro cuatridimensional en su código genético, se pueden plantar un año para que crezcan el anterior. Las cepas de nuez vul son un caso todavía más extraño, puesto que pueden crecer hasta ocho años antes de que se plante su semilla. Se dice que el vino de nuez vul proporciona a los que lo beben ciertas visiones del futuro. Un futuro que, desde el punto de vista de la nuez, es el pasado. Increíble, pero cierto.)

—Con el tiempo, todas las cosas acaban en la Circunferencia —respondió el troll poéticamente, mientras se mecía con suavidad en su silla—. Mi trabajo es recoger todo lo que flote. Madera y barcos, claro. Barriles de vino. Fardos de tejidos. Vosotros.

La luz se hizo en la mente de Rincewind.

—Es una red, ¿no? ¡Tienes una red al borde del mar!

—La Circunferencia —asintió el troll.

Unas olas diminutas le recorrieron el pecho.

Rincewind observó la oscuridad fosforescente que rodeaba la isla, y en su rostro se dibujó una sonrisa estúpida.

—¡Claro! —exclamó—. ¡Es asombroso! Se pueden hundir estacas, clavarlas a los arrecifes y… ¡dioses! ¡La red debe de ser muy fuerte!

—Lo es —asintió Tetis.

—¡Si tienes suficientes rocas y arrecifes, se puede extender tres o cuatro kilómetros! —se sorprendió el mago.

—Quince mil kilómetros. Yo sólo patrullo esta zona.

—¡Eso es un tercio del perímetro del disco!

Tetis les salpicó un poco al asentir de nuevo. Mientras los dos hombres se servían otras copas del vino verde, les habló de la Circunferencia, del gran trabajo que había costado construirla, del Reino de Krull, tan antiguo como sabio, que la había hecho muchos siglos antes, y de los siete navíos que la patrullaban constantemente para mantenerla en condiciones y llevar lo que encontraban en ella a Krull, y el modo en que Krull se había convertido en una tierra de aprendizaje, regida por los más sabios buscadores de conocimientos, de todas las maneras posibles, comprender todas las maravillosas complejidades del universo, y de cómo los marineros que llegaban a la Circunferencia eran convertidos en esclavos, después de que les cortaran las lenguas. Tras algunos comentarios subidos de tono que siguieron a esta afirmación, les habló en tono amistoso de la inutilidad de la fuerza, de la imposibilidad de escapar de la isla excepto en bote y hacia otra de las trescientas ochenta islas que había entre aquella en que estaban y Krull, o saltando por el Borde, y de las ventajas de la mudez por encima de, digamos, la muerte.

Hubo una pausa. El lejano rugido nocturno de la Catarata Periférica sólo servía para dar una consistencia más pesada a aquel silencio.

Luego, la mecedora empezó a crujir de nuevo. Tetis parecía haber crecido de modo alarmante durante su monólogo.

—Esto no es nada personal —añadió—. Yo también soy un esclavo. Si intentáis hacerme algo, tendré que mataros, claro, pero os garantizo que no me proporcionará ningún placer.

Rincewind echó un vistazo a los brillantes puños que descansaban sobre el regazo del troll. Sospechó que podían golpear con toda la fuerza de un tsunami.

—Creo que no lo entiendes —explicó Dosflores—. Soy ciudadano del Imperio Dorado. Estoy seguro de que Krull no desea disgustar al Emperador.

—¿Y cómo va a enterarse el Emperador? —preguntó el troll—. ¿Crees que eres el primer súbdito del Imperio que acaba en la Circunferencia?

—¡No seré un esclavo! —gritó Rincewind—. Antes que eso… ¡antes que eso, saltaré por el Borde!

Le sorprendieron aquellas palabras en su propia voz.

—¿De verdad lo harías? —preguntó el troll.

La mecedora quedó apoyada contra la pared, y un brazo azul agarró al mago por la cintura. Un momento más tarde, el troll salía de la cabaña a zancadas, con Rincewind atrapado sin esfuerzo en un puño.

No se detuvo hasta llevar a Rincewind a un extremo de la isla. Éste chilló.

—Cállate o te tiraré por el Borde de verdad —le espetó el troll—. Te tengo agarrado, ¿no? Ahora, mira.

Rincewind miró.

Ante él se extendía una suave noche negra, cuyas estrellas, difuminadas por la niebla, brillaban pacíficamente. Pero sus ojos se vieron arrastrados hacia abajo, impulsados por una fascinación irresistible.

Era medianoche en el Mundodisco y, por tanto, el sol estaba mucho, mucho más abajo, deslizándose lentamente bajo la enorme coraza helada de Gran A’Tuin. Rincewind hizo una última intentona de fijar la vista en las puntas de sus botas, que sobresalían por el borde de la roca, pero la enorme distancia se salió con la suya.

A cada lado de él, dos brillantes cortinas de agua se precipitaban hacia el infinito, cuando el mar rodeaba la isla en su camino hacia la gran cascada. Unos cien metros por debajo del mago, el salmón más grande que había visto surgió entre la espuma, en un último salto tan salvaje como desesperado e inútil. Luego, cayó definitivamente hacia la luz dorada.

Enormes sombras destacaron contra la luz, como columnas que soportaran el techo del universo. A cientos de kilómetros bajo él, el mago atisbó la forma de algo, el extremo de algo…

Como en esos curiosos dibujos en que la silueta de una copa ornamentada se transforma de repente en el perfil de dos rostros, la escena que estaba viendo cobró una perspectiva más completa, diferente y aterradora. Porque allí abajo estaba la cabeza de un elefante, tan grande como un continente de buen tamaño. Un poderoso colmillo destacó como una montaña contra la luz dorada, arrojando su amplia sombra hacia las estrellas. La cabeza se movió ligeramente y vio un enorme ojo de rubí, que habría sido grande como un sol de brillar al mediodía.

Bajo el elefante…

Rincewind tragó saliva e intentó no pensar…

Bajo el elefante no había nada salvo el disco distante y doloroso del sol. Y moviéndose poco a poco sobre él había algo que, pese a su tamaño de ciudad, los agujeros de cráteres y el polvo estelar, era sin duda una aleta.

—¿Te suelto? —sugirió el troll.

—¡Nooo! —gimió Rincewind mientras trataba de retroceder.

—Llevo cinco años viviendo aquí, en el Borde, y no he tenido valor —retumbó la voz de Tetis—. Y tú tampoco lo tendrás, si sé juzgar a las personas.

Dio un paso atrás para permitir que Rincewind apoyara los pies en el suelo.

Dosflores se acercó hasta la periferia y echó un vistazo.

—¡Fantástico! —exclamó—. Ojalá tuviera mi caja de dibujos. ¿Qué más hay ahí abajo? Quiero decir, si saltaras, ¿qué más verías?

Tetis se sentó en un saliente.

Muy por encima del disco, la Luna salió de detrás de una nube, y le hizo parecer una estatua de hielo.

—Quizá mi hogar esté ahí abajo —dijo lentamente—. Más allá de vuestros estúpidos elefantes y de esa ridícula tortuga. Es un mundo de verdad. A veces vengo aquí a mirar, pero nunca me animo a dar ese paso adelante… Un mundo de verdad, con gente de verdad. Ahí abajo, en alguna parte, tengo esposa e hijos… —Se detuvo para sonarse la nariz—. Pronto descubriréis de qué pasta estáis hechos aquí en el Borde.

—Por favor, no repitas eso —suplicó Rincewind.

Se volvió y vio a Dosflores, de pie al borde mismo de la roca, con gesto despreocupado.

—Unngh —gimió, mientras trataba de enterrarse en la piedra.

—¿Hay otro mundo ahí abajo? —dijo Dosflores, sin dejar de mirar—. ¿Dónde, exactamente?

El troll movió el brazo en un gesto vago.

—En alguna parte —respondió—. Eso es todo lo que sé. Un mundo pequeño y tranquilo, muy azul.

—Entonces, ¿qué haces aquí? —preguntó Dosflores.

—¿No es obvio? —estalló el troll—. ¡Me caí por el Borde!

* * *

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