El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

Rincewind se agachó y esquivó. La hoja silbó fríamente a través del aire, sobre su cabeza, y penetró en el techo rocoso de la caverna sin detenerse. La Muerte gritó una maldición con su voz de cripta helada. La imagen desapareció. Lo que en el Mundodisco se consideraba «realidad» volvió a su lugar con un brusco chasquido. Lio!rt abrió la boca, incrédulo, ante la repentina velocidad con que el mago había esquivado su golpe mortal: seguramente, debía su vida a esa clase de desesperación sólo disponible para los verdaderamente aterrados. El caso es que Rincewind se desenroscó como una serpiente y cruzó de un salto el espacio que los separaba. Cerró ambas manos en torno al brazo con que el señor dragón blandía la espada, y se lo retorció.

Fue en ese momento cuando la anilla que le quedaba a Rincewind, ya sobrecargada, se desprendió de la roca con un desagradable sonido metálico.

Cayó, se agitó salvajemente en el aire y terminó colgando sobre una muerte de huesos rotos, agarrado con ambas manos al brazo del señor dragón. Le asía con tanta fuerza que el hombre dejó escapar un grito.

Lio!rt levantó la vista hacia sus pies. Pequeños fragmentos de roca caían del techo, de alrededor de los pitones que sujetaban las anillas.

—¡Maldito seas, suéltame! —gritó—. ¡Si no, moriremos los dos!

Rincewind no dijo nada. Se concentraba en mantener su presa y cerrar su imaginación a las insistentes imágenes del destino que le aguardaría abajo, entre las rocas.

—¡Disparadle! —ordenó Lio!rt.

Por el rabillo del ojo, Rincewind vio cómo muchos arcos apuntaban hacia él. Lio!rt eligió ese momento para dar un golpe con la mano libre, y un puño lleno de anillos laceró los dedos del mago.

Se dejó caer.

* * *

Dosflores se agarró a los barrotes y se dio impulso hacia arriba.

—¿Ves algo? —preguntó Hrun desde sus pies.

—Sólo nubes.

Hrun le bajó de nuevo, y se sentó al borde de una de las camas de madera que representaban todo el mobiliario de la celda.

—¡Maldita sea! —exclamó.

—No desesperes —le animó Dosflores.

—No desespero.

—Supongo que todo esto es una especie de malentendido. Supongo que nos liberarán pronto. Parecen personas civilizadas.

Hrun le miró desde debajo de unas cejas superpobladas. Empezó a decir algo, pero pareció pensárselo mejor y, en vez de hacerlo, suspiró.

—¡Y cuando volvamos a casa, podremos decir que hemos visto dragones! —siguió Dosflores—. ¿Qué te parece?

—Los dragones no existen —se limitó a decir Hrun—. Codice de Chimeria mató al último hace doscientos años. No sé qué hemos visto, pero no son dragones.

—¡Pero si nos llevaron por el aire! En aquella cueva debía de haber cientos…

—Supongo que era sólo magia —respondió Hrun vagamente.

—Bueno, pues parecían dragones —afirmó Dosflores con cierto aire desafiante—. Siempre he querido ver dragones, desde que era un chiquillo. Dragones volando por el cielo, con aliento de fuego…

—Los dragones solían arrastrarse por los pantanos y cosas así, y lo único que tenía de especial su aliento era que apestaba —dijo Hrun mientras se tendía en el camastro—. Además, tampoco eran demasiado grandes. Solían recoger madera.

—Yo he oído que solían recoger tesoros —señaló Dosflores.

—Y madera. Oye —añadió Hrun, algo más animado—, ¿has visto todas esas habitaciones por las que nos trajeron? Eran impresionantes, ¿eh? Había un montón de cosas buenas, y algunos de aquellos tapices deben de valer una fortuna.

Se rascó la barbilla con gesto pensativo, haciendo un ruido que era como el de un puerco espín abriéndose paso a embestidas entre la aulaga.

—¿Qué pasará ahora? —quiso saber Dosflores.

Hrun se metió un dedo en la oreja y se la inspeccionó con aire ausente.

—Oh, poca cosa —dijo—. Supongo que, de un momento a otro, la puerta se abrirá de golpe y seré arrastrado a alguna especie de circo ritual, donde quizá lucharé contra un par de arañas gigantes y un esclavo de ocho piernas procedente de las selvas de Klatch, y luego rescataré a una especie de princesa del altar, mataré a unos cuantos guardias o algo por el estilo, y la chica me enseñará un pasadizo secreto para salir de este lugar, liberaré a un par de caballos y escaparé con el tesoro.

Hrun apoyó la nuca en las manos y contempló el techo, silbando algo sin melodía.

—¿Todo eso? —se asombró Dosflores.

—Es lo habitual.

El turista se sentó en su camastro e intentó pensar. No le resultaba nada fácil, pues tenía la mente llena de dragones.

¡Dragones!

Desde que tenía dos años, le habían cautivado las imágenes de aquellas bestias que aparecían en El Libro Octarino de las Hadas. Su hermana le había dicho que no existían en realidad, y él recordaba la amarga decepción que sufrió. Decidió que, si en el mundo no se encontraban aquellas hermosas criaturas, el mundo no era ni la mitad de bueno de lo que podría ser. Y más tarde, cuando empezó a trabajar como aprendiz con Ninereeds, el Maestro Contable, cuya mentalidad gris era todo lo que no eran los dragones, ya no le quedó tiempo para soñar.

Pero aquellos dragones no estaban del todo bien. Comparados con los que había imaginado, eran demasiado pequeños y zalameros. Los dragones deberían ser grandes, verdes, exóticos, deberían tener garras y respirar fuego. Grandes y verdes, con colas largas y afiladas…

Por el rabillo del ojo vio un movimiento en el rincón más lejano y oscuro de la mazmorra. Cuando volvió la cabeza, desapareció, aunque también creyó oír un ligerísimo ruido: algo como unas garras arañando la piedra…

—¿Hrun? —llamó.

Del otro camastro le llegó un ronquido.

Dosflores se dirigió hacia el rincón, y rozó suavemente las piedras por si había un pasadizo secreto. En aquel momento, la puerta se abrió de golpe, y chocó contra la pared. Media docena de guardias entraron rápidamente, se repartieron por la celda e hincaron una rodilla en tierra. Apuntaban sus armas exclusivamente a Hrun. Cuando lo recordó más tarde, Dosflores se sintió bastante ofendido.

Hrun ronco.

Una mujer entró a zancadas en la habitación. No hay muchas mujeres que puedan dar una zancada convincente, pero ella lo consiguió. Miró un instante a Dosflores, con la misma expresión con que se miraría un elemento del mobiliario, y luego bajó la vista hacia el hombre tendido en el camastro.

Llevaba el mismo modelo de arnés de piel que usaban los jinetes dragón, sólo que el suyo era mucho más breve. Eso y la magnífica melena color rojizo nogal que le caía suelta hasta la cintura, eran su única concesión a lo que incluso en Mundodisco se consideraba decencia. Tenía una expresión pensativa.

Hrun dejó escapar un sonido gorgoteante, se dio media vuelta y siguió durmiendo.

Con un movimiento cuidadoso, como si manejara un instrumento de gran delicadeza, la mujer se sacó una pequeña daga negra del cinturón, y lanzó una puñalada hacia abajo.

Antes de que hubiera recorrido la mitad de su arco, la mano derecha de Hrun se movió tan deprisa que pareció viajar entre dos puntos del espacio sin que el tiempo transcurriera mientras atravesaba el aire intermedio. Se cerró en torno a la muñeca de la mujer con un ruido sordo. Su otra mano buscó febrilmente una espada que no estaba allí…

Hrun se despertó.

Emitió un gruñido alzando la vista para mirar a la mujer, con el entrecejo fruncido por el asombro.

Entonces vio a los arqueros.

—Suéltame —dijo la mujer, con una voz que era modulada, tranquila e incrustada de diamantes.

Hrun liberó lentamente su presa.

Ella dio un paso atrás, al tiempo que se masajeaba la muñeca. Miraba a Hrun como un gato miraría la guarida de los ratones.

—Bien —dijo por fin—, has pasado la primera prueba. ¿Cuál es tu nombre, bárbaro?

—¿A quién llamas bárbaro?

—Eso es lo que quiero saber.

Hrun contó el número de arqueros muy despacio, e hizo un breve cálculo. Relajó los hombros.

—Soy Hrun de Chimeria. ¿Y tú?

—Liessa Dama Dragón.

—¿Eres la que manda en este lugar?

—Eso está por ver. Parece que eres un mercenario, Hrun de Chimeria. Puede que te contrate… si superas las pruebas, claro. Hay tres. Ya has pasado la primera.

—¿Cómo son las otras… —Hrun hizo una pausa, movió los labios sin sonido y aventuró un final para la frase— …dos?

—Peligrosas.

—¿Y la paga?

—Excelente.

—Disculpad —intervino Dosflores.

—¿Y si fracaso en las pruebas? —siguió Hrun, ignorándole.

El aire entre Hrun y Liessa chispeó con pequeñas explosiones de carisma cuando sus miradas se buscaron, en busca de asidero.

—Si hubieras fallado la primera, ahora estarías muerto. Puedes considerarlo la penalización típica.

—¡Ejem! Escuchad… —empezó Dosflores.

Liessa desperdició una breve mirada en él, y pareció verle por primera vez.

—Llevaos eso de aquí —dijo con tranquilidad.

Se volvió hacia Hrun.

Dos de los guardias se colgaron los arcos del hombro, agarraron a Dosflores por los codos y le levantaron del suelo. Luego, salieron por la puerta con un trotecillo rápido.

—¡Eh! —exclamó Dosflores mientras corrían por el pasillo exterior—. ¿Dónde… —se detuvieron frente a otra puerta— está mi… —abrieron la puerta— equipaje?

Aterrizó sobre un montón de lo que en tiempos pasados pudo ser paja. La puerta se cerró de golpe, y los ecos enmarcaron el ruido de pestillos al encajar en su sitio.

En la otra celda, Hrun apenas había parpadeado.

—De acuerdo —dijo—, ¿cuál es la segunda prueba?

—Tienes que matar a mis dos hermanos.

Hrun se paró a considerar la idea.

—¿A los dos al mismo tiempo, o uno detrás de otro? —preguntó.

—Consecutiva o concurrentemente —le tranquilizó ella.

—¿Qué?

—Tú limítate a matarlos —replicó ésta con sequedad.

—¿Son buenos luchadores?

—Renombrados.

—¿Y a cambio de todo eso?

—Te casarás conmigo y te convertirás en el Señor del Wyrmberg.

Hubo una larga pausa. Las cejas de Hrun se fruncieron cuando su dueño se concentró en cálculos desacostumbrados.

—¿Me quedo contigo y con esa montaña? —dijo al fin.

—Sí. —La chica le miró directamente a los ojos, y torció los labios—. La paga merece la pena, te lo aseguro.

Hrun dejó caer la vista hacia los anillos que Liessa llevaba en la mano. Las piedras eran grandes, y muy reconocibles: diamantes de un azul lechoso, procedentes de las cuencas arcillosas de Mithos. Cuando al fin consiguió apartar los ojos de las joyas, descubrió que Liessa le miraba airada.

—¡Qué calculador! —le espetó—. ¿Y tú eres Hrun el Bárbaro, que caminaría tranquilamente hasta las fauces de la misma Muerte?

Hrun se encogió de hombros.

—Claro —replicó—. Pero la única razón para caminar hasta las fauces de la Muerte es para poder robarle sus dientes de oro.

Describió un amplio arco con una mano, en la que llevaba el camastro de madera. El trasto se estrelló contra los arqueros, seguido alegremente por Hrun, que derribó a un hombre de un golpe y le robó el arma al otro. Un segundo más tarde, todo había terminado.

Liessa no se había movido.

—¿Y bien? —dijo.

—¿Y bien, qué? —replicó Hrun, sin abandonar su lugar entre la masacre.

—¿Quieres matarme?

—¿Cómo? ¡oh, no! No, esto es una especie de costumbre, ya sabes. Para no perder práctica. A ver, ¿dónde están esos hermanos tuyos?

Sonrió.

* * *

Dosflores se sentó en la paja y contempló la oscuridad. Se preguntó cuánto tiempo llevaba allí. Como mínimo, horas. Quizá días. Jugó con la idea de que habían sido años, y que sencillamente los había olvidado.

No, esa manera de pensar no le llevaría a ninguna parte. Trató de pensar en otra cosa: hierba, árboles, aire fresco, dragones. Dragones…

Hubo un ligerísimo movimiento en la oscuridad. Dosflores sintió que el sudor le cosquilleaba en la frente.

En aquella celda había algo, además de él. Algo que hacía ruidos leves, pero que, incluso en la oscuridad insondable, daba la impresión de ser descomunal. Sintió que el aire se movía.

Cuando levantó el brazo, notó una sensación pegajosa, y vio una ligera lluvia de chispas que delataban la existencia de un campo mágico localizado. Dosflores descubrió que, en aquel momento, daría cualquier cosa por un poco de luz.

Autore(a)s: