El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

—¡Nos alcanzan! —chilló Rincewind.

Se agachó todavía más sobre el cuello del caballo, y gimió. Dosflores trataba de mantenerse a su altura, mientras giraba la cabeza para contemplar a las bestias voladoras.

—¡No lo entiendes! —exclamó el turista, por encima del temible batir de las alas—. ¡Toda mi vida he deseado ver un dragón!

—¿Desde dentro? —le gritó Rincewind—. ¡Cabalga y calla!

Azotó a su caballo con las riendas y se concentró en el bosque al que se dirigían, tratando de acercarlo a base de fuerza de voluntad. Bajo los árboles, estarían a salvo. Bajo los árboles, los dragones no podían volar…

Oyó el batir de las alas antes de que las sombras se cerraran a su alrededor. Se pegó a la silla por puro instinto, y sintió el aguijón del dolor cuando algo agudo le trazó una raya entre los hombros.

Tras él, Hrun gritó, pero más parecía un aullido de rabia que de dolor. El bárbaro se había dejado caer entre los arbustos, y desenfundaba la espada negra, Kring. La blandió mientras otro de los dragones se disponía a hacer una segunda pasada rasante.

—¡Ningún jodido lagarto me hace eso! —rugió.

Rincewind se inclinó y agarró las riendas de Dosflores.

—¡Vamos! —siseo.

—Pero los dragones… —respondió Dosflores, en una especie de trance.

—¡A la mierda con…! —empezó a decir el mago. Se detuvo en seco. Otro dragón se había apartado del círculo de puntos que sobrevolaba sus cabezas, y planeaba hacia ellos. Rincewind soltó el caballo de Dosflores, maldijo amargamente y espoleó a su montura hacia los árboles, en solitario. No volvió la vista atrás al oír la repentina conmoción y, cuando una sombra pasó sobre él, no hizo más que estremecerse débilmente y agarrarse más aún a las crines del caballo.

Luego, en vez del dolor desgarrador que esperaba, sintió una serie de golpes cuando el aterrado animal pasó bajo las ramas de los árboles. El mago intentó sujetarse, pero otra rama baja, más testaruda que las otras, le derribó de la silla. Lo último que oyó antes de que las destellantes luces azules de la inconsciencia se cerraran sobre él fue un agudo grito reptilesco de frustración, y el paso de unas zarpas sobre las copas de los árboles.

* * *

Cuando despertó, un dragón le miraba; al menos, miraba en su dirección. Rincewind gimió, trató de abrirse camino en el musgo con los omóplatos, y jadeó cuando le llegó el latigazo de dolor.

Entre las nieblas del dolor y el miedo, miró de nuevo al dragón.

La criatura estaba posada en la rama de un gran roble seco, a algunos cientos de metros. Tenía las alas de un color entre el bronce y el oro, firmemente envueltas alrededor del cuerpo, pero la gran cabeza equina giraba de un lado a otro sobre un cuello asombrosamente prensil. Estaba escudriñando el bosque.

También era semitransparente. Aunque el sol le arrancaba destellos de las escamas, Rincewind distinguía con claridad las siluetas de las ramas que había tras él.

En una de ellas se sentaba un hombre, empequeñecido por el reptil. Parecía estar desnudo, a excepción de un par de botas altas, una bolsa de piel junto a la ingle y un casco de cresta alta. Mecía perezosamente una espada corta, y contemplaba las copas de los árboles como alguien que lleva a cabo una misión tan aburrida como poco atractiva.

Un escarabajo empezó a trepar laboriosamente por la pierna de Rincewind.

El mago se preguntó cuánto daño podía hacer un dragón medio sólido. Quizá no hiciera más que medio matarle. Decidió no quedarse para averiguarlo.

Moviendo los talones, las puntas de los dedos y los músculos de los hombros, Rincewind se deslizó hacia un lado, hasta que el follaje ocultó el roble y a sus ocupantes. Luego, se puso en pie y corrió entre los árboles.

No tenía un destino concreto en mente, al igual que no tenía provisiones ni caballo. Pero, mientras tuviera piernas, podía huir. Los helechos y las zarzas le azotaron, pero ni siquiera los sintió.

Cuando hubo puesto cosa de kilómetro y medio entre el dragón y él, se detuvo y se dejó caer contra un árbol, que le habló.

—Eh —le dijo.

Temeroso de lo que podía ver, Rincewind dejó que su mirada se deslizase hacia arriba. Intentó concentrarse en algunos trozos inocuos de corteza y hojas, pero el aguijón de la curiosidad le obligó por fin a dejarlos atrás. Por último, fijó los ojos en una espada negra, clavada en una rama que colgaba sobre su cabeza.

—No te quedes ahí mirando —dijo la espada (con una voz que era como el sonido de un dedo al pasar por el borde de una gran copa de vino vacía). Sácame de aquí.

—¿Qué? —respondió Rincewind, con el corazón todavía al galope.

—Que me saques de aquí —insistió Kring—. O lo haces, o me pasaré el próximo millón de años en un yacimiento de carbón. ¿Te he hablado alguna vez sobre aquella ocasión en que me lanzaron a un lago, allá por…?

—¿Qué les ha pasado a los demás? —preguntó Rincewind, que aún se agarraba desesperadamente al árbol.

—Oh, les han cogido los dragones. Igual que a los caballos. Y a esa caja con patas. A mí también me llevaban, pero Hrun me dejó caer. Has tenido suerte, ¿eh?

—Bueno… —empezó Rincewind.

Kring le ignoró.

—Supongo que tienes prisa por rescatarles —añadió.

—Bueno…

—Pues en cuanto me saques de aquí, podemos empezar.

Rincewind miró de soslayo a la espada. Hasta aquel momento, un intento de rescate había estado tan en último lugar de su mente que, si algunas especulaciones avanzadas sobre la naturaleza y forma de la multiplicidad dimensional del universo eran correctas, estaba exactamente en primer lugar. Pero una espada mágica era un objeto muy valioso…

Y le quedaba un largo camino de vuelta a casa, dondequiera que estuviese eso…

Se encaramó al árbol y estiró el brazo por la rama. Kring estaba firmemente enterrada en la madera. Rincewind agarró el pomo y tiró, hasta que unas lucecitas brillaron ante sus ojos.

—Inténtalo otra vez —le animó la espada.

Rincewind gimió y apretó los dientes.

—Podría haber sido peor —le consoló Kring—. Podría estar clavada en un yunque.

El mago gruñó, pensando en posibles hernias.

—Tengo una existencia multidimensional —le explicó la espada.

—¿Eh?

—He tenido muchos nombres, ¿sabes?

—Asombroso —respondió Rincewind entre dientes.

Tiró hacia atrás, y la espada quedó libre. Parecía sorprendentemente ligera.

Cuando estuvo otra vez en el suelo, decidió informarla adecuadamente.

—Yo no creo que sea buena idea intentar rescatarles —dijo— Quizá sea mejor que volvamos a la ciudad y organicemos una partida de salvamento.

—Los dragones se fueron en dirección Eje —señaló Kring—. De todos modos, sugiero que empecemos por el que se quedó en los árboles.

—Lo siento, pero…

—¡No puedes abandonarles a su destino!

Rincewind se sorprendió.

—¿No?

—No, no puedes. Mira, seré sincera contigo. He trabajado con materiales mejores que tú, pero es eso o… ¿has pasado alguna vez un millón de años en un yacimiento de carbón?

—Mira, yo…

—Pues si no dejas de discutir, te cortaré la cabeza.

Rincewind vio que su propio brazo se doblaba, hasta que la resplandeciente hoja de la espada estuvo a un centímetro de su garganta. Intentó abrir los dedos para dejarla caer. No le obedecieron.

—¡No sé hacer de héroe! —gritó.

—Yo te enseñaré.

* * *

Bronce Psepha dejó escapar un gruñido gutural. K!sdra, el jinete dragón, se inclinó hacia adelante y miró de reojo hacia el claro.

—Ya le veo —dijo.

Se balanceó con facilidad de rama en rama, y aterrizó suavemente sobre la hierba. Sacó la espada.

Contempló detenidamente al hombre que se acercaba. Era evidente que el intruso no tenía muchas ganas de abandonar su refugio entre los árboles. Estaba armado, pero el jinete dragón observó con cierto interés la extraña manera en que sostenía la espada frente a él, estirando el brazo para tenerla lo más lejos posible, como si le avergonzara que le vieran en semejante compañía.

K!sdra blandió su propia espada y compuso una amplia sonrisa cuando el mago se precipitó hacia él. Luego saltó.

Más tarde, sólo recordaría dos cosas de la pelea. Rememoraría la manera imposible en que la espada del mago describió una curva hacia arriba, golpeando a su propia arma con tal fuerza que se la arrancó de la mano. La segunda cosa —y estaba seguro de que fue eso lo que le llevó a la derrota— fue que el mago se tapaba los ojos con una mano.

K!sdra saltó hacia atrás para evitar otro golpe, y cayó cuan largo era sobre la hierba. Con un rugido, Psepha desplegó las enormes alas y se lanzó desde el árbol.

Un momento más tarde, el mago estaba de pie sobre el jinete.

—¡Dile que, si me quema, soltaré la espada! —le chillaba—. ¡Y lo haré! ¡Díselo! ¡La soltaré! ¡Díselo!

La punta de la espada negra pendía sobre la garganta de K!sdra. Lo extraño del caso era que, obviamente, el mago luchaba contra ella, y el arma parecía canturrear para sí misma.

—¡Psepha! —gritó K!sdra.

El dragón dejó escapar un rugido de desafío, pero interrumpió el picado que habría arrancado la cabeza a Rincewind, y aleteó de vuelta al árbol.

—¡Habla! —chilló Rincewind.

K!sdra le miró de reojo a lo largo de la espada.

—¿Qué quieres que diga? —preguntó.

—¿Cómo?

—Digo que qué quieres que diga.

—¿Dónde están mis amigos? ¡Me refiero al bárbaro y al hombrecillo!

—Supongo que se los han llevado al Wyrmberg.

Rincewind combatió desesperadamente el tirón de la espada, tratando de cerrar su cerebro al murmullo sediento de sangre que le cantaba Kring.

—¿Qué es un Wyrmberg?

—El Wyrmberg. Sólo hay uno. Es Hogar Dragón.

—Y supongo que tú esperabas para llevarme allí también a mí, ¿no?

K!sdra dejó escapar un grito involuntario cuando la punta de la espada le arrancó una gota de sangre de la nuez.

—No queréis que la gente sepa que tenéis dragones, ¿eh? —rugió Rincewind.

El jinete dragón se distrajo lo suficiente como para asentir, y el resultado fue un corte de medio centímetro en la garganta.

Rincewind miró, desesperado, a su alrededor, y comprendió que iba a tener que seguir adelante con aquello.

—Entonces, perfecto —dijo con todo el aplomo del que fue capaz—. Lo mejor para ti será que me lleves a ese Wyrmberg del que hablas, ¿no?

—Se supone que tengo que llevarte, pero muerto —murmuró K!sdra de mal humor.

Rincewind bajó la vista para mirarle y, poco a poco, sonrió. Era un rictus amplio, maníaco y nada humorístico. Era la clase de sonrisa que suele ir acompañada de pequeños pájaros que van de un lugar a otro quitando porquería de entre los dientes a otros animales.

—Tendrá que ser vivo —dijo Rincewind—. Y si quieres que muera alguien, recuerda quién tiene la espada por el mango.

—¡Si me matas, nada impedirá que Psepha acabe contigo! —gritó el postrado jinete dragón.

—En ese caso, lo que haré será ir cortándote en trocitos, poco a poco —accedió el mago.

Ensayó de nuevo el efecto de la sonrisa.

—De acuerdo, de acuerdo —asintió K!sdra de mala gana—. ¿Crees que no tengo imaginación?

Salió de debajo de la espada, e hizo una señal al dragón, que planeó hacia ellos. Rincewind tragó saliva.

—¿Quieres decir que tenemos que ir montados en ese bicho? —quiso saber.

K!sdra le miró desdeñoso. La punta de Kring seguía dirigida hacia su cuello.

—¿Cómo si no podríamos llegar al Wyrmberg?

—Ni idea —respondió Rincewind—. ¿Cómo si no?

—Lo que quiero decir es que no hay otra manera. O vamos volando, o no vamos.

Rincewind miró otra vez al dragón que tenía delante. A través del animal, veía claramente la hierba sobre la que estaba tendido. Pero cuando tocó con cautela una escama que era un simple reflejo de oro en el aire, le pareció sólida de sobra. En opinión del mago, los dragones debían existir del todo o no existir en absoluto. Un dragón que sólo existía a medias era peor que cualquiera de los dos extremos.

—No sabía que los dragones pudieran ser transparentes —comentó.

Autore(a)s: