El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

El destello de este pensamiento fue suficiente para convencer a Abdullah de que, pese a las cadenas, su situación sería peor si se convirtiese en sapo.

—¿Por qué no desear una fiesta? —preguntó con poca convicción.

—¡Eso está mejor! —añadió Kabul Aqba. Le dio una palmadita en la espalda a Abdullah y saltó de gozo—. Deseo la más impresionante de las fiestas.

El genio se inclinó, como la llama de una vela doblada por la corriente.

—Hecho —dijo amargamente—. Que te aproveche.

Y cuidadosamente se vertió a sí mismo de nuevo en su botella.

Fue la más impresionante de las fiestas. Surgió casi al instante, con un sordo pum. Apareció una larga mesa con un toldo a rayas, y con ella llegaron esclavos sirvientes de uniforme. Los bandidos se recuperaron bastante rápido del miedo, corrieron de vuelta y se repantingaron cómodamente en los sofás para comer los delicados manjares servidos en platos de oro mientras gritaban «¡Más, más, más!» a los esclavos. Cuando tuvo la oportunidad de hablar con ellos, Abdullah descubrió que los sirvientes eran esclavos del mismísimo sultán de Zanzib y que la fiesta debería haber sido la del sultán.

Esta noticia hizo que Abdullah se sintiese un poquito mejor. Pasó la fiesta encadenado, sujeto a una palmera próxima. Aunque no había esperado nada mejor por parte de Kabul Aqba, no dejaba de ser duro. Al menos, de tanto en tanto, Kabul Aqba se acordaba de él y, con un movimiento señorial de su mano, le enviaba un esclavo con un plato dorado o una jarra de vino.

Pues allí había de todo. Frecuentemente sonaba otro callado pum y llegaban más platos de comida fresca, servidos por más esclavos desconcertados, o se presentaba un carrito enjoyado con lo que parecía ser la flor y nata de la bodega del sultán, o aparecía un sorprendido grupo de músicos. Cada vez que Kabul Aqba le mandaba un nuevo esclavo, Abdullah encontraba que este estaba bien dispuesto a responder a sus preguntas.

—En verdad, noble cautivo de un rey del desierto —le dijo uno—, el sultán se irritó bastante cuando el primer y el segundo plato desaparecieron misteriosamente. Cuando desapareció el tercer plato, este pavo real asado que llevo, colocó una guardia de mercenarios para escoltarnos a la cocina, pero fuimos raptados delante de sus narices, en el mismísimo salón del banquete y aparecimos instantáneamente en este oasis.

El sultán, pensó Abdullah, debería estar más y más hambriento a cada rato.

Más tarde, una tropa de bailarinas apareció, secuestrada del mismo modo. Aquello tuvo que haber irritado todavía más al sultán. Las bailarinas pusieron melancólico a Abdullah. Pensó en Flor-en-la-noche, que era el doble de hermosa que cualquiera de ellas, y sus ojos se invadieron de lágrimas. Mientras la alegría crecía en torno a la mesa, los dos sapos se sentaron a la orilla del estanque, resoplando amargamente. Sin duda, para ellos las cosas se veían tan mal como para Abdullah.

Cuando cayó la noche, los esclavos, los músicos y las bailarinas se desvanecieron, si bien quedaron los restos de la comida y el vino. Para entonces, los bandidos se habían saciado y habían vuelto a hartarse de comer. La mayoría cayeron dormidos allí donde estaban sentados. Pero, para consternación de Abdullah, Kabul Aqba se puso en pie, se tambaleó levemente y recogió la botella del genio de debajo de la mesa. Se aseguró de que estaba cerrada. Después volvió a tambalearse y se tumbó sobre la alfombra mágica con la botella en sus manos. Cayó dormido casi al instante.

Abdullah se recostó junto a la palmera con una ansiedad creciente. Si el genio había enviado a los esclavos de vuelta al palacio de Zanzib, y esto parecía lo más probable, entonces les harían enojosas preguntas. Todos contarían la misma historia, que habían sido forzados a servir a una banda de ladrones y que un joven encadenado y bien vestido lo miraba todo, sentado en una palmera. El sultán sumaría dos y dos. No era tonto. En este mismo momento, quizá una tropa de soldados, montados en rápidos camellos, hubiese sido enviada para buscar cierto pequeño oasis en el desierto.

Pero esa no era la mayor preocupación de Abdullah. Observaba con creciente ansiedad al dormido Kabul Aqba. Estaba a punto de perder su alfombra mágica y, ni que decir tiene, a un genio extremadamente útil junto con ella.

Como era de suponer, media hora después, Kabul Aqba rodó sobre su espalda y abrió la boca. Al igual que había hecho el perro de Jamal, y el propio Abdullah (pero seguramente no tan alto), Kabul Aqba lanzó un enorme y desagradable ronquido. La alfombra tembló. A la luz de la luna creciente, Abdullah vio con claridad que se elevaba medio metro, quedándose flotando y en espera. Abdullah conjeturó que estaría intentando interpretar cualquiera que fuese el sueño que tenía Kabul Aqba justo entonces. Abdullah no tenía ni idea de qué podría soñar el jefe de unos bandidos, pero la alfombra, sin duda, lo sabía. Ascendió en el aire y comenzó a volar.

Abdullah miró hacia arriba y la vio planeando sobre las ramas de la palmera. Realizó un último intento de influir sobre ella:

—¡Oh, la más desafortunada de las alfombras —la llamó con suavidad—, yo te habría tratado mucho más amablemente!

Quizá la alfombra le escuchó. O quizá fuese un accidente. Un objeto redondo y vagamente luminoso rodó desde la alfombra y cayó con un ligero ruido sobre la arena, a sólo unos metros de Abdullah. Era la botella del genio. Abdullah la alcanzó tan rápidamente como pudo, procurando que sus cadenas no tintineasen ni resonasen, y la arrastró hasta esconderla entre su espalda y la palmera. Después volvió a sentarse y esperó a la mañana, sintiéndose decididamente más esperanzado.

Capítulo 8

En el que los sueños de Abdullah continúan haciéndose realidad

En el momento en que el sol encendió de luz rosada las dunas de arena, Abdullah le quitó el corcho a la botella del genio. El vapor humeó al exterior, se convirtió en un chorro y salió disparado hacia arriba en la forma azul morada del genio, que ahora parecía, si cabe, más enfadado que nunca.

—¡Dije un deseo al día! —anunció la tormentosa voz.

—Sí, bueno, ya es un nuevo día, oh, malva magnificencia, y yo soy tu nuevo dueño —dijo Abdullah—. Y mi deseo es simple. Deseo que desaparezcan estas cadenas.

—Qué modo de malgastar un deseo —dijo el genio irrespetuosamente, y menguó con rapidez, introduciéndose de nuevo en la botella. Abdullah iba a protestar que, por trivial que pareciese el deseo a los ojos del genio, estar sin cadenas era importante para él, cuando advirtió que podía moverse libremente y sin más ruidos. Miró hacia abajo y vio que las cadenas se habían desvanecido.

Colocó cuidadosamente el corcho de vuelta en la botella y se levantó. Estaba terriblemente entumecido. Para poder moverse, se obligó a pensar en una flota de soldados montados en camellos que corrían a toda velocidad, acercándose al oasis, y en lo que le pasaría si los bandidos dormidos se despertasen y lo encontrasen allí de pie, sin sus cadenas. Aquello le hizo moverse. Se tambaleó como un viejo y se dirigió a la mesa del banquete. Muy cuidadosamente, para no despertar a un grupo de bandidos que dormía con la cara pegada al mantel, recogió comida y la puso en una servilleta. Tomó un frasco de vino y se lo ató al cinturón, junto con la botella del genio, usando otro par de servilletas. Luego cogió una última servilleta para cubrirse la cabeza en caso de insolación (los viajantes le habían contado que este era uno de los peligros del desierto) y se marchó cojeando, tan rápidamente como pudo, fuera del oasis, en línea recta hacia el norte.

Conforme caminaba, el entumecimiento fue desapareciendo. Caminar se volvió casi placentero y, durante la primera mitad de la mañana, Abdullah se alejó con determinación, dando grandes zancadas, pensando en Flor-en-la-noche, comiendo suculentos pasteles de carne y bebiendo tragos del frasco de vino mientras caminaba. La segunda mitad de la mañana no fue tan buena. El sol colgaba sobre su cabeza. El cielo se puso de un blanco brillante y todo destellaba. Abdullah deseó haber tirado el vino y haber rellenado el frasco en el estanque embarrado. El vino no ayudaba con la sed, de hecho la empeoraba. Mojó de vino la servilleta y se la colocó en la nuca, pero se secó rápidamente. A mediodía pensó que iba a morir. El desierto oscilaba frente a sus ojos, y la potente y deslumbrante luz le hacía daño. Se Sentía como una brasa humana.

—¡Parece que el destino ha decretado que todas mis fantasías se hagan realidad! —gruñó.

Hasta ese momento, creía que se había imaginado su huida del bandido Kabul Aqba con todo detalle, pero ahora sabía lo poco que se había acercado en su mente a lo horrible que es caminar bajo un calor chillón, siempre a punto del desplome, con el sudor metiéndose en los ojos. No había llegado a imaginar el modo en que la arena consigue colarse por todos lados, incluyendo la boca. Ni había tenido en cuenta en sus sueños la dificultad de guiarse por el sol cuando el sol se halla justo sobre la cabeza. El diminuto charco de sombra bajo sus pies no le servía de guía para orientarse. Continuamente tenía que girarse para mirar hacia atrás y comprobar que la línea de sus huellas era recta. Lo cual le preocupaba porque era tiempo perdido.

Tiempo perdido o no, al final se vio forzado a detenerse a descansar, agachándose en un hueco de las arenas en donde había un pequeño trozo de sombra. Se sentía como un pedazo de carne en la parrilla de carbón de Jamal. Mojó la servilleta con el vino y la estrujó sobre su cabeza, viendo cómo sus mejores ropas se llenaban de manchas rojas. Lo único que le convencía de que no iba a morir era la profecía de Flor-en-la-noche. Si el destino había decretado que ella y él se casarían, era seguro que sobreviviría, puesto que no se habían casado todavía. Después pensó en su propia profecía, la que había puesto por escrito su padre. Puede que tuviese más de un significado. De hecho, podría haberse hecho realidad ya, pues, ¿no se había alzado sobre todos los demás hombres de la tierra volando en la alfombra mágica? O quizá se refería a la estaca de veinte metros.

Este pensamiento lo obligó a levantarse y ponerse de nuevo a caminar.

La tarde fue todavía peor. Abdullah era joven y delgado, pero la vida de un mercader de alfombras no incluye largos paseos. Le dolía todo, desde los talones a la punta de la cabeza (sin olvidar los dedos de los pies, que parecían estar en carne viva). Además, una de sus botas le hacía rozaduras con el monedero. Sus piernas estaban tan cansadas que apenas podía moverlas. Pero sabía que tenía que poner el horizonte entre él y el oasis antes de que los bandidos empezaran a buscarlo o apareciese la flota de camellos. Puesto que no estaba seguro de lo lejos que estaba el horizonte, siguió adelante.

Al atardecer, todo lo que le hacía continuar era el convencimiento de que vería a Flor-en-la-noche por la mañana. Ese sería el siguiente deseo que le pediría al genio. Aparte de eso, hizo voto de dejar de beber vino y juró no volver a ver un grano de arena.

Cuando cayó la noche, se desplomó en un banco de arena y se durmió.

Al amanecer, sus dientes rechinaban y no podía dejar de pensar en la congelación. El desierto era tan frío de noche como caliente de día. Aun así, Abdullah sabía que sus problemas casi habían acabado. Se sentó en la parte más cálida del banco de arena, mirando el dorado arrobamiento del amanecer en el este, y se reanimó con los restos que le quedaban de comida y el trago final del odioso vino. Sus dientes dejaron de rechinar, pero su boca sabía como si perteneciera al perro de Jamal.