El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Howl daba golpecitos en el suelo, enfadado, con uno de los pies calzados en botas malva.

—Quizá —dijo—, tu nuevo amigo podría pedirte que llevaras este castillo abajo, a donde pertenece.

Abdullah se sintió un poco triste. Howl parecía estar dejando claro que él y Abdullah no se conocían el uno al otro. Pero cogió la indirecta. Hizo una reverencia.

—Oh, zafiro entre los seres sobrenaturales —dijo—, llama de festividad y vela entre alfombras, cien veces más magnífico en tu forma real que como preciado tapiz.

—¡Avanza! —masculló Howl.

—¿Consentirías gentilmente en recolocar este castillo en la Tierra? —terminó Abdullah.

—Con placer —dijo Calcifer.

Todos sintieron cómo bajaba el castillo. Fue tan rápido al principio que Sophie se agarró firmemente al brazo de Howl y un montón de princesas gritaron. Como dijo Valeria en voz alta, el estómago de alguien se había quedado atrás, en el cielo. Era posible que Calcifer no tuviera práctica después de estar en una forma inadecuada durante tanto tiempo. Cualquiera que fuese la razón, el descenso disminuyó de velocidad después de un minuto y se hizo tan suave que apenas lo notaba ya nadie. Y menos mal, porque mientras descendía, el castillo empezó a ser notablemente más pequeño. Todos se daban empujones entre sí y tenían que luchar por hacerse sitio para poder mantener el equilibrio. Las paredes se movieron hacia adentro, transmutándose de pórfido nuboso en yeso común mientras llegaban al suelo. El techo se desplazó hacia abajo. Y sus bóvedas se transformaron en grandes vigas negras y una ventana apareció detrás de donde había estado el trono. Estaba oscuro al principio. Abdullah se volvió hacia la ventana ansiosamente para mirar por última vez el mar transparente con sus islas de atardecer, pero tan pronto como la ventana se convirtió en una ventana real, sólida, fuera sólo quedó cielo, inundando la habitación (que ahora era del tamaño de la habitación de una casita) de pálido atardecer amarillo. Para entonces todas las princesas estaban amontonadas, Sophie estaba aplastada en una esquina agarrando a Howl con un brazo y a Morgan con el otro y Abdullah estaba estrujado entre Flor-en-la-noche y el soldado.

Abdullah se dio cuenta de que el soldado no había dicho una palabra en mucho tiempo. De hecho se comportaba definitivamente de una manera rara. Se había puesto de nuevo sus velos prestados sobre la cabeza y estaba inclinado sobre un banco pequeño que había aparecido junto a la chimenea mientras el castillo menguaba.

—¿Estás bien? —le preguntó Abdullah.

—Perfectamente —dijo el soldado. Incluso su voz sonaba rara.

La princesa Beatrice se abrió camino para llegar a él.

—¡Oh, aquí estás! —dijo ella—. ¿Qué pasa contigo? ¿Estás preocupado de que deshaga mi promesa ahora que volvemos a la normalidad? ¿Es eso?

—No —dijo el soldado—. O quizá sí. Esto te va a molestar.

—No me molestará para nada —dijo bruscamente la princesa Beatrice. Cuando hago una promesa, la mantengo. El príncipe Justin puede irse a… Puede irse a freír pimientos.

—Pero yo soy el príncipe Justin —añadió el soldado.

—¿Qué? —exclamó la princesa Beatrice.

Muy despacio y con vergüenza el soldado se quitó sus velos y la miró. La suya era todavía la misma cara, los mismos ojos azules completamente inocentes o profundamente deshonestos, o ambas cosas a la vez, pero ahora era una cara más suave y educada. Otro tipo de marcialidad emanaba de él.

—Ese maldito demonio me encantó también —dijo—. Ahora lo recuerdo. Estaba aguardando en un bosque al pelotón de búsqueda para recibir el informe. —Parecía muy arrepentido—. Buscábamos a la princesa Beatrice…, esto, tú…, tú sabes…, sin mucha suerte, y de repente mi tienda salió volando y allí estaba el demonio, agazapado entre los árboles. «Me llevo a la princesa» —me dijo—. «Y puesto que tú has derrotado su país con el injustificado uso de la magia, serás uno de los soldados derrotados, a ver si eso te gusta.» Y la siguiente cosa que supe es que deambulaba en el campo de batalla creyendo ser un soldado estrangiano.

—¿Y te pareció odioso? —preguntó la princesa Beatrice.

—Bueno —dijo el príncipe—. Fue duro. Pero en cierto modo me hice con aquello y aprendí todas las cosas útiles que pude, e ideé algunos planes. Ahora veo que tengo que hacer algo por todos esos soldados derrotados. Pero… —Una sonrisa que era puramente la del viejo soldado cruzó su cara—. Para decir la verdad, disfruté muchísimo, vagando por Ingary Me lo pasé bien estando embrujado. Soy como ese demonio, en realidad. Volver a gobernar es lo que me deprime.

—Bueno, ahí te puedo ayudar yo —dijo la princesa Beatrice—. Después de todo, sé de qué va eso.

—¿De verdad? —dijo el príncipe y la miró del mismo modo que el soldado había mirado al gatito en su sombrero.

Flor-en-la-noche le dio un suave y encantador golpecito con el codo a Abdullah.

—¡El príncipe de Ochinstan! —susurró—. ¡No hay necesidad de temerle!

Poco después, el castillo llegó a tierra tan ligeramente como una pluma. Flotando por las vigas del techo, Calcifer anunció que lo había colocado en los campos de las afueras de Kingsbury.

—Y he mandado un mensaje a uno de los espejos de Suliman —dijo con petulancia.

Eso exasperó a Howl:

—Yo también —replicó con enfado—. Te haces cargo de muchas cosas tú solo, ¿no?

—Entonces recibió dos mensajes —dijo Sophie—, ¿y qué?

—¡Qué cosa más estúpida! —exclamó Howl, y empezó a reír.

También Calcifer chisporreteó con risas, parecían de nuevo amigos. Reflexionando, Abdullah entendió cómo se sentía Howl. Había estado ardiendo de enfado durante todo el tiempo que había sido un genio, y aún ardía de enfado, y no tenía a nadie con quien desquitarse excepto Calcifer. Y probablemente Calcifer sentía lo mismo. Ambos tenían una magia demasiado poderosa como para arriesgarse a enfadarse con la gente normal.

Claramente, ambos mensajes habían llegado a su destino. Alguien frente a la ventana gritó «¡Mirad!» y todo el mundo se amontonó para ver cómo se abrían las puertas de Kingsbury y dejaban pasar el carruaje de rey, que aceleraba el paso tras una escuadrilla de soldados. De hecho, era un desfile. Los carruajes de numerosos embajadores seguían al del rey, engalanados con la insignia de casi todos los países donde Hasruel había raptado princesas.

Howl se giró hacia Abdullah.

—Siento que te conozco bastante bien —dijo—. ¿Y tú a mí? —preguntó Howl.

Abdullah se inclinó:

—Al menos tan bien como tú me conoces a mí.

—Eso me temía —dijo Howl con pesar—. Bien, entonces sé que puedo contar contigo para que des una buena y rápida charla cuando sea necesario. Y será necesario en cuanto todos esos carruajes lleguen aquí.

Así fue. Siguió un momento de máxima confusión durante el transcurso del cual Abdullah se quedó ronco. Pero, en lo que concernía a Abdullah, la parte más confusa fue que cada princesa, por no hablar de Sophie, Howl y el príncipe Justin insistían en decirle al rey lo valiente e inteligente que Abdullah había sido. Abdullah quería corregirlos. No había sido valiente, sólo había estado en las nubes porque Flor-en-la-noche le amaba.

El príncipe Justin llevó a Abdullah aparte, a una de las muchas antesalas del palacio:

—Acéptalo —dijo—. Nadie es alabado nunca por las razones apropiadas. Mírame. Los estrangianos están encantados conmigo porque les estoy dando dinero a sus viejos soldados y mi real hermano está radiante porque he dejado de poner trabas a la boda con la princesa Beatrice. Todo el mundo piensa que soy un príncipe modelo.

—¿Te opusiste a casarte con ella? —preguntó Abdullah.

—Oh, sí —dijo el príncipe—. No la conocía entonces, por supuesto. El rey y yo habíamos tenido una de nuestras peleas al respecto y yo amenacé con tirarlo por el tejado del palacio. Cuando desaparecí, pensó que me había ido un tiempo con una rabieta. Ni siquiera había empezado a preocuparse.

El rey estaba tan encantado con su hermano y con Abdullah por traer a Valeria y a su otro mago real que encargó una magnífica boda doble para el día siguiente. Esto sumó urgencia a la confusión. Howl fabricó rápidamente un extraño simulacro de mensajero del rey (construido en su mayor parte de pergamino), el cual fue enviado por medios mágicos al sultán de Zanzib, para ofrecerle transporte a la boda de su hija. Este simulacro volvió media hora después, bastante deteriorado, con las noticias de que el sultán tenía una estaca de veinte metros preparada para Abdullah si alguna vez mostraba su cara en Zanzib de nuevo. Así que Sophie y Howl fueron a hablar con el rey, y el rey creó dos nuevos puestos llamados «Embajadores Extraordinarios para el Reino de Ingary» y le dio esos puestos a Abdullah y Flor-en-la-noche esa misma noche.

La boda del príncipe y el embajador hizo historia, pues la princesa Beatrice y Flor-en-la-noche tenían catorce princesas cada una como damas de honor y el rey en persona entregó a las novias. Jamal fue el padrino de Abdullah y, mientras le pasaba a Abdullah el anillo, le informó en susurros de que los ángeles se habían marchado muy temprano esa mañana, llevándose la vida de Hasruel con ellos.

—¡Otra cosa buena! —dijo Jamal—. Ahora mi pobre perro dejará de rascarse.

Casi las únicas personas notables que no asistieron a la boda fueron el mago Suliman y su esposa. Esto tenía que ver indirectamente con el enfado del rey. Parecía que Lettie le había hablado tan decididamente al rey cuando este se dispuso a arrestar al mago Suliman, que se había puesto de parto mucho antes de la fecha. El mago Suliman tenía miedo de apartarse de su lado. Y así, el mismo día de la boda Lettie dio a luz a una hija completamente sana.

—¡Oh, dios! —dijo Sophie—. Sabía que estaba hecha para ser tía.

La primera tarea de los dos nuevos embajadores fue acompañar a las numerosas princesas raptadas a sus hogares. Algunas de ellas, como la diminuta princesa de Tsapfan, vivían tan lejos que apenas se había oído hablar de sus países. Los embajadores tenían instrucciones de hacer alianzas de comercio y también de anotar todos los lugares extraños que encontraran por el camino, con vistas a una futura exploración. Howl había conversado con el rey y ahora, por alguna razón, toda Ingary hablaba de trazar el mapa del globo. Se estaban eligiendo y formando grupos de exploradores.

Entre viajar, mimar princesas y discutir con reyes extranjeros, Abdullah estaba, de algún modo, demasiado ocupado para hacer su confesión a Flor-en-la-noche. Siempre parecía que habría un momento más prometedor al día siguiente. Pero al final, cuando estaban a punto de llegar al muy lejano Tsapfan, de dio cuenta de que no podía retrasarlo más.

Respiró hondo. Sintió que el color abandonaba su cara.

—En realidad, no soy un príncipe —lo soltó. Al fin. Ya estaba dicho.

Flor-en-la-noche levantó la vista de los mapas que estaba dibujando. La lamparita de la tienda la hacía casi más maravillosa de lo normal.

—¡Oh!, ya lo sé —dijo.

—¿Qué? —susurró Abdullah.

—Bueno, naturalmente, cuando estuve en el castillo en el aire, tuve mucho tiempo para pensar en ti —dijo—. Y pronto me di cuenta de que estabas fantaseando, porque todo era muy parecido a mi propia ensoñación, sólo que al revés. Yo solía imaginar que era una chica normal, ya ves, y que mi padre era un mercader de alfombras en el Bazar. Solía imaginar que le llevaba el negocio.

—¡Eres maravillosa! —dijo Abdullah.

—Y tú también —dijo, y volvió a su mapa.

Volvieron a Ingary en el tiempo convenido, con un caballo sobrecargado con las cajas de caramelos que las princesas habían prometido a Valeria. Había chocolates y naranjas cubiertas de azúcar, y coco glaseado, y nueces con miel, pero lo más maravilloso de todo fueron los dulces de la princesa diminuta, capa sobre capa de delgado papel de caramelo que la princesa diminuta llamaba Hojas de Verano. Venían en una caja tan hermosa que la princesa Valeria la usó como joyero cuando se hizo mayor. Insólitamente, Valeria casi había dejado de gritar. El rey no lo podía entender, pero como ella le explicó a Sophie, si treinta personas te dicen a la vez que tienes que gritar, eso te quita las ganas por completo.

Sophie y Howl volvieron a vivir (discutiendo bastante, hay que confesarlo, aunque decían que eran felices de esa manera) en el castillo ambulante. Una de sus fachadas era una bonita mansión en el valle de Chipping. Cuando Abdullah y Flor-en-la-noche regresaron, el rey les dio también unas tierras en el valle de Chipping y permiso para construir allí un palacio. La casa que construyeron era bastante modesta (incluso tenía un techo de paja) pero sus jardines pronto comenzaron a ser una de las maravillas del lugar. Se decía que al menos uno de los magos reales le había ayudado en su diseño, pues ¿de qué otra manera podría tener un embajador un bosque de jacintos azules que daba flores todo el año?

Fin