El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Después del baño, el soldado no parecía más débil en absoluto, si bien el tono de su piel se había vuelto de un moreno más pálido. Al parecer, Medianoche había salido corriendo con la simple visión del agua pero Mequetrefe, aseguró el soldado, había disfrutado cada momento.

—¡Jugaba con las pompas de jabón! —dijo con adoración.

—Espero que te creas merecedora de todo este embrollo —dijo Abdullah dirigiéndose a Medianoche mientras esta se sentaba en su cama, limpiándose delicadamente tras comer su leche y su pollo. La gata se giró y le dedicó una mirada desdeñosa (¡por supuesto que lo merecía!) antes de continuar con la seria tarea de lavarse las orejas.

La cuenta, a la mañana siguiente, era enorme. La mayor parte del cargo extra era debido al agua caliente, pero cojines, cestas e hierbas sumaban también una cantidad importante. Abdullah tiritó al pagar y preguntó con preocupación cuánto camino faltaba hasta Kingsbury.

«Seis días a pie», le dijeron.

—¡Seis días! —Abdullah casi lanzó un gruñido. Seis días gastando a este ritmo y, cuando al fin la encontrara, apenas podría mantener a Flor-en-la-noche en la más calamitosa pobreza. Peor aún, tendría que soportar seis días de enredos del soldado y los gatos antes si quiera de poder pescar un brujo y comenzar la búsqueda. No, pensó Abdullah. Su siguiente deseo sería que el genio los transportara a todos a Kingsbury. Eso significaba que sólo tendría que aguantar otro dos días más.

Reconfortado con este pensamiento, bajó por la carretera dando grandes zancadas con Medianoche montada serenamente en sus hombros y la botella del genio balanceándose de un lado a otro. El sol brillaba. Después del desierto, el verdor del campo era un auténtico placer para Abdullah. Incluso empezaba a apreciar las casas de tejados de hierba. Tenían deliciosos jardines silvestres y, en muchas de ellas, había rosas u otras flores enredadas en las puertas. El soldado le dijo que los tejados de hierba eran costumbre allí. Se llamaban techos de paja y aseguró que servían para evitar la lluvia, cosa que le pareció muy difícil de creer a Abdullah.

Al poco tiempo, Abdullah estaba inmerso en otra de sus fantasías. En esta ocasión, Flor-en-la-noche y él vivían en una casita de tejado de hierba y rosas alrededor de la puerta. Pensó que podría fabricar para ella tal jardín que sería la envidia de todos en kilómetros a la redonda. Se puso a planificar el jardín.

Desafortunadamente, hacia el final de la mañana, su sueño fue interrumpido por unas gotas de lluvia cada vez más numerosas. Medianoche odiaba la lluvia y se quejaba ruidosamente en el oído de Abdullah.

—Métela dentro de tu chaqueta —dijo el soldado.

—No puedo hacer eso, oh, adorador de los animales —dijo Abdullah—. Ella no me quiere a mí más de lo que yo la quiero a ella y no hay duda de que aprovecharía la oportunidad para arañarme el pecho.

El soldado le dio a Abdullah su sombrero, con Mequetrefe en su interior cuidadosamente cubierto con un sucio pañuelo, y metió a Medianoche dentro de su propia chaqueta.

Siguieron caminando medio kilómetro más. Para entonces llovía a cántaros.

El genio dejó asomar un anguloso rastro de humo azul de la botella.

—¿No puedes hacer algo con toda esta agua que me está cayendo encima?

Con su pequeño y chirriante hilo de voz, Mequetrefe venía a decir lo mismo. Abdullah se sacó el pelo mojado de los ojos y se sintió agobiado.

—Tendremos que encontrar algún sitio donde refugiarnos —dijo el soldado.

Afortunadamente, había una fonda a la vuelta de la esquina. Chapoteando, entraron agradecidos en la cantina de la fonda y Abdullah comprobó encantado que el techo de hierba no dejaba pasar la lluvia.

El soldado (y Abdullah ya se estaba acostumbrando a esto) pidió un salón privado con chimenea para que los gatos estuvieran cómodos y comida para los cuatro. Abdullah también se estaba acostumbrando a preguntarse por cuánto le saldría todo aquello, aunque tuvo que admitir que el fuego era muy bienvenido. Chorreando, se instaló frente a la chimenea con un vaso de cerveza (en esta fonda en particular, la cerveza sabía como si realmente procediera de un camello que estuviese bastante indispuesto) a la espera del almuerzo. Medianoche secó al gatito y después se secó a sí misma. El soldado colocó las botas junto al fuego y dejó que humearan mientras el genio de la botella, por su parte, se amodorraba en la chimenea y también humeaba. Nadie se quejó de nada, ni siquiera el genio.

Entonces escucharon el sonido de caballos en el exterior. Lo cual no era inusual. La mayoría de la gente de Ingary viajaba a caballo siempre que le era posible. Tampoco era sorprendente que unos caballos se detuvieran en la fonda. Debían estar tan mojados como ellos. Abdullah estaba pensando que tendría que haber pedido al genio que los proveyera de caballos en lugar de leche y salmón, cuando escuchó los gritos que los jinetes proferían al posadero por la ventana del salón:

—¡Dos hombres, un soldado de Strangia y un tipo de tez oscura vestido de forma extravagante, buscados por asalto y robo!, ¿los has visto?

Antes de que los jinetes hubieran terminado de gritar, el soldado se había situado junto a la ventana de la estancia, con la espalda apoyada sobre el muro, de modo que podía mirar a través de ella sin ser visto y, de algún modo, había cogido su morral con una mano y su sombrero con la otra.

—Hay cuatro —dijo—, por el uniforme no hay duda de que son guardias.

Lo único que Abdullah podía hacer era permanecer boquiabierto del disgusto, pensando que eso era lo que pasaba cuando uno iba pidiendo cestas para gatos y baños y daba razones a los posaderos para no olvidarle. «¡Salones privados!», pensó cuando escuchó al posadero afirmar que sí, que de hecho los dos hombres estaban ahora mismo en el salón pequeño.

El soldado lanzó su sombrero a Abdullah.

—Pon a Mequetrefe aquí dentro. Después coge a Medianoche y prepárate para salir por la ventana en cuanto ellos entren en la fonda.

Mequetrefe había elegido aquel momento para ir de exploración debajo de un asiento de roble. Abdullah se lanzó por él. Mientras se arrastraba de rodillas hacia atrás con el gatito retorciéndose en su mano, pudo escuchar el golpeteo de unas botas en el suelo de la cantina. El soldado estaba abriendo el cerrojo de la ventana. Abdullah puso a Mequetrefe en el sombrero y se volvió a buscar a Medianoche. Y entonces vio la botella del genio, que se calentaba en la chimenea. Medianoche estaba en el otro extremo de la habitación, subida sobre un alto estante. La situación era desesperanzadora. El sonido de las botas se escuchaba cada vez más cerca, y se dirigía hacia la puerta de la habitación. El soldado le daba golpes a la ventana, que parecía estar atrancada.

Abdullah cogió rápidamente la botella.

—¡Ven aquí, Medianoche! —dijo y corrió hacia la ventana, donde chocó con el soldado, que estaba retrocediendo.

—¡Apártate! —dijo el soldado—. Esto está atrancado. Voy a darle una patada.

Mientras Abdullah se tambaleaba, la puerta se abrió de golpe y tres corpulentos hombres de uniforme irrumpieron en la habitación. Al mismo tiempo, las botas del soldado golpearon con una patada el marco de la ventana. Esta se abrió violentamente y el soldado se precipitó al exterior por el alféizar. Los tres hombres gritaron. Dos se dirigieron a la ventana y uno se lanzó a por Abdullah. Abdullah volcó el asiento de roble, salió corriendo hacia la ventana y saltó al exterior sin pensárselo dos veces, saliendo de nuevo a la lluvia.

Justo después se acordó de Medianoche, y se dio la vuelta.

La gata estaba enorme de nuevo, más grande que nunca, y se cernía como una sombra negra bajo la ventana, enseñando sus inmensos colmillos blancos a los tres hombres, que chocaron y cayeron uno sobre el otro al intentar escapar a toda prisa por la puerta. Abdullah salió corriendo tras el soldado, agradecido. Corría como loco en dirección a la esquina más alejada de la fonda. El cuarto guardia, que se había quedado sujetando los caballos, comenzó a perseguirlos a la carrera hasta que se dio cuenta de su estupidez y volvió por los caballos y estos, a su vez, se asustaron y salieron cabalgando cuando lo vieron correr hacia ellos. Mientras Abdullah trataba de dar alcance al soldado, apresurándose a través del encharcado huerto de la cocina, escuchó el griterío de los cuatro guardias que intentaban atrapar a sus caballos.

El soldado era un experto en huidas. Sin perder el más mínimo instante, encontró un camino que conducía desde el jardín de verduras a un sembradío y, allí, una cancela que daba a campo abierto. La espesura cubierta de lluvia que se divisaba en la distancia era una promesa de seguridad.

—¿Cogiste a Medianoche? —jadeó el soldado mientras trotaban por la empapada hierba del campo.

—No —dijo Abdullah—, No tenía aliento para explicarse.

—¿Qué? —exclamó el soldado. Se paró y dio media vuelta.

En ese preciso momento, los cuatro caballos, cada uno con su respectivo guardia subido a la silla de montar, llegaron saltando la valla del sembradío. El soldado profirió una violenta maldición. Abdullah y él aceleraron hacia la espesura. Cuando alcanzaron los arbolados alrededores, los jinetes ya habían recorrido la mitad de la distancia que los separaba. El soldado y Abdullah atravesaron los arbustos y se introdujeron en el campo arbolado cuyo suelo, para sorpresa de Abdullah, estaba poblado de miles de flores que cubrían de azul la lejanía, como si fuesen una alfombra.

—¿Qué… estas flores? —jadeó.

—Jacintos del bosque —dijo el soldado—. Si has perdido a Medianoche, te mataré.

—No la he perdido. Ella nos encontrará. Creció. Te lo dije. Magia —jadeó de nuevo.

El soldado no había visto nunca ese truco de Medianoche. No creyó a Abdullah.

—Más rápido —dijo—. Tenemos que dar un rodeo y volver a recogerla.

Se apresuraron, pisoteando los jacintos, sofocados con su extraño e intenso perfume. De no ser por la negra tempestad y los gritos de los guardias, habría creído que corrían sobre el suelo del cielo. Volvió rápidamente a su sueño. Pensó que cuando hiciera el jardín de la casa que compartiría con Flor-en-la-noche, tendría jacintos azules como estos a miles. Pero eso no le hizo pasar por alto que estaban dejando un rastro de quebrados tallos blancos y flores destrozadas. Y no podía dejar de escuchar el ruido de ramas rotas que hacían los guardias mientras espoleaban los caballos por el bosque, en su búsqueda.

—La situación es desesperada —dijo el soldado—. Haz que ese genio tuyo consiga que los guardias nos pierdan de vista.

—Ten en cuenta…, oh, zafiro de los soldados… No habrá deseos… pasado mañana —jadeó Abdullah.

—Que te adelante otro —dijo el soldado.

El humo azul asomó con enfado de la botella que llevaba Abdullah en la mano.

—Te concedí el último deseo con la única condición de que me dejaras tranquilo —dijo el genio—. Lo único que pido es que me dejéis en paz en mi botella, a solas con mi dolor. ¿Y eso hacéis? No. Al primer signo de problemas, empezáis a lloriquear en busca de un deseo extra. ¿Es que no hay nadie aquí que me tenga en cuenta?

—Emergencia… Oh, jacinto… jacinto de los espíritus embotellados —resopló Abdullah—. Transpórtanos lejos de aquí.

—No, no hagas eso —dijo el soldado—, no desees que nos aleje de aquí sin Medianoche. Mejor que nos haga invisibles hasta que la encontremos.

—Jade azul de los genios —jadeó Abdullah.

—Si hay algo que odio —interrumpió el genio, alzándose en una nube malva— más que esta lluvia y que me den la lata continuamente pidiendo deseos por adelantado, es que me coaccionen con florituras. Si quieres un deseo, habla claro.

—Llévanos a Kingsbury —dijo Abdullah con sofoco.

—Haz que nos pierdan esos tipos —dijo a la vez el soldado.