El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Después, se fueron. Un agitado aprendiz abrió la puerta de par en par.

—Señor, señor. ¡Los custodios han caído! No pudimos sujetar…

El mago Suliman agarró al joven del brazo y se lo llevó corriendo a la otra habitación, volviéndose para decir:

—¡Regresaré en cuanto pueda! ¡La princesa Valeria está en peligro!

Abdullah se asomó a los espejos para ver qué le estaba pasando al soldado y al bebé, pero los redondos cristales sólo le devolvieron su propia cara preocupada y la de Sophie y Lettie.

—¡Ay! —dijo Sophie—. Lettie, ¿no puedes hacer que funcionen?

—No, son la especialidad de Ben —dijo Lettie.

Abdullah reparó en la alfombra desenrollada y en la botella del genio que tenía el soldado en la mano.

—En ese caso, oh, par de perlas gemelas —dijo—, oh, adorables señoras, con vuestro permiso volveré corriendo a la posada antes de que haya quejas por el ruido.

Sophie y Lettie dijeron a coro que ellas irían también. Abdullah no podía culparlas por ello, pero estuvo a punto de hacerlo cinco minutos después. Al parecer, Lettie no estaba preparada para salir a toda prisa por las calles en su interesante estado. Cuando los tres se apresuraron a través del caótico embrollo de conjuros rotos de la habitación contigua, el mago Suliman dejó un instante de colocar nuevas cosas entre las ruinas y ordenó a Manfred que sacara el carruaje. Y mientras Manfred lo hacía, Lettie llevó a Sophie escaleras arriba para conseguirle ropa apropiada.

Abdullah se quedó dando vueltas por el vestíbulo. A ojos de cualquiera, no esperó más de cinco minutos, pero durante ese tiempo intentó abrir la puerta principal al menos diez veces y en cada ocasión un conjuro la mantenía cerrada. Pensó que se iba a volver loco. Le pareció que había pasado un siglo cuando Sophie y Lettie bajaron las escaleras, ambas elegantemente vestidas para salir, y Manfred abrió la puerta principal y les señaló un pequeño carruaje tirado por un bonito capón zaino, esperando sobre el empedrado.

Abdullah pensó en subir de un salto al carruaje y espolear al caballo. Pero, por supuesto, eso no era educado. Tuvo que esperar hasta que Manfred ayudó a subir a las señoras y se colocó él mismo en el asiento del conductor. El carruaje salió impulsado mientras Abdullah se apretujaba en el asiento junto a Sophie, y repiqueteó por el empedrado, deprisa aunque no lo suficiente en opinión de Abdullah. Apenas podía soportar el pensamiento de lo que estaría haciendo el soldado.

—Espero que Ben pueda lograr que parte de los custodios regresen pronto con la princesa —dijo Lettie preocupada mientras rodaban vigorosamente a través de una plaza.

Las palabras acababan de salir de su boca cuando llegó hasta sus oídos una rápida descarga de explosiones, como fuegos artificiales mal manejados. Una campana comenzó a sonar en alguna parte, lúgubre y apresurada… ¡Tan, tan! ¡Tan, tan!

—¿Qué es todo eso? —preguntó Sophie, y después se respondió a sí misma, señalando y gritando—: ¡Maldición! ¡Mirad, mirad, mirad!

Abdullah estiró su cuello para ver lo que ella estaba señalando. Pudo ver la negra extensión de unas alas que tapaban las estrellas sobre las cúpulas más cercanas y las torres. Más abajo, de la cima de varias torres, llegaron los pequeños fulgores y los sonidos de un gran número de disparos, los soldados intentaban darle a las alas. Abdullah podría haberles dicho que ese tipo de cosas no funciona contra los demonios. Las alas revolotearon impasiblemente y giraron hacia arriba y después se desvanecieron en la azul oscuridad del cielo de la noche.

—Tu amigo el demonio —dijo Sophie—. Creo que hemos distraído a Ben en un momento crucial.

—Eso es justo lo que el demonio pretendía que hicieras, antigua felina —dijo Abdullah—. Si lo recuerdas, cuando se marchaba remarcó que uno de nosotros le ayudaría a raptar a la princesa.

Por toda la ciudad, las campanas se unían para dar la alarma. La gente corría por las calles y miraba hacia arriba. El carruaje continuó su tintineo a través de un creciente clamor y se vio forzado a ir más y más lentamente conforme más gente se agolpaba en las calles. Todos parecían saber qué había ocurrido: «La princesa se ha ido», escuchó Abdullah. «Un demonio ha raptado a la princesa Valeria.» La mayoría parecía sobrecogida y atemorizada, pero uno o dos decían: «¡Deberían colgar a ese mago real! ¡Para qué se le paga!».

—¡Ay, querida! —dijo Lettie—. ¡El rey no creerá que Ben ha estado trabajando muy duro para impedir que esto pasara!

—No te preocupes —dijo Sophie—, tan pronto como haya agarrado a Morgan, iré y le contaré lo que ha pasado al rey. Se me da bien contarle cosas al rey.

Abdullah la creyó. Se sentó y tembló como un flan de la impaciencia.

Después de lo que se le antojó otro siglo, pero que probablemente sólo fueran cinco minutos, el carruaje se abrió paso en el abarrotado patio de la posada. Estaba lleno de gente que miraba hacia arriba. «Vi sus alas», escuchó Abdullah decir a un hombre. «Era un pájaro monstruoso que tenía a la princesa atrapada entre sus garras.»

El carruaje se detuvo. Al fin, Abdullah pudo dar rienda suelta a su impaciencia. Saltó fuera, gritando:

—¡Despejad el camino, despejad el camino, oh, gente! ¡Aquí hay dos brujas con negocios importantes que hacer! —Con continuos gritos y empujones, se las apañó para llevar a Sophie y a Lettie hasta la puerta de la posada y empujarlas dentro. Lettie estaba muy avergonzada.

—¡Preferiría que no fueras diciendo que soy una bruja! —dijo ella—. A Ben no le gusta que la gente lo sepa.

—Ahora mismo no tendrá tiempo de pensar en eso —dijo Abdullah. Las empujó junto al posadero, que las miraba, y hacia las escaleras—. Aquí están las dos brujas de las que te hablé, oh, el más celestial de los posaderos —le dijo al hombre—. Están ansiosas por ver sus gatos. —Subió saltando los escalones. Adelantó a Lettie, después a Sophie y luego voló hasta el rellano. Abrió de golpe la puerta de la habitación.

—No hagas nada de lo que te puedas arrepentir… —comenzó a decir y después se detuvo al darse cuenta del total silencio que había en el interior.

La habitación estaba vacía.

Capítulo 17

En el que Abdullah alcanza al fin el castillo en el aire

Había un cojín en la mesa, dentro de una cesta, entre los restos de comida de la cena. Y una arrugada oquedad en una de las camas y una nube de tabaco sobre ella, como si el soldado hubiese estado tumbado fumando hasta hace muy poco. La ventana estaba cerrada. Abdullah corrió hacia allí, intentando abrirla y mirar fuera (no por ninguna razón en especial, sino porque eso fue todo lo que se le ocurrió), pero se tropezó con un platillo lleno de leche. El platillo se volcó, derramando una larga raya de leche blanca y espesa encima de la alfombra mágica.

Abdullah se quedó mirándola. Al menos la alfombra estaba todavía allí. ¿Qué significaba aquello? No había señales del soldado y desde luego no había señales de un bebé ruidoso en ninguna parte de la habitación. Y, mirando rápidamente hacia todos los sitios en los que pudo pensar, se dio cuenta de que tampoco había señales de la botella del genio.

—¡Oh, no! —dijo Sophie, llegando a la puerta—. ¿Dónde está? Si la alfombra sigue aquí, no puede haber ido lejos.

Abdullah deseó estar tan seguro como ella.

—No deseo alarmarte, madre del bebé más móvil de todos —dijo—, pero he de observar que parece que el genio también falta.

Un ligero ceño arrugó la piel de la frente de Sophie.

—¿Qué genio?

Abdullah recordó que, siendo Medianoche, Sophie nunca había dado muestras de notar la existencia del genio y entonces llegó Lettie resoplando a la habitación, con una mano apoyada en su costado.

—¿Qué pasa? —jadeó.

—No están aquí —dijo Sophie—. Supongo que el soldado ha debido llevar a Morgan con la posadera. Ella debe saber de bebés.

Con la sensación de estar agarrándose a un clavo ardiendo, Abdullah dijo: «Voy a ver». Era posible que Sophie tuviese razón, eso es lo que haría la mayoría de los hombres si se encontrara de repente con un bebé gritón (siempre y cuando ese mismo hombre no tuviese entre sus manos un genio embotellado), pensó mientras bajaba corriendo el primer tramo de escaleras.

El último tramo de escaleras estaba lleno de gente que se dirigía hacia arriba, hombres que calzaban pesadas botas y una especie de uniforme. El posadero les mostraba el camino diciendo: «En el segundo piso, caballeros. Vuestra descripción del estrangiano casaría con este hombre si se hubiese cortado la trenza y el joven es obviamente el cómplice del que habláis».

Abdullah se giró y volvió a subir aprisa las escaleras, esta vez de puntillas, de dos en dos escalones.

—¡Desastre general, oh, las más hechiceras entre las mujeres! —dijo jadeando a Lettie y a Sophie—. El posadero, un pérfido empresario, trae guardias para arrestarnos a mí y al soldado. ¿Qué podemos hacer?

Era el momento idóneo para que una mujer decidida tomase las riendas. Abdullah se alegró de que Sophie fuese una de ellas. Actuó enseguida. Cerró la puerta y echó el pestillo.

—Dame tu pañuelo —le dijo a Lettie y cuando Lettie se lo pasó, Sophie se arrodilló y limpió con él la leche de la alfombra mágica—. Ven aquí —le dijo a Abdullah—, súbete conmigo y dile a la alfombra que nos lleve donde está Morgan. Tú quédate aquí, Lettie, y retén a los guardias. No creo que la alfombra pueda contigo.

—De acuerdo —dijo Lettie—. De todas formas quiero volver con Ben antes de que el rey empiece a culparlo. Pero primero le cantaré las cuarenta a ese posadero. No me vendrá mal practicar antes de ver al rey.

Lettie, tan resuelta como su hermana, cuadró sus hombros, dobló los codos y clavó los puños en su cintura, en una postura que prometía hacer pasar un mal rato al posadero y a los agentes.

Abdullah también estaba contento con Lettie. Se sentó en cuclillas sobre la alfombra y dio un suave ronquido. La alfombra tembló. Era un temblor reacio.

—Oh, fabuloso tejido, carbúnculo y crisolita entre las alfombras —dijo Abdullah—, este miserable y tosco salvaje te pide perdón encarecidamente por haber derramado leche sobre tu inestimable superficie.

Sonoros golpes llegaron de la puerta.

—¡Abre, en nombre del rey! —bramó alguien desde el otro lado.

No había tiempo para seguir adulando a la alfombra.

—Alfombra, te lo imploro —susurró—, transpórtanos a esta señora y a mí a donde el soldado haya llevado al bebé.

La alfombra tembló con irritación, pero obedeció. Se arrojó contra la ventana cerrada del modo que era habitual en ella. Esta vez, Abdullah se mantuvo lo suficientemente alerta como para alcanzar a ver por un instante, mientras la atravesaban como si fuese agua, el vidrio y el oscuro marco de la ventana y después se elevaron sobre los globos de plata que iluminaban las calles. Pero dudó de que Sophie hubiese hecho lo mismo. Agarraba el brazo de Abdullah con ambas manos y este pensó que tendría los ojos cerrados.

—Odio las alturas —dijo ella—. Espero que no esté lejos.

—Esta excelente alfombra nos llevará a la máxima velocidad, venerable bruja —añadió Abdullah, intentando confortar a la vez a Sophie y a la alfombra. Aunque no sabía si funcionaría con alguna de ellas. Sophie continuó aferrada dolorosamente a su brazo, emitiendo pequeños gritos de pánico y, tras hacer un enérgico y mareante giro alrededor de las torres y luces de Kingsbury, la alfombra rodeó vertiginosamente lo que parecían ser las cúpulas del palacio y emprendió otro circuito por la ciudad.

—¿Qué está haciendo? —jadeó Sophie. Evidentemente sus ojos no estaban cerrados del todo.

—Serenidad, oh, la más sosegada de las hechiceras —la tranquilizó Abdullah—. Gira en círculos para ganar altura a la manera de los pájaros —aunque en su interior estaba convencido de que la alfombra había perdido el rastro. Sin embargo, cuando pasaron por tercera vez sobre las luces y cúpulas de Kingsbury, se dio cuenta de que casualmente había acertado en su comentario. Ahora se elevaban varias decenas de metros más. En la cuarta vuelta, que fue más amplia que la tercera (aunque igual de mareante), Kingsbury pasó a ser un pequeño racimo enjoyado por debajo de ellos, muy a lo lejos.