El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

La alfombra apreció el gesto. Se tensó en el aire y aumentó un poco su velocidad.

—Y como el perro que soy —continuó Abdullah— te he obligado a trabajar en el calor del desierto, lastrándote terriblemente con el peso de mis cadenas. Oh, la mejor y más elegante de las alfombras, ahora pienso sólo en ti y en cuál será la mejor manera de librarte de este gran peso. Si volases a una velocidad moderada, esto es, sólo un poquito más rápido que el galope de un camello, hacia el lugar del desierto más cercano al norte, donde encontráramos a alguien que me quitara estas cadenas… ¿Se ajustaría esto a tu afable y aristocrática naturaleza?

Ahora sí parecía haber tocado la fibra correcta. Una suerte de orgullo petulante emanó de la alfombra. Ascendió cerca de medio metro, cambió ligeramente de dirección y avanzó con determinación a cien kilómetros por hora. Abdullah se sujetó como pudo al filo y echó un vistazo al frustrado jinete de camellos, cuya figura fue menguando hasta convertirse en un simple punto en el desierto.

—¡Oh, el más noble de los artefactos, tú eres una sultana entre las alfombras y yo tu miserable esclavo! —dijo con descaro.

Esto gustó tanto a la alfombra que marchó incluso más rápido.

Diez minutos más tarde, remontó una duna e hizo una abrupta parada al otro lado, justo debajo de la cima. Desnivelándose. Sin poder evitarlo, Abdullah cayó rodando en una nube de arena. Y siguió rodando ruidosamente, dando brincos, levantando más arena y, tras unos esfuerzos desesperados, se deslizó con los pies por delante, como en un tobogán, abriendo un surco en la arena hasta dar de bruces con la orilla de la charca embarrada de un oasis. Unos harapientos que estaban sentados en cuclillas alrededor de algo se levantaron y dispersaron cuando Abdullah se estrelló contra ellos. Los pies de Abdullah chocaron contra lo que fuese que se arrodillaban, y eso salió despedido al interior de la charca. Uno de los hombres gritó indignado y se metió en el agua para rescatarlo. El resto sacó sables y cuchillos (e incluso una pistola de cañón largo), y rodearon amenazantes a Abdullah.

—Cortadle la garganta —dijo uno de ellos.

Abdullah parpadeó para quitarse la arena de los ojos y pensó que rara vez había visto una reunión de villanos como esta. Todos tenían cicatrices en el rostro, miradas sospechosas, malas dentaduras y desagradables expresiones. El más desagradable del lote era el hombre de la pistola. Tenía una especie de pendiente en su nariz aguileña y un bigote muy poblado. Su turbante tenía prendido un broche dorado con una llamativa piedra de color rojo.

—¿De dónde has salido? —dijo. Y pateó a Abdullah—. Explícate.

Los hombres, incluyendo al que salía ahora de la charca con una botella en la mano, miraron fijamente a Abdullah, y sus expresiones le decían que ya podía ir preparando una buena explicación. Si no…

Capítulo 7

Que presenta al genio

Abdullah todavía tenía arena en los ojos, pestañeó y observó con respeto al hombre de la pistola. Era la viva imagen del bandido de sus sueños. Debía tratarse de una coincidencia.

—Caballeros del desierto, imploro cien veces vuestro perdón —dijo muy educadamente— por entrometerme de esta manera en vuestros asuntos, pero ¿podría hablar con el más noble y mundialmente famoso de los bandidos, el sin igual Kabul Aqba?

Los bellacos que le rodeaban se quedaron atónitos. Abdullah escuchó con claridad que uno decía: «¿Cómo lo supo?». Pero el hombre de la pistola se limitó a hacer una mueca de desprecio. Algo para lo que su cara parecía estar perfectamente diseñada.

—Ese soy yo —dijo—. ¿Famoso?

Sí, era una de esas coincidencias, pensó Abdullah. Bien, al menos ahora sabía dónde se encontraba.

—¡Ay, trotamundos del desierto! —dijo—. Como vosotros, oh, nobles, yo también soy un relegado y un oprimido. He jurado venganza contra todo Rashpuht. He venido expresamente hasta aquí para unirme a vosotros y añadir la fuerza de mi mente y mis brazos a la vuestra.

—¿Sí? —dijo Kabul Aqba—. ¿Y cómo has llegado aquí? ¿Llovido del cielo, con cadenas y todo?

—Mediante la magia —dijo modestamente Abdullah. Pensó que sería lo más adecuado para impresionar a esta gente—. De hecho, oh, el más noble de los nómadas, he caído del cielo.

Desafortunadamente, no parecían impresionados. La mayoría rio. Con un movimiento de cabeza, Kabul Aqba mandó a dos de ellos a examinar el punto de llegada de Abdullah.

—Así que sabes hacer magia —dijo—. ¿Tiene algo que ver con esas cadenas que llevas?

—Desde luego —contestó Abdullah—. Soy un mago tan poderoso que el mismísimo sultán de Zanzib me cargó de cadenas por miedo a lo que puedo llegar a hacer. Tan sólo libérame de estas esposas y quítame las cadenas y presenciarás grandes cosas. —Vio de soslayo que los dos hombres regresaban portando la alfombra. Confió fervientemente en que esto fuera para bien—. Como sabes, el hierro impide a un mago usar su magia —dijo circunspecto—, permítete sacarme esto de encima y verás cómo se abre ante ti una nueva vida.

El resto de los bandidos lo miró dubitativamente.

—No tenemos cincel —dijo uno—, ni mazo.

Kabul Aqba se giró hacia los dos hombres que habían traído la alfombra.

—Esto es todo lo que había —informaron—. Ni huellas ni signos de cabalgaduras.

En ese momento, el jefe de los bandidos se acarició el bigote. Abdullah se preguntaba si se le habría enredado alguna vez en el aro de su nariz.

—Mmm… Me juego lo que sea a que es una alfombra mágica. Ponedla aquí. —Se giró sarcásticamente hacia Abdullah y dijo—: Siento desilusionarte, mago, pero puesto que te desenvuelves bien encadenado, te dejaré así y me haré cargo de tu alfombra, sólo para prevenir accidentes. Si de verdad quieres unirte a nosotros, primero tendrás que ser útil.

Para su sorpresa, Abdullah se dio cuenta de que estaba más enfadado que asustado. Tal vez hubiese agotado todo su miedo frente al sultán. O quizá era a causa del dolor. Estaba dolorido y magullado de rodar por la duna, y el grillete de uno de los tobillos le producía un brutal escozor.

—Pero te he dicho —afirmó con arrogancia— que no podré serte de ayuda hasta que me quites las cadenas.

—No es magia lo que queremos de ti. Es conocimiento —dijo Kabul Aqba. Le hizo señas al hombre que se había metido en la charca—. Explícanos qué es esto y te soltaremos las piernas como premio.

El hombre de la charca se agachó y luego mostró una botella de vientre redondeado llena de humo azul. Abdullah se apoyó sobre los codos y la miró, enojado. Parecía que era nueva. Un corcho limpio, y también reciente, sobresalía por el interior del cuello ahumado del vidrio, que había sido precintado con un sello de plomo, igualmente nuevo. Parecía un bote de perfume que hubiera perdido su etiqueta.

—Es bastante ligera —dijo el hombre agachado mientras agitaba la botella—, y no vibra ni suena al agitarse.

Abdullah trató de pensar en cómo podría usar esto para verse desencadenado.

—Es un genio embotellado —dijo—. Sabed, moradores del desierto, que podría tratarse de algo peligroso. Pero, si me quitáis las cadenas, controlaré al genio que hay dentro de la botella y me aseguraré de que obedezca cada uno de vuestros deseos. Hasta entonces, creo que no debería ser tocada por nadie.

El hombre que sostenía la botella la soltó nerviosamente, pero Kabul Aqba se rio y la recogió del suelo.

—Más bien parece una buena bebida —dijo, y lanzó el frasco a otro hombre—. Ábrelo.

El hombre soltó su sable y sacó un cuchillo largo, con el que dio golpes al sello de plomo.

Abdullah vio cómo se esfumaba su oportunidad de librarse de las cadenas. Peor aún, estaba a punto de ser desenmascarado como farsante.

—Es real y extremadamente peligroso, oh, rubí entre los atracadores —protestó—. Una vez hayas roto el sello, no debes extraer el corcho bajo ningún concepto.

Mientras hablaba, el hombre despegó el sello y lo arrojó a la arena. Comenzó a sacar el corcho ayudado por otro hombre que sostenía erguida la botella.

—Si vas a quitar el corcho —balbuceó Abdullah—, por lo menos golpea la botella el número correcto y místico de veces, y asegúrate de que el genio haga un juramento.

Salió el corcho. ¡Pop! Un hilo de vapor morado humeó al exterior por el cuello del frasco. Abdullah deseó que fuera veneno, pero el humo se espesó al instante y se precipitó formando una nube alrededor de la botella, como si fuese una caldera que borboteaba vapor malva azulado. El vapor se transformó en un rostro (grande y enfadado y azul), unos brazos y el rastro de un cuerpo que seguía conectado a la botella, y siguió creciendo hasta que alcanzó con facilidad los tres metros de alto.

—¡Hice un voto! —aulló la cara con un rugido grande y ventoso—. Aquel que me sacara de la botella sufriría. ¡Ya está! —Los neblinosos brazos gesticularon.

Los dos hombres que sujetaban corcho y botella habían dejado aparentemente de existir. El corcho y la botella cayeron al suelo y el genio se vio forzado a inclinarse desde el cuello de la botella. De entre el vapor azul, surgieron dos grandes sapos que se arrastraron mirando alrededor con perplejidad. El genio volvió a alzarse, lenta y vaporosamente, flotando sobre el frasco con los brazos cruzados y mostrando una mirada de absoluto aborrecimiento en su neblinosa cara.

Para entonces, todo el mundo había salido corriendo salvo Abdullah y Kabul Aqba. Abdullah porque, encadenado como estaba, apenas podía moverse, y Kabul Aqba porque, clara e inesperadamente, era un hombre valiente. El genio les lanzó una mirada enfadada a ambos.

—Yo soy el esclavo de la botella —dijo—. Por mucho que deteste admitirlo, debo decir que estoy forzado a conceder un deseo diario a aquel que me posea —y añadió amenazadoramente—: ¿Cuál es tu deseo?

—Deseo… —comenzó a decir Abdullah.

Kabul Aqba tapó rápidamente la boca de Abdullah con su mano.

—Yo soy el que desea —dijo—. ¡Que te quede esto bien claro, genio!

—Te escucho —profirió el genio—. ¿Cuál es el deseo?

—Un momento —dijo Kabul Aqba. Puso la cara junto al oído de Abdullah. Su aliento olía aún peor que su mano. Aunque Abdullah tuvo que admitir que ninguno de estos olores podía compararse con el del perro de Jamal.

—Bien, mago —susurró el bandido—. Has demostrado saber de lo que estás hablando. Aconséjame qué desear y te haré un hombre libre y un miembro respetado de mi banda. Pero te mataré si tratas de desear algo en tu propio beneficio. ¿Entendido? —Puso el cañón de su pistola en la cabeza de Abdullah y le quitó la mano de la boca—. ¿Cuál debería ser mi deseo?

—Bueno —dijo Abdullah—, el deseo más sabio y generoso sería volver a convertir en hombres a tus dos sapos.

Kabul Aqba dedicó una larga mirada sorprendida a los dos sapos. Se arrastraban vacilantes sobre la embarrada orilla de la laguna, obviamente preguntándose si serían capaces de nadar o no.

—Vaya desperdicio de deseo —dijo—. Piensa otra vez.

Abdullah se estrujó el cerebro tratando de averiguar qué sería lo que más complacería a un jefe de bandidos.

—Por supuesto —dijo—, podrías pedir una fortuna ilimitada, pero entonces necesitarías transportar el dinero, así que quizá deberías desear primero un rebaño de robustos camellos. Y también necesitarías defender el tesoro. Así que quizá tu primer deseo debería ser un buen suministro de las célebres armas del norte, o…

—¿Pero cuál? —exigió Kabul Aqba—. Rápido. El genio empieza a impacientarse.

Eso era verdad. El genio no estaba zapateando de impaciencia, puesto que no tenía pies ni zapatos para hacerlo, pero algo en su amenazante y tenebroso rostro azul sugería que, si se le hacía esperar mucho más, pronto habría otros dos sapos en la laguna.